He vuelto a viajar a Colombia, ayer mismo. Esto ya debe de ser vicio. Los pasos habituales, sin gran novedad y sin misterio, aunque he de confesar que en esta ocasión escuché a dos azafatas comentar las novelas de Sgtieg Larsson. Palabra de honor. Pero nada más.
Al llegar al aeropuerto de El Dorado, en Bogotá, y mientras hacía cola para los trámites de control de pasaportes, tenía detrás a un varón español de unos cuarenta años que se desesperaba porque no conseguía hacer una llamada con su móvil. Pretendía comunicarse con un número colombiano y no salía la llamada. Le hice algunas sugerencias sobre prefijos y al fin lo logró. Quedó absolutamente exultante, pues la comunicación era con su amada. Como estaba tan feliz y tenía ganas de explayarse, me lo contó todo, en esa cola y luego mientras buscábamos los equipajes y hasta en la espera del avión de enlace a Medellín.
Me arrepentí de mi sociabilidad, como suele pasarme en estos casos, pero la historia tenía su gracia, aunque no era muy original. El hombre era divorciado y con algunos hijos. Ahora se había colgado locamente de una mujer que lo estaba esperando en Medellín con los brazos abiertos. Era la primera vez que él viajaba a Colombia y la tercera ocasión en que se veían. Me contó que su plan en este viaje era proponerle matrimonio. Así, ya, a casarse urgentemente. Reprimí las ganas de decirle lo de hombre, espera un poco, qué prisa tienes, piénsalo un rato más, trata de conocerla algo mejor, mira a ver qué tal en esto y en lo otro, dile que se vaya a España un tiempo y convivís informalmente... La experiencia enseña que el obcecado no admite consejos, sólo quiere compartir su entusiasmo y que le digan olé tus narices y como el amor no hay nada. También achanté en otro momento. Andábamos paseando por el aeropuerto y me preguntó algo sobre el cambio de euros a pesos. Yo le señale un cajero automático y le comenté que con una tarjeta de crédito o de débito podía sacar allí los pesos que necesitara. Me respondió que para qué, que total él no pensaba gastar nada más en este viaje y que estaba seguro de que su chica lo iba a mantener en Medellín, y a cuerpo de rey además. Lo miré muy serio, pero no debió de notarme nada. Además, yo qué sé y pasar, pasa de todo en cualquier parte.
En el avión conseguí zafarme un rato, pero ya me había picado la curiosidad. Aguardamos juntos la llegada de las maletas en el aeropuerto de Río Negro y me propuse ser un poco cotilla. El hombre estaba nervioso, comido por la ansiedad. Me repitió que se quería casar sí o sí con esa maravillosa mujer. Mi curiosidad crecía. Las maletas no salieron a la vez, una pena. La suya llegó antes y se despidió de mí precipitadamente. Corría hacia la puerta con el equipaje a cuestas. Yo dejé la cinta transportadora y lo seguí hasta la salida, con discreción. Sólo un cristal separaba de la sala en la que se aguarda a los pasajeros. Me puse a observar a las señoras que esperaban solas, tratando de adivinar cuál sería. De pronto, el compatriota dejó caer su maleta y se fue hacia una dama con los brazos abiertos. Era una gorda bien gorda que no salía en mi quiniela. Pero para gustos colores, y bien sé que por qué no va a haber gordas adorables. También soy comprensivo con las perversiones de todo género. Él se abalanzó sobre ella e intentó besarla en la boca. Ella aceptó su abrazo lánguidamente y puso un beso en la mejilla del hombre. Así estuvieron un rato, abrazados ya sin más. Es bonito el amor. Ella movía sus manos sobre la espalda de él, como si quisiera relajarlo con un leve masaje amistoso. Y allí seguían. Tal vez mi maleta había aparecido ya y daba vueltas sobre la cinta, pero yo no me movía de mi observatorio. En esto, tuve la impresión de que la mujer alzaba la vista y de que su mirada se cruzaba con la mía. Juraría que sutilmente alzaba su mano de la espalda del otro y me hacía una señal con el dedo pulgar levantado, como de esto marcha o ahí vamos y usted ya me entiende. Retrocedí y, en efecto, mi maleta ya había aparecido. Cuando salí, ya no estaban. No sé por qué, pero suspiré con cierto alivio.
Esta historia es real, yo no pongo ni quito ni juzgo ni califico nada. Puede que lo del dedo fuera imaginación mía, pero todo lo demás fue tal como lo cuento. Y ya está. ¿O no debería contarlo?
Al llegar al aeropuerto de El Dorado, en Bogotá, y mientras hacía cola para los trámites de control de pasaportes, tenía detrás a un varón español de unos cuarenta años que se desesperaba porque no conseguía hacer una llamada con su móvil. Pretendía comunicarse con un número colombiano y no salía la llamada. Le hice algunas sugerencias sobre prefijos y al fin lo logró. Quedó absolutamente exultante, pues la comunicación era con su amada. Como estaba tan feliz y tenía ganas de explayarse, me lo contó todo, en esa cola y luego mientras buscábamos los equipajes y hasta en la espera del avión de enlace a Medellín.
Me arrepentí de mi sociabilidad, como suele pasarme en estos casos, pero la historia tenía su gracia, aunque no era muy original. El hombre era divorciado y con algunos hijos. Ahora se había colgado locamente de una mujer que lo estaba esperando en Medellín con los brazos abiertos. Era la primera vez que él viajaba a Colombia y la tercera ocasión en que se veían. Me contó que su plan en este viaje era proponerle matrimonio. Así, ya, a casarse urgentemente. Reprimí las ganas de decirle lo de hombre, espera un poco, qué prisa tienes, piénsalo un rato más, trata de conocerla algo mejor, mira a ver qué tal en esto y en lo otro, dile que se vaya a España un tiempo y convivís informalmente... La experiencia enseña que el obcecado no admite consejos, sólo quiere compartir su entusiasmo y que le digan olé tus narices y como el amor no hay nada. También achanté en otro momento. Andábamos paseando por el aeropuerto y me preguntó algo sobre el cambio de euros a pesos. Yo le señale un cajero automático y le comenté que con una tarjeta de crédito o de débito podía sacar allí los pesos que necesitara. Me respondió que para qué, que total él no pensaba gastar nada más en este viaje y que estaba seguro de que su chica lo iba a mantener en Medellín, y a cuerpo de rey además. Lo miré muy serio, pero no debió de notarme nada. Además, yo qué sé y pasar, pasa de todo en cualquier parte.
En el avión conseguí zafarme un rato, pero ya me había picado la curiosidad. Aguardamos juntos la llegada de las maletas en el aeropuerto de Río Negro y me propuse ser un poco cotilla. El hombre estaba nervioso, comido por la ansiedad. Me repitió que se quería casar sí o sí con esa maravillosa mujer. Mi curiosidad crecía. Las maletas no salieron a la vez, una pena. La suya llegó antes y se despidió de mí precipitadamente. Corría hacia la puerta con el equipaje a cuestas. Yo dejé la cinta transportadora y lo seguí hasta la salida, con discreción. Sólo un cristal separaba de la sala en la que se aguarda a los pasajeros. Me puse a observar a las señoras que esperaban solas, tratando de adivinar cuál sería. De pronto, el compatriota dejó caer su maleta y se fue hacia una dama con los brazos abiertos. Era una gorda bien gorda que no salía en mi quiniela. Pero para gustos colores, y bien sé que por qué no va a haber gordas adorables. También soy comprensivo con las perversiones de todo género. Él se abalanzó sobre ella e intentó besarla en la boca. Ella aceptó su abrazo lánguidamente y puso un beso en la mejilla del hombre. Así estuvieron un rato, abrazados ya sin más. Es bonito el amor. Ella movía sus manos sobre la espalda de él, como si quisiera relajarlo con un leve masaje amistoso. Y allí seguían. Tal vez mi maleta había aparecido ya y daba vueltas sobre la cinta, pero yo no me movía de mi observatorio. En esto, tuve la impresión de que la mujer alzaba la vista y de que su mirada se cruzaba con la mía. Juraría que sutilmente alzaba su mano de la espalda del otro y me hacía una señal con el dedo pulgar levantado, como de esto marcha o ahí vamos y usted ya me entiende. Retrocedí y, en efecto, mi maleta ya había aparecido. Cuando salí, ya no estaban. No sé por qué, pero suspiré con cierto alivio.
Esta historia es real, yo no pongo ni quito ni juzgo ni califico nada. Puede que lo del dedo fuera imaginación mía, pero todo lo demás fue tal como lo cuento. Y ya está. ¿O no debería contarlo?
Decía mi compay que cuando uno es todo un hombre, necesita mucha mujer.
ResponderEliminarLuego están los "efebófilos". Por favor, Don GA, que eso de los "curas que no son pedófilos, sino efebófilos" merece un Post de Postín.
Noyno, la mujer le hizo una señal con el dedo corazón levantado, sin duda.
ResponderEliminarPor cierto, lo extraño es que no le robaran la maleta.
Bonita historia, gracias.
Un cordial saludo.
Profesor, este post me ha hecho recordar que la primera vez que me leyeron el verso de Neruda "Estoy cerca del dolor como una herida" , como que me chocó , como que no me cuadraba en una reflexión poética tan hermosa como es el poema UN AMOR donde poco después me leían una de las metáforas más sensibles escritas en castellano "Tus caricias me envuelven como las enredaderas a los muros sombríos."
ResponderEliminarEn posteriores lecturas personales de ese poema , incluso en prisión donde la melancolía de algunas horas te vuelve más sensible el pensamiento ya que el corazón siempre se endurece en esas casas , me seguía sorprendiendo lo que yo no creía posible ni puesto en la piel del poeta , esa descripción del dolor como cercano a una herida me parecía incluso burda , dicha sin originalidad, como si Neruda necesitase un par de versos más yo no se por qué , es más , yo opinaba que si se quitaba ese verso y el siguiente el poema quedaría perfecto.
Y ahora , no tengo tiempo de comtinuar pero lo haré esta noche de buen rollo.
Que cerca suele estar el arrepentimiento del pecado.
ResponderEliminarEspero equivocarme, ojalá que le vaya bonito, ojalá que se acaben sus penas, pero por "siaca" que Dios le pille confesado y con un buen empleo.