Irreal, utópico, imposible, quimérico. Todo lo que ustedes quieran. Y es cierto, la universidad española nunca va a ser así, al menos mientras este país sea como es y tenga la gente que tiene, y salvo que alguna extraña hecatombe vuelva a hacer necesario que la universidad produzca conocimiento a gran escala y forme a los estudiantes con un criterio de excelencia muy exigente y, por definición, sumamente selectivo. Mas qué perdemos por especular un poco y por analizar las razones en lo que valen como razones, aunque estén condenadas a la inoperancia y a quedarse en el limbo triste de los imposibles.
La letra mayor, la pauta para una universidad que en verdad lo sea, nos la dan las propias normas que, en multitud, regulan, reforman y contrarreforman las instituciones universitarias en nuestros días: excelencia, calidad, competitividad, rigor. Música vana, sí, licencias poéticas en los preámbulos que los articulados desmienten a conciencia, disimulo, vergonzantes proclamaciones con las que se disfrazan las miserias en las que tanto mediocre medra y tanto indocumentado se solaza haciéndose pasar por académico exquisito. Mentiras ofensivas pergeñadas por lerdos que, en su inanidad, las toman por verdades, puesto que son ocurrencias suyas o de los de su tribu. Pero poco, salvo algo de tiempo, perdemos por preguntarnos cómo habría que organizar la universidad para que se librara de ese curioso trastorno bipolar de decirse la quintaesencia del saber, la ciencia y la cultura y no ser, a la hora de la verdad, más que un cortijo de vividores, una excusa para que inútiles de toda laya se ganen un sueldo y un trampolín para que los saltimbanquis de la política, de la política universitaria y de la otra, hagan su agosto sin pesares y con gesto de patricios ocupados y preocupados por el bien común. Con las excepciones pertinentes, como siempre.
¿Cuál habría de ser el objetivo prioritario en una universidad que se tomara la calidad en serio? En lo que a su papel docente se refiere, el conseguir que sus titulados alcancen la formación más completa y perfecta que sea posible. En lo que alude a la función investigadora de las universidades, se habría de procurar que los logros ahí obtenidos estén al nivel de los estándares más exigentes. En otras palabras, naveguemos un rato por las antípodas de lo que tenemos.
En lo uno y en lo otro es perfectamente viable una medición objetiva, basada en datos e indicios bien fiables. Pero, desde luego, esa comprobación de la calidad docente e investigadora ha de seguir pautas absolutamente opuestas a la mayor parte de las que actualmente se están implantando al hilo de la obtusa dictadura pedagógica y burocrática. Por ejemplo, si alguna correspondencia existe entre calidad de los títulos y fracaso escolar, no puede sentarse mediante la idea de que a menos suspensos, mayor nivel docente de la institución académica; más bien sería al contrario, aunque con los matices que luego haremos. Y el nivel de la actividad investigadora del profesorado universitario ha de fijarse con una mezcla de juicios objetivos sobre los contenidos y de escrupuloso filtrado de los índices externos o formales, mas nunca, como está sucediendo, con criterio puramente burocrático o mediante la consideración de datos simplemente contextuales. Un ejemplo de lo que denomino datos contextuales sería el montante de los dineros destinados a financiar la investigación. Son condición necesaria, con toda probabilidad, pero no condición suficiente. El uso y la administración de esos fondos son tan relevantes como su cuantía, y bien se sabe que si van mal dirigidos o están mal controlados, se convierten en despilfarro y no sirven nada más que a la política de apariencias que tanto se estila en esta época.
Comencemos por la calidad de las enseñanzas y las prestaciones que en ese punto han de brindarse al estudiantado. Dichas prestaciones deben estar en correspondencia con las que de los estudiantes mismos se pueden y se deben exigir. No entra la letra con sangre, ciertamente, pero tampoco sin esfuerzo y sin un cultivo esmerado del talento. Lo que carece por completo de sentido es que el legítimo esfuerzo para proporcionar al aprendizaje estudiantil mejores medios y fórmulas más razonables vaya acompañado, como ocurre, de un descenso en el nivel de exigencia. A fin de cuentas, si se trata nada más que de conseguir, al precio que sea, que cada estudiante que se matricula acabe obteniendo su título, nos podríamos ahorrar un montón de recursos. Dénseles unos libros sencillitos para que los lean, si lo tienen a bien, grábense en formato electrónico o digital unas pocas explicaciones para que las contemplen o las escuchen cuando les venga en gana, reúnanse de pascuas a ramos para organizar unos debates muy monos sobre alguna cuestión de actualidad y que conozcan en persona a algún profesor que haga de moderador al modo de las tertulias televisivas y aplíquese al final la presunción de que todos han alcanzado el mayor aprovechamiento y se han vuelto, por arte de magia, diestros, capaces y competentes en la materia de que se trate. Con ese resultado último sueñan los gestores actuales de la enseñanza universitaria, pero para ese viaje sobran las alforjas de tanta clasecita posmoderna y nada magistral, de tanto método docente chiripitifláutico y de tanta evaluación continua que, a la postre, no evalúa más que la pura presencia del alumno en las aulas, en sumisa actitud y presto al disimulo que se le pida para guardar la apariencia de un rigor que brilla por su ausencia.
Sería una maravilla y un prodigio digno del mayor encomio que encontráramos la fórmula para que todos o la inmensa mayoría de los que se inscriben en Ingeniería de Telecomunicaciones, Medicina (¿por qué se hacen con los médicos tantas excepciones en estas materias boloñesas?), Derecho, Biología o Filología terminaran su carrera no sólo felizmente, sino convertidos en eximios profesionales, capaces para competir con las mayores garantías en este mundo globalizado. Pero esos milagros ni existen ni se logran a base de supuestos métodos innovadores que tienen más de ensalmos o hechicerías para incautos que de verdadero valor para la enseñanza.
La letra mayor, la pauta para una universidad que en verdad lo sea, nos la dan las propias normas que, en multitud, regulan, reforman y contrarreforman las instituciones universitarias en nuestros días: excelencia, calidad, competitividad, rigor. Música vana, sí, licencias poéticas en los preámbulos que los articulados desmienten a conciencia, disimulo, vergonzantes proclamaciones con las que se disfrazan las miserias en las que tanto mediocre medra y tanto indocumentado se solaza haciéndose pasar por académico exquisito. Mentiras ofensivas pergeñadas por lerdos que, en su inanidad, las toman por verdades, puesto que son ocurrencias suyas o de los de su tribu. Pero poco, salvo algo de tiempo, perdemos por preguntarnos cómo habría que organizar la universidad para que se librara de ese curioso trastorno bipolar de decirse la quintaesencia del saber, la ciencia y la cultura y no ser, a la hora de la verdad, más que un cortijo de vividores, una excusa para que inútiles de toda laya se ganen un sueldo y un trampolín para que los saltimbanquis de la política, de la política universitaria y de la otra, hagan su agosto sin pesares y con gesto de patricios ocupados y preocupados por el bien común. Con las excepciones pertinentes, como siempre.
¿Cuál habría de ser el objetivo prioritario en una universidad que se tomara la calidad en serio? En lo que a su papel docente se refiere, el conseguir que sus titulados alcancen la formación más completa y perfecta que sea posible. En lo que alude a la función investigadora de las universidades, se habría de procurar que los logros ahí obtenidos estén al nivel de los estándares más exigentes. En otras palabras, naveguemos un rato por las antípodas de lo que tenemos.
En lo uno y en lo otro es perfectamente viable una medición objetiva, basada en datos e indicios bien fiables. Pero, desde luego, esa comprobación de la calidad docente e investigadora ha de seguir pautas absolutamente opuestas a la mayor parte de las que actualmente se están implantando al hilo de la obtusa dictadura pedagógica y burocrática. Por ejemplo, si alguna correspondencia existe entre calidad de los títulos y fracaso escolar, no puede sentarse mediante la idea de que a menos suspensos, mayor nivel docente de la institución académica; más bien sería al contrario, aunque con los matices que luego haremos. Y el nivel de la actividad investigadora del profesorado universitario ha de fijarse con una mezcla de juicios objetivos sobre los contenidos y de escrupuloso filtrado de los índices externos o formales, mas nunca, como está sucediendo, con criterio puramente burocrático o mediante la consideración de datos simplemente contextuales. Un ejemplo de lo que denomino datos contextuales sería el montante de los dineros destinados a financiar la investigación. Son condición necesaria, con toda probabilidad, pero no condición suficiente. El uso y la administración de esos fondos son tan relevantes como su cuantía, y bien se sabe que si van mal dirigidos o están mal controlados, se convierten en despilfarro y no sirven nada más que a la política de apariencias que tanto se estila en esta época.
Comencemos por la calidad de las enseñanzas y las prestaciones que en ese punto han de brindarse al estudiantado. Dichas prestaciones deben estar en correspondencia con las que de los estudiantes mismos se pueden y se deben exigir. No entra la letra con sangre, ciertamente, pero tampoco sin esfuerzo y sin un cultivo esmerado del talento. Lo que carece por completo de sentido es que el legítimo esfuerzo para proporcionar al aprendizaje estudiantil mejores medios y fórmulas más razonables vaya acompañado, como ocurre, de un descenso en el nivel de exigencia. A fin de cuentas, si se trata nada más que de conseguir, al precio que sea, que cada estudiante que se matricula acabe obteniendo su título, nos podríamos ahorrar un montón de recursos. Dénseles unos libros sencillitos para que los lean, si lo tienen a bien, grábense en formato electrónico o digital unas pocas explicaciones para que las contemplen o las escuchen cuando les venga en gana, reúnanse de pascuas a ramos para organizar unos debates muy monos sobre alguna cuestión de actualidad y que conozcan en persona a algún profesor que haga de moderador al modo de las tertulias televisivas y aplíquese al final la presunción de que todos han alcanzado el mayor aprovechamiento y se han vuelto, por arte de magia, diestros, capaces y competentes en la materia de que se trate. Con ese resultado último sueñan los gestores actuales de la enseñanza universitaria, pero para ese viaje sobran las alforjas de tanta clasecita posmoderna y nada magistral, de tanto método docente chiripitifláutico y de tanta evaluación continua que, a la postre, no evalúa más que la pura presencia del alumno en las aulas, en sumisa actitud y presto al disimulo que se le pida para guardar la apariencia de un rigor que brilla por su ausencia.
Sería una maravilla y un prodigio digno del mayor encomio que encontráramos la fórmula para que todos o la inmensa mayoría de los que se inscriben en Ingeniería de Telecomunicaciones, Medicina (¿por qué se hacen con los médicos tantas excepciones en estas materias boloñesas?), Derecho, Biología o Filología terminaran su carrera no sólo felizmente, sino convertidos en eximios profesionales, capaces para competir con las mayores garantías en este mundo globalizado. Pero esos milagros ni existen ni se logran a base de supuestos métodos innovadores que tienen más de ensalmos o hechicerías para incautos que de verdadero valor para la enseñanza.
Ocurre, y todos los sabemos, una curiosa inversión: la enseñanza se está adaptando a la capacidad de muchos profesores, especialmente de tanto especialista en naderías y de tanto iletrado con vocación de tertuliano, no a la capacidad de los buenos estudiantes y a las exigencias de un “mercado” serio de las ideas y de las ciencias. Por mucho que se diga y que se aparente, el estudiante se ha tornado un pretexto, un cero a la izquierda, un objeto, la perfecta disculpa para una burocratización que garantiza a casi todo el profesorado un carguete y un poder sobre los colegas y, en especial, para una avalancha de sobresueldos y primas que a casi todos dejan contentos al olvidarse del objetivo primero que da sentido a nuestro trabajo: que si soy de tal comisión de calidad, de tal junta evaluadora, de tal comité de control o coordinación; que si me pagan tanto por evaluar esto y tanto por evaluar lo otro. Estúpido pez que se muerde la cola, las universidades se vuelven antros en los que los mayores tehúres evalúan evaluaciones y disertan sobre la calidades de los sistemas de calidad, mientras al estudiante se le da, con dolo, gato por liebre y todo el mundo se refugia en estadísticas falseadas y en mentiras que se retroalimentan. Talmente como si en un prostíbulo se confundiera el sexo de pago con el amor más romántico y se concluyera, a partir de números y porcentajes, que se ama como nunca y con el método más acorde a la sensibilidad amorosa de la clientela.
¿Queremos controles efectivos y ciertos sobre la calidad de las enseñanzas? Olvidémonos de la pantomima del fracaso escolar. ¿Por qué no hablamos de fracaso deportivo, por ejemplo? ¿Cuántos niños se apuntan a las escuelas de fútbol y cuántos de ellos llegan a jugar en equipos de primera o segunda división? ¿Por qué no se afirma, en consecuencia, que hay mucho fracaso en las escuelas de fútbol y que se deben cambiar los métodos de entrenamiento? ¿O quizá nos conformaríamos, tontamente, con otorgar a cada muchacho, después de asistir a tales centros durante tres o cuatro años, un título muy rimbombante de futbolista de primera? ¿Y luego qué? ¿Obligamos al Barcelona o al Real Madrid a ficharlos a todos o a alinearlos por sorteo? ¿O es que ser ingeniero, de título, es menos importante o socialmente menos relevante que ser futbolista de los que saben jugar de verdad?
¿Queremos datos sobre la calidad de la enseñanza aportada por los centros universitarios? Muy sencillo, háganse estadísticas sobre el éxito profesional de los titulados. Tomemos el Derecho como ejemplo, porque me es más próximo, pero no ha de ser muy difícil un procedimiento similar para otras carreras. En primer lugar, se establece un baremo de salidas profesionales, clasificándolas en grupos por su valor. Ya sé que sobre esto cabe mucha discusión, pero podría haberla y se llegaría a buenas conclusiones y a acuerdos aceptables. Entre tanto, parto de que se puede diseñar una escala de profesiones jurídicas: letrados por oposición del Consejo de Estado, de las Cortes o similares, notarios, registradores de la propiedad, abogados del Estado, inspectores de Hacienda, jueces, fiscales, técnicos de la Administración, etc., etc.; y, por qué no, abogados con despachos o en despachos con trabajo y prestigio. Luego, compruébese cuántos de los licenciados o graduados de la Facultad de Derecho de la Universidad que sea han llegado, al cabo de un tiempo razonable, a esos puestos y siéntese la tasa que importa: la de éxito profesional. Pues se supone que alguna correlación ha de haber entre las enseñanzas recibidas y tal éxito, ya que, si no fuera así, si nada importa lo que en la universidad se enseñe a efectos de cuál vaya a ser el destino laboral de los titulados, apaga y vámonos, la universidad estaría de más y sus carreras no serían sino un rito de paso o un lamentable filtro para que a determinadas profesiones sólo puedan acceder los que provengan de cierto contexto familiar y social y/o los que puedan pagar las tasas y los demás gastos de una carrera.
Alguno me replicará, con muy respetables razones, que he puesto ejemplos de muchos oficios jurídicos a los que no se accede del modo más racional o más acorde con las verdaderas capacidades intelectuales y técnicas de los posibles aspirantes. De acuerdo, pero cabe replicar con un par de consideraciones. Una, preguntándonos si ésa será razón bastante para que la universidad renuncie a dar el tipo de formación que a los estudiantes se les va a exigir como clave para su éxito laboral en el futuro. Sea usted valiente y, si es profesor de Derecho y partidario de la salsa boloñesa, dígales a sus alumnos el primer día de su clase algo así: miren, me importa un bledo que ustedes salgan de aquí mejor o peor formados para ganarse pasado mañana una oposición o para triunfar en unos pleitos bien difíciles, pero me voy a esmerar para evaluar su capacidad de liderazgo, su iniciativa en los debates y su disciplina a la hora de hacer unos resúmenes de textos y, además, intentaré que desarrollen un extraordinario equilibrio psicosomático y que su relación conmigo sea fraternal, simétrica y exenta de connotaciones relacionadas con el complejo de Edipo o de Electra. Deberían tirarlo de inmediato por la ventana al grito de aquí venimos a aprender de lo que nos importa (o debería importarnos) y no a hacer el capullo con un capullo como usted.
La otra consideración, como réplica a aquella posible pega, es que si la enseñanza universitaria no filtra con la mayor objetividad posible a los más capaces, será el mercado, pero un mercado lleno de corruptelas y con un clasismo fuera de toda duda, el que se encargará de que a determinadas labores asciendan los que están socialmente mejor situados, en un contexto de total desigualdad de oportunidades.
¿Queremos controles efectivos y ciertos sobre la calidad de las enseñanzas? Olvidémonos de la pantomima del fracaso escolar. ¿Por qué no hablamos de fracaso deportivo, por ejemplo? ¿Cuántos niños se apuntan a las escuelas de fútbol y cuántos de ellos llegan a jugar en equipos de primera o segunda división? ¿Por qué no se afirma, en consecuencia, que hay mucho fracaso en las escuelas de fútbol y que se deben cambiar los métodos de entrenamiento? ¿O quizá nos conformaríamos, tontamente, con otorgar a cada muchacho, después de asistir a tales centros durante tres o cuatro años, un título muy rimbombante de futbolista de primera? ¿Y luego qué? ¿Obligamos al Barcelona o al Real Madrid a ficharlos a todos o a alinearlos por sorteo? ¿O es que ser ingeniero, de título, es menos importante o socialmente menos relevante que ser futbolista de los que saben jugar de verdad?
¿Queremos datos sobre la calidad de la enseñanza aportada por los centros universitarios? Muy sencillo, háganse estadísticas sobre el éxito profesional de los titulados. Tomemos el Derecho como ejemplo, porque me es más próximo, pero no ha de ser muy difícil un procedimiento similar para otras carreras. En primer lugar, se establece un baremo de salidas profesionales, clasificándolas en grupos por su valor. Ya sé que sobre esto cabe mucha discusión, pero podría haberla y se llegaría a buenas conclusiones y a acuerdos aceptables. Entre tanto, parto de que se puede diseñar una escala de profesiones jurídicas: letrados por oposición del Consejo de Estado, de las Cortes o similares, notarios, registradores de la propiedad, abogados del Estado, inspectores de Hacienda, jueces, fiscales, técnicos de la Administración, etc., etc.; y, por qué no, abogados con despachos o en despachos con trabajo y prestigio. Luego, compruébese cuántos de los licenciados o graduados de la Facultad de Derecho de la Universidad que sea han llegado, al cabo de un tiempo razonable, a esos puestos y siéntese la tasa que importa: la de éxito profesional. Pues se supone que alguna correlación ha de haber entre las enseñanzas recibidas y tal éxito, ya que, si no fuera así, si nada importa lo que en la universidad se enseñe a efectos de cuál vaya a ser el destino laboral de los titulados, apaga y vámonos, la universidad estaría de más y sus carreras no serían sino un rito de paso o un lamentable filtro para que a determinadas profesiones sólo puedan acceder los que provengan de cierto contexto familiar y social y/o los que puedan pagar las tasas y los demás gastos de una carrera.
Alguno me replicará, con muy respetables razones, que he puesto ejemplos de muchos oficios jurídicos a los que no se accede del modo más racional o más acorde con las verdaderas capacidades intelectuales y técnicas de los posibles aspirantes. De acuerdo, pero cabe replicar con un par de consideraciones. Una, preguntándonos si ésa será razón bastante para que la universidad renuncie a dar el tipo de formación que a los estudiantes se les va a exigir como clave para su éxito laboral en el futuro. Sea usted valiente y, si es profesor de Derecho y partidario de la salsa boloñesa, dígales a sus alumnos el primer día de su clase algo así: miren, me importa un bledo que ustedes salgan de aquí mejor o peor formados para ganarse pasado mañana una oposición o para triunfar en unos pleitos bien difíciles, pero me voy a esmerar para evaluar su capacidad de liderazgo, su iniciativa en los debates y su disciplina a la hora de hacer unos resúmenes de textos y, además, intentaré que desarrollen un extraordinario equilibrio psicosomático y que su relación conmigo sea fraternal, simétrica y exenta de connotaciones relacionadas con el complejo de Edipo o de Electra. Deberían tirarlo de inmediato por la ventana al grito de aquí venimos a aprender de lo que nos importa (o debería importarnos) y no a hacer el capullo con un capullo como usted.
La otra consideración, como réplica a aquella posible pega, es que si la enseñanza universitaria no filtra con la mayor objetividad posible a los más capaces, será el mercado, pero un mercado lleno de corruptelas y con un clasismo fuera de toda duda, el que se encargará de que a determinadas labores asciendan los que están socialmente mejor situados, en un contexto de total desigualdad de oportunidades.
No es mi responsabilidad decidir quién será mañana juez o abogado del Estado, pero sí la de procurar, en lo que esté en mi mano, que no llegue ahí un perfecto zoquete, aunque sea hijo del más rico de mi pueblo. O que se vayan a ciertas privadas y, al menos, paguen más. Así que, por las mismas, en esa primera clase dígales esto a los estudiantes: miren, yo voy a procurar que apruebe mi asignatura todo aquel que se deje o venga por aquí a menudo; luego, el día de mañana, búsquense ustedes la vida como puedan y al que Dios (o su papá) se la dé, San Pedro se la bendiga.
Ahora vamos con el profesorado. Ay, el profesorado. Contengámonos para que este escrito no se haga mucho más largo y para no repetirnos. Lo primero que no puede ser, que no debería ser, es que las plantillas universitarias se llenen de tantos que son poco menos que analfabetos funcionales. Sí, Fulano es el que mejor pone los tubos de ensayo el bies o quien mejor recita de corrido la lista de los reyes godos, pero no sabe nada de nada de ninguna otra cosa. Mucho hablar de lo mal formados que llegan los estudiantes, pero ¿alguien se ha propuesto evaluar en serio el nivel cultural del profesorado? Mucho decir que los alumnos cometen faltas de ortografía o no son capaces de construir correctamente una frase de relativo, pero qué decir de tanto atentado contra las reglas más elementales de la gramática en la prosa burocrática de los encumbrados cargos académicos o, incluso, en tanto artículo y monografía. Se cotiza mucho en estos tiempos publicar en inglés, y bien estará, pero ¿por qué no puntúa negativamente el escribir en castellano textos con todo tipo de faltas e incorrecciones? Ahora, al parecer, vamos a tomar en gran consideración las habilidades expresivas, orales y escritas, del estudiante. ¿Sí? ¿Quién de los que no saben hablar sin la muleta de la pantallita va a valorar la aptitud de los alumnos para la comunicación oral? ¿Y quién de los que no son capaces de escribir tres renglones sin liarse malamente va a examinar la competencia de los estudiantes a la hora de expresarse por escrito? ¡Pero si ya se puede llegar a catedrático sin haber tenido que pronunciar ni palabra ante la comisión que evalúa a los profesores para esos menesteres! ¡Pero si esas comisiones ya no tienen que leerse apenas nada redactado por los candidatos, sólo lo que figura en aplicaciones informáticas llenas de datos ociosos y de detalles pueriles! ¿Publicar en inglés como indicio supremo de calidad? De acuerdo, pero ¿cuántos de ésos son capaces de preguntar la hora en inglés o en otra lengua que no sea la de su aldea?
Si se pretende en serio que las universidades compitan entre sí y con parámetros claros y controlables, y no con bobadas del tipo de número de árboles por hectárea en el campus -que se dé un premio aparte al campus más vegetalmente sostenible- o de número de ordenadores por alumno -que se estudie con calma qué páginas de internet son las más visitadas-, sólo hay que fijarse en la tasa de sexenios de investigación de su profesorado o en la de proyectos de investigación obtenidos en concurrencia seria. Y a los que más aporten ahí, en calidad investigadora, que se les gratifique como se merecen. Porque resulta que a usted, profesor de cualquier universidad española, le van a descontar horas de docencia, le van a pagar algo más y lo van a mostrar como ejemplo de dedicación modélica si tiene (¡o incluso si ha tenido!) algún cargo de nombramiento digital, pero no le van a hacer caso ni le van a proponer “desgravaciones” si ha conseguido a pulso cinco sexenios o dirige un equipo con los mejores investigadores del país y con resultados bien acreditados. El mundo al revés.
Ahora vamos con el profesorado. Ay, el profesorado. Contengámonos para que este escrito no se haga mucho más largo y para no repetirnos. Lo primero que no puede ser, que no debería ser, es que las plantillas universitarias se llenen de tantos que son poco menos que analfabetos funcionales. Sí, Fulano es el que mejor pone los tubos de ensayo el bies o quien mejor recita de corrido la lista de los reyes godos, pero no sabe nada de nada de ninguna otra cosa. Mucho hablar de lo mal formados que llegan los estudiantes, pero ¿alguien se ha propuesto evaluar en serio el nivel cultural del profesorado? Mucho decir que los alumnos cometen faltas de ortografía o no son capaces de construir correctamente una frase de relativo, pero qué decir de tanto atentado contra las reglas más elementales de la gramática en la prosa burocrática de los encumbrados cargos académicos o, incluso, en tanto artículo y monografía. Se cotiza mucho en estos tiempos publicar en inglés, y bien estará, pero ¿por qué no puntúa negativamente el escribir en castellano textos con todo tipo de faltas e incorrecciones? Ahora, al parecer, vamos a tomar en gran consideración las habilidades expresivas, orales y escritas, del estudiante. ¿Sí? ¿Quién de los que no saben hablar sin la muleta de la pantallita va a valorar la aptitud de los alumnos para la comunicación oral? ¿Y quién de los que no son capaces de escribir tres renglones sin liarse malamente va a examinar la competencia de los estudiantes a la hora de expresarse por escrito? ¡Pero si ya se puede llegar a catedrático sin haber tenido que pronunciar ni palabra ante la comisión que evalúa a los profesores para esos menesteres! ¡Pero si esas comisiones ya no tienen que leerse apenas nada redactado por los candidatos, sólo lo que figura en aplicaciones informáticas llenas de datos ociosos y de detalles pueriles! ¿Publicar en inglés como indicio supremo de calidad? De acuerdo, pero ¿cuántos de ésos son capaces de preguntar la hora en inglés o en otra lengua que no sea la de su aldea?
Si se pretende en serio que las universidades compitan entre sí y con parámetros claros y controlables, y no con bobadas del tipo de número de árboles por hectárea en el campus -que se dé un premio aparte al campus más vegetalmente sostenible- o de número de ordenadores por alumno -que se estudie con calma qué páginas de internet son las más visitadas-, sólo hay que fijarse en la tasa de sexenios de investigación de su profesorado o en la de proyectos de investigación obtenidos en concurrencia seria. Y a los que más aporten ahí, en calidad investigadora, que se les gratifique como se merecen. Porque resulta que a usted, profesor de cualquier universidad española, le van a descontar horas de docencia, le van a pagar algo más y lo van a mostrar como ejemplo de dedicación modélica si tiene (¡o incluso si ha tenido!) algún cargo de nombramiento digital, pero no le van a hacer caso ni le van a proponer “desgravaciones” si ha conseguido a pulso cinco sexenios o dirige un equipo con los mejores investigadores del país y con resultados bien acreditados. El mundo al revés.
Primero la burocracia y los politicastros académicos se hicieron con los edificios nobles y más céntricos de todas las universidades con solera, consolidaron niveles y se agenciaron pagas y sobrepagas y ahora se “democratiza” el sistema a base de repartir ese tipo de privilegios inanes para los segundos, terceros y cuartos escalones de ese entramado. ¿Resultado? Trae más cuenta pasarse unos años de director de área, vicedecano o secretario de departamento que quemarse las pestañas con los experimentos del laboratorio o escribiendo la mejor monografía de la especialidad. Ejemplar y estimulante a más no poder. ¿Por qué es así? Pues porque, al igual que las leyes sobre financiación de los partidos políticos las hacen los partidos políticos, las normas sobre la universidad las elaboran quienes no tienen más vocación que la de burócratas de medio pelo ni más experiencia investigadora que la de apañar currículos tan extensos en páginas como vacíos de sustancia.
También aquí se me puede decir, y no sin fundamento, que ese mundo de los tramos de investigación o los proyectos está fuertemente viciado y a merced de la misma lógica burocrática y caciquil. Algo habrá, aunque tendríamos que debatir con más calma y punto por punto. En todo caso, la respuesta no ha de ser la del presente todo vale y tonto el último o el que no se apañe unas influencias, sino exactamente la contraria: reformemos lo que haya que reformar para que los controles sean serios y no en plan de tócame, Roque.
¿Universidades puestas a competir con base en los mejores resultados docentes e investigadores? Muy sencillo también: que se disputen los mejores profesores. Porque supongo que no me vendrá ninguno con la sugerencia de que esto es muy relativo o de que no hay manera humana de diferenciar a un buen docente o investigador de uno malísimo o del montón. Ahora sí, ahora todo el mundo es igual y vale lo mismo, vivimos en tiempos oscuros de gatos pardos y animales de cloaca, pues para hacer unas bobaditas en clase y aprobar a todo el mundo o para hacer pasar por investigación del mayor nivel unas comunicaciones de corta y pega en congresos organizados ad pompam vel ostentationem vale cualquiera y, como dicen en mi pueblo, así hasta el más tonto hace relojes. La calidad, en lo que sea, se mide por los resultados, no por los gestos, las poses, los papeleos estériles o la demogogia barata que asegura el éxito apabullante en encuestas amañadas por los de siempre. Porque, repito, si, más allá de esa parte folclórica e infantiloide, no cabe apreciar diferencias entre quien enseña con eficacia o sin ella, o entre quien obtiene frutos reales de la investigación o sólo hace el paripé, cerremos el chiringuito de una vez, dejémonos de eufemismos y ahorremos al contribuyente los cuartos que nos paga.
Usted, rector, profesor de a pie o estudiante, ¿no sabe distinguir, a simple vista y por los resultados, entre un buen profesor y un profesor de tres al cuarto? Pues, sencillamente, que ese juicio trascienda y cuente. Sí, en términos de política académica ya sé dónde está el problema: que cada profesor es un voto y cada estudiante también, ponderaciones arriba o abajo. Por eso la primera de las reformas tendría que consistir en la supresión de las demoburocracias y de las demagogias electoralistas.
También aquí se me puede decir, y no sin fundamento, que ese mundo de los tramos de investigación o los proyectos está fuertemente viciado y a merced de la misma lógica burocrática y caciquil. Algo habrá, aunque tendríamos que debatir con más calma y punto por punto. En todo caso, la respuesta no ha de ser la del presente todo vale y tonto el último o el que no se apañe unas influencias, sino exactamente la contraria: reformemos lo que haya que reformar para que los controles sean serios y no en plan de tócame, Roque.
¿Universidades puestas a competir con base en los mejores resultados docentes e investigadores? Muy sencillo también: que se disputen los mejores profesores. Porque supongo que no me vendrá ninguno con la sugerencia de que esto es muy relativo o de que no hay manera humana de diferenciar a un buen docente o investigador de uno malísimo o del montón. Ahora sí, ahora todo el mundo es igual y vale lo mismo, vivimos en tiempos oscuros de gatos pardos y animales de cloaca, pues para hacer unas bobaditas en clase y aprobar a todo el mundo o para hacer pasar por investigación del mayor nivel unas comunicaciones de corta y pega en congresos organizados ad pompam vel ostentationem vale cualquiera y, como dicen en mi pueblo, así hasta el más tonto hace relojes. La calidad, en lo que sea, se mide por los resultados, no por los gestos, las poses, los papeleos estériles o la demogogia barata que asegura el éxito apabullante en encuestas amañadas por los de siempre. Porque, repito, si, más allá de esa parte folclórica e infantiloide, no cabe apreciar diferencias entre quien enseña con eficacia o sin ella, o entre quien obtiene frutos reales de la investigación o sólo hace el paripé, cerremos el chiringuito de una vez, dejémonos de eufemismos y ahorremos al contribuyente los cuartos que nos paga.
Usted, rector, profesor de a pie o estudiante, ¿no sabe distinguir, a simple vista y por los resultados, entre un buen profesor y un profesor de tres al cuarto? Pues, sencillamente, que ese juicio trascienda y cuente. Sí, en términos de política académica ya sé dónde está el problema: que cada profesor es un voto y cada estudiante también, ponderaciones arriba o abajo. Por eso la primera de las reformas tendría que consistir en la supresión de las demoburocracias y de las demagogias electoralistas.
La democracia de un hombre un voto funciona y debe funcionar en el sistema político y sólo ahí o poco más que ahí. En la universidad cabe organizar un referéndum para decidir si en una parcela del campus se plantan chopos o castaños de Indias, no para admitir o no a trámite una tesis doctoral o para distribuir las ayudas a la investigación. Por seguir con la analogía, en lo que valga, en un equipo de fútbol las alineaciones no se hacen mediante votación de la plantilla y el entrenador no se escoge con votaciones entre los socios. Porque se supone que hacen falta, en lo uno y en lo otro, los mejores y más capaces. ¿En la universidad no? Si no nos gusta el ejemplo futbolero, imaginemos que en la NASA se decidiera con votación de todo el personal quién será el próximo astronauta o quién controlará desde los mandos de tierra la nave.
La secuencia de las reformas es sencilla, al menos sobre el papel. Primero se pone a las universidades a competir seriamente y se las trata en consecuencia, primando a las mejores y caiga quien caiga. Después, como las primeras interesadas en mantenerse a flote y salir bien paradas serán ellas mismas, tocaría reformar el régimen del profesorado y su selección. ¿Cómo?
La secuencia de las reformas es sencilla, al menos sobre el papel. Primero se pone a las universidades a competir seriamente y se las trata en consecuencia, primando a las mejores y caiga quien caiga. Después, como las primeras interesadas en mantenerse a flote y salir bien paradas serán ellas mismas, tocaría reformar el régimen del profesorado y su selección. ¿Cómo?
Para empezar, imaginemos que actualmente en la Universidad X trabaja el profesor Y (iba a decir el profesor Z, pero mejor evitar ciertas contaminaciones expresivas), que es una figura mundial en su campo y, si queremos extremar el caso, claro candidato a un premio Nobel. Vamos ahora con unas preguntillas. ¿Qué posibilidades reales tiene el profesor Y de cambiar a una universidad mejor y que le ofrezca mejores condiciones para su labor? Respuesta: prácticamente ninguna, eso lo sabemos. ¿A qué mejoras en su trato y su remuneración puede Y aspirar, en consonancia con su prestigio y su excelente trabajo? En universidades españolas, prácticamente a ninguna. ¿Qué posibilidades tiene una universidad española de atraerlo para integrarlo en su plantilla, en el supuesto, ciertamente extraño, de que alguna tuviera interés? Muy escasas, pues habría dificultades jurídicas, burocráticas y político-académicas, empezando porque, desde dentro, los colegas y el departamento correspondiente pondrían toda clase de zancadillas, no vaya a hacerlos de menos o no sea que le quite la posibilidad de promocionar a uno de allí y que es muy apreciado en Villaconejos y su entorno. ¿Podría el profesor Y largarse a una universidad o centro de investigación extranjeros, con gran mejora de medios y de sueldo? Sin duda, a muchas anglosajonas sí. Lo recibirían con los brazos abiertos y la chequera en ristre si él concursara allá o, incluso, lo tentarían ellas directamente. He dicho anglosajonas y ¿no se cuenta que con estas reformas que aquí están en curso se pretende implantar un modelo del estilo del norteamericano? Ya, y yo con estos pelos.
Investigación competitiva (y no sería muy diferente para la docencia) es la que se hace en el marco de la competición entre los investigadores y las instituciones, no la consistente en mandar cada tanto un montón de papeles absurdos a una comisión de colegas encapuchados para que te ajusten cuentas y, si sale bien, te digan que estás muy acreditado o que ya puedes cobrar cien euros más al mes. Si nuestras universidades tuvieran en verdad que trabajarse la calidad de sus resultados, se pelearían por los profesionales más competentes. O sea, exactamente lo contrario de lo que vemos aquí y ahora.
No tenemos que perdernos en detalles técnico-jurídicos de cómo habría que organizar el sistema, pues se supone que lo primero es la voluntad política de hacer universidad en serio y, luego, se adaptan las normas en lo que sea necesario. Pero habría que romper, al menos en parte, ese vínculo funcionarial vitalicio entre la institución y su personal, al menos en lo que tiene de cadena que inmoviliza a cada profesor en su universidad, pues no tiene otra a la que ir aunque quiera, salvo que sea fuera de España o salvo que su clan le prepare un sitio por razones que no suelen tener que ver con su competencia. Con las garantías que sean necesarias, que funcione la oferta y la demanda y que se fuerce a los demandantes a pelear por los mejores. Y entre los mejores, por supuesto, también los extranjeros. Porque resulta que somos (casi) todos la mar de cosmopolitas, pero aplicamos el rancio principio de que la universidad de este pueblo es para los de este pueblo y sólo para ellos.
Un profesorado reconocido seriamente y con buenos estímulos de todo tipo tendría muy buenas razones para trabajar, y más si ésa es su vocación y está bien dotado para ello. No como aquí y ahora, donde la vocación de cualquiera se pudre entre papeleos baratos, politiquillas de baja estofa y mediocridad asfixiante. Pero ¿quién quiere en este país una buena universidad? ¿A quién diantre le importa aquí la universidad?
Investigación competitiva (y no sería muy diferente para la docencia) es la que se hace en el marco de la competición entre los investigadores y las instituciones, no la consistente en mandar cada tanto un montón de papeles absurdos a una comisión de colegas encapuchados para que te ajusten cuentas y, si sale bien, te digan que estás muy acreditado o que ya puedes cobrar cien euros más al mes. Si nuestras universidades tuvieran en verdad que trabajarse la calidad de sus resultados, se pelearían por los profesionales más competentes. O sea, exactamente lo contrario de lo que vemos aquí y ahora.
No tenemos que perdernos en detalles técnico-jurídicos de cómo habría que organizar el sistema, pues se supone que lo primero es la voluntad política de hacer universidad en serio y, luego, se adaptan las normas en lo que sea necesario. Pero habría que romper, al menos en parte, ese vínculo funcionarial vitalicio entre la institución y su personal, al menos en lo que tiene de cadena que inmoviliza a cada profesor en su universidad, pues no tiene otra a la que ir aunque quiera, salvo que sea fuera de España o salvo que su clan le prepare un sitio por razones que no suelen tener que ver con su competencia. Con las garantías que sean necesarias, que funcione la oferta y la demanda y que se fuerce a los demandantes a pelear por los mejores. Y entre los mejores, por supuesto, también los extranjeros. Porque resulta que somos (casi) todos la mar de cosmopolitas, pero aplicamos el rancio principio de que la universidad de este pueblo es para los de este pueblo y sólo para ellos.
Un profesorado reconocido seriamente y con buenos estímulos de todo tipo tendría muy buenas razones para trabajar, y más si ésa es su vocación y está bien dotado para ello. No como aquí y ahora, donde la vocación de cualquiera se pudre entre papeleos baratos, politiquillas de baja estofa y mediocridad asfixiante. Pero ¿quién quiere en este país una buena universidad? ¿A quién diantre le importa aquí la universidad?
Querido Toño:
ResponderEliminarMañífico. ¿Se podrá hacer de esto el embrión de un Foro estable?
Ocurrencias (perdón por la extensión):
SOBRE LA FUNCIÓN DOCENTE
¿Cómo cojoño podemos dignificar el buen hacer docente? Lo pregunto con toda la candidez. La eventual buena fe de los docentes sólo garantiza que lo harán lo mejor que sepan (lo cual no es mucho). La formación docente que nuestra universidad conoce es basura.
Me consuelo aprendiendo de tipos como Walter Lewin, modelo de docentes. Y aquí, hablando con docentes junior sobre HOW TO MAKE TEACHING COME ALIVE.
SOBRE LA SELECCIÓN DE LOS INVESTIGADORES.
1. ¿Sexenios como modo de evaluar si los Investigadores son buenos, regulares o malos? Debes tener a la CNEAI en mayor estima que a la ANECA... Los sexenios OTORGADOS sin motivo ni casi publicidad no son escándalo, pero son numerosísimos. Los sexenios DENEGADOS escandalosamente son más escasos, pero en mi rama del saber han sido la cagada mayor del siglo. En la misma tacada se cargaron al mejor senior (unánimemente reconocido) y a uno de los junior más valorados por todos. Todo porque a una señora catedrática de otra rama entendía que...
2. Sólo hay competitividad si EL DECISOR tiene algo PERSONAL que ganar en competir.
- Si los decisores siguen siendo las taifas del área, tamos jodidos, porque no quieren tener al mejor: quieren tener a su candidato. El sistema "2+3" dio la basura que dio. El sistema ANECA es lo mismo, pero filtrado: sólo garantizaría éxito mientras la Acreditación tuviese efecto de filtro.
- Si son los cargos políticos universitarios elegidos por los propios profesores, como señalas, cedemos al café para todos.
3. Una cosa que casi siempre se olvida: el sistema de calidad tiene que introducir los primeros filtros ANTES, en momentos MUY INICIALES. Pretender introducir los controles cuando los candidatos a la "Tenure" tienen casi 40 años te plantea qué vas a hacer con el chaval (amén de introducir un factor azaroso en la carrera universitaria que la hará atractiva sólo para tarados e inútiles sociales).
a) Sólo se debe entrar en los departamentos con Becas Estatales supeditadas a NOTAS MEDIAS MUY ALTAS. Eso no garantiza nada, pero tiene no poco efecto excluyente. Sé que esto habría borrado del mapa a gente muy válida, pero chico, todo filtro tiene efectos indeseados. Si esto produce envejecimiento de la plantilla docente, debemos cobrar conciencia de que ese es el primer coste del control de calidad.
b) La tesis doctoral NO debe ser el primer filtro cuando se trate de trabajos largos. Deben introducirse controles serios en los primeros años (teóricamente, las becas FPU los introducen, pero son filfa). Los primeros controles, en manos del propio director de la tesis. ¿Cuánta gente conocen ustedes a quienes el Director haya aconsejado de buena fe abandonar? Yo, sólo a dos.
c) Los últimos, en los miembros del tribunal: todos conocemos y hemos colaborado en que se dé el grado de doctor a personas por trabajos menores. Por motivos santos o pecadores, pero hemos caído. Pero claro: si resulta que el evaluador es "un amiguete", no hay nada que hacer.
d) Entre los primeros filtros y los últimos, demasiado confiados a "amigos", habría que meter otros institucionales. No digo que se nos ocurra meter un "Rigorosum"... pero debería decirlo. El filtro del examen DEA, por ejemplo, sería idóneo para meter un "Rigorosumcito". Llega justo antes de los Dolomite de la tesis doctoral, con lo que no es demasiado tarde.
... Y claro: que esto sirva de algo. Si quieres pagar a un profesor titular 2/3 de lo que a un Magistrado, en buena lógica de mercado obtendrás un profesional con un 66% de las capacidades de aquél.
Gracias, querido AnteTodo. También algún otro amigo común me ha escrito con la propuesta de que movamos este texto de alguna manera. Para ello habría que comenzar quizá por aligerar algunas cosas de mi estilo, pero eso es cuestión menor. Lo que me pregunto es cómo hacerlo, cómo hacer por ejemplo, lo del Foro estable que propones. ¿Será el momento de que montemos algún otro chiringuito virtual dedicado estrictamente a estos asuntos? Si se te ocurre cómo, vemos y adelante.
ResponderEliminarSobre muchos de los puntos interesantísimos que tocas en tu comentario habría que seguir hablando. La cuestión es cómo y dónde. Hace falta que nos pongamos a decir ciertas cosas que el común de los mortales académicos no osa, en algún sitio que tenga más alcance que ese blog. Insisto, ¿qué se te ocurre?
¿Quién me dice lo que es un sexenio relativo?. Un reglamentillo de una Universidad de mucho postín lo define así: "Se entiende por sexenio relativo el cociente entre los sexenios reconocidos hasta el penúltimo año anterior al de la convocatoria de la plaza y los sexenios posibles, expresado en tanto por ciento. Los sexenios posibles son la parte entera de la sexta parte de la diferencia entre el penúltimo año anterior al de la convocatoria y el siguiente al de la obtención del título de doctor". Los Hermanos Marx hubieran sentido envidia.
ResponderEliminarNo le veo ninguna dificultad, bueno excepto que seas de "letras"
ResponderEliminar