03 enero, 2010

Cuentos de domingo. 8. ¿Por qué no me hice escritor autóctono?

Si la vida tuviera marcha atrás, yo intentaría ser escritor autóctono. Escritor de literatura-literatura, quiero decir. Tendría que retroceder más o menos hasta mis veinte años, supongo. Si cupiera, lo ideal sería también elegir la época en que yo tendría veinte años para dedicarme a ser escritor autóctono. Pongamos que a mediados de los ochenta.
Mi ubicación geográfica no la cambiaría, creo que no. No me alcanza la imaginación para ponerme en otro contexto y, además, el escritor autóctono asturiano tiene otro pasar, es poco conocido pero bastante apreciado entre los demás escritores autóctonos asturianos que comparten esa difícil condición de minoría forzada y reducto inexpugnable. Siempre que no la liemos con escuelas, tendencias, antologías y el canon, claro. Pero aun así.
Todo escritor autóctono, sea de donde sea, ha de contar con dos tipos de rivales, tomados como irreconciliables enemigos y traidores sin remisión: los escritores autóctonos no propiamente autóctonos y los escritores autóctonos con otra visión de la función de la literatura en una sociedad escindida. Que la sociedad sea escindida es cuestión de la mayor importancia. Un trasfondo de crisis tan larga que ya parece permanente también ayuda lo suyo. El buen escritor autóctono-autóctono se ubica mentalmente en una sociedad partida por la crisis y con su ser histórico aún irresuelto. Luego escribe para contribuir, modestamente, al reencuentro de su tierra con su identidad. El escritor autóctono-autóctono tiene un apego sustancial a su tierra y a las contradicciones sangrantes de su tierra en el marco de la globalización, bebe bastante rioja y algo de güisqui de malta y fuma sin remordimiento. Pero, sin duda, lo que más le ayuda a interpretar las tensiones del ser humano histórica y geográficamente situado son algunos poemas de Elliot y Pound y ciertos apaños del arte contemporáneo en el que la huella multicultural se expresa en ucronías deliberadamente desacompasadas. Pero no pretendo ir tan lejos, apenas me estaba situando un poco para imaginarme lo que podría haber sido de mí si me hubiera hecho escritor autóctono cuando debía, o si estuviera a tiempo para volver atrás.
Seguro que el conjunto de mi obra, en parte lírica y en parte desgarrada prosa poética en la que la narración se embridara para no caer en los viejos vicios de la literatura social, se podría haber colocado inicialmente en el ambiente de la crisis industrial. La crisis de los astilleros serviría muy bien. Ya sé que mis orígenes son campesinos y que en verdad entendía y entiendo mucho más de vacas y de la cosecha de las patatas o “les fabes” de la granja que de la lucha obrera y la construcción naval, pero también estoy convencido de que, si me pusiera a novelar la vida de entonces en el campo asturiano, me saldría el Palacio Valdés que todos los niños de aldea asturiana llevamos dentro. Así que debería convencerme a mí mismo de que tengo vitalmente presente el trabajo de soplete y soldadura, los turnos, la manera de hablar del esforzado operario, la solidaridad de los trabajadores y el enfrentamiento con la patronal. Seguro que algún pariente lejano laboró en el sector naval y no sería tanta impostura si me inventara que lo veía volver del tajo cada tanto y que de pequeño me contaba historias de fríos amaneceres subido al andamio y azotado por la brisa marina, tiznado de óxidos, voluntarioso e inseguro. Ese poso de experiencias cercanas y unas buenas lecturas de los norteamericanos de la generación perdida me habrían bastado para construir el personaje, mi personaje de escritor autóctono. Ah, y Marinetti y unas pinceladas de aquellos pintores rusos, cómo se llamaban.
Ya está, ya me lo figuro todo, ahora debo pensar en qué me gustaría trabajar. Sin duda, en el mundo editorial. A los escritores autóctonos marcados por la crisis industrial nos apasiona el mundo de la edición. Quizá con un amigo, hijo o sobrino de patronos y con un segundo apellido holandés, pero muy comprometido con las experiencias del proletariado local, habría fundado en aquellos años una pequeña editorial. Una editorial muy artesanal, hay que decir, nada preocupada por el mercado, empeñada más bien en dar voz a los que en este capitalismo global no la tienen, o no la tienen reconocida, por mejor decir. La idea de la editorial nos habría surgido en un viaje de los dos, con otros amigos, a las capitales nórdicas. Con mochilas y trenes y para ver el Cabo Norte y la casa natal de un par de escritores de por allá. Mi amigo y yo llevábamos un diario y por las noches y con la luz de los albergues nos leíamos fragmentos en los que cada uno se imaginaba antepasados navegantes y colonizadores pelirrojos cargados de niños y de valor.
Mi primera obra publicada, precisamente en nuestra pequeña editorial, fue un conjunto de relatos breves escritos en prosa poética y que, aunque podían ser leídos, cada uno, como una historia en sí, se engarzaban por el tono y las peripecias cruzadas de los personajes, hasta formar un fresco de la vida de los trabajadores en mi tierra en crisis. Las primeras reseñas no resultaron mal, nada particularmente certero, algo apresuradas casi todas y siempre en los medios locales, pero, ciertamente no desdeñables para lo que cabía esperar de un ambiente tan contaminado por la literatura del boom y los patrones extranjerizantes. Ha nacido una nueva voz asturiana, una lograda síntesis entre la literatura intemporal y los nuevos tiempos, un estilo desgarrado y ácido sin concesiones, una escritura llena de empatía y, sin embargo, nada edulcorada. Cosas así.
Luego llegarían las lecturas en los institutos, un libro de poemas en verso libre y un volumen de viajes en el que la mirada sigue siendo la del niño que fraguó su vocación en un barrio popular y contempla la variedad de paisajes y los restos de antiguas civilizaciones sin perder la vieja ingenuidad ni olvidar las preguntas de siempre y de aquí. Y la tertulia, claro. Necesito una tertulia. Pongamos que en un local de Avilés nos reuníamos todos los jueves y comentábamos nuestros textos con saña y mal disimulada envidia y sin dejar de dedicar unos buenos ratos a las novedades del cine independiente. Lo ideal hubiera sido un pub irlandés o similar y que se podría llamar Dublinesses, pero, puesto que estábamos como estábamos, conformémonos con una sidrería llamada El Trasgu o similar. Allí estaban el periodista que llevaba la sección cultural de algún diario cercano, la doctoranda que trabajaba sobre la narrativa breve del Sur norteamericano en los años de entreguerras y que había hecho un par de traducciones de Emily Dickinson para nuestra pequeña editorial, dos poetas menores cargados de ira y que mantenían, con sus ahorros -los de sus familias- una revista literaria vengativa, el gerente de un ateneo, un pintor neoexpresionista nacido en Cuba y retornado en su infancia a esta tierra de sus antepasados, cuyos verdes le fascinan y, al tiempo, le hacen añorar los mares cálidos y los azules metálicos de la isla, un viejo novelista que llegó a finalista del Nadal y que nunca dice nada. Y yo mismo, claro, el más admirado por la chica, vaya usted a saber si porque en mi obra y en mis maneras capta resonancias que a los demás no se les alcanzan.
De un nuevo viaje, esta vez con la tal doctoranda y en plan más placentero, nacería otro libro, Levántate y anda, de tono intimista, impregnado de cierto erotismo y en el que los paisajes descubiertos se funden con los pasos de los escritores que allí se desenvolvieron. Como dijo un crítico, esta vez en un periódico de tirada nacional, en esta nueva obra la voluntad de estilo descuella por encima de la anécdota narrada, sin que deje de ser por ello un caleidoscopio de los colores contemplados durante la andanza y un eco permanente de tantas voces como al autor se le van haciendo presentes durante su periplo, de Keats a Hrabal, de Nerval a Knud Hamsun. Para entonces mi obra ya no tiene aquella carga política o aquel aire reivindicativo característicos de mis primeros libros y, al decir de algunos críticos amigos, se deja ver el tránsito a un esteticismo posmoderno que, sin negar los orígenes del autor, lo ubica en una tierra de nadie que le permite una mayor libertad creativa y un pulso más firme al describir sensaciones corrientes del hombre contemporáneo.
A la sazón, ese nuevo libro ha sido publicado en una editorial barcelonesa de las que saben promocionar a sus autores, y fueron bastantes, y generalmente elogiosas, las referencias del mismo en los suplementos literarios de los principales periódicos, incluida una de Quim Monzó en La Vanguardia. Seguramente no fue determinante, pero facilitó las cosas el hecho de que la doctoranda aquella con la que viajé se ha convertido en mi pareja estable y es sobrina del accionista mayoritario de la editorial, un hombre entrado en años, viudo y sin hijos y que la adora. Precisamente ahora, ya bien entrados los noventa, nos vamos juntos, la mujer y yo, a Michigan, donde ella, ya doctora y cargada de un merecido prestigio, va a dictar un curso sobre literaturas periféricas españolas y yo, además de participar en seminarios con afamados hispanistas de allá, pienso escribir una novela-río en la que se condense la cosmovisión de las culturas que nutren su creatividad del desarraigo y el desplazamiento.
En fin, no sigo. Así podría haber sido mi vida si, en lugar de equivocarme, me hubiera convertido a tiempo en un escritor autóctono.

(Ilustraciones: Camilo Uribe)

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