Leí ayer y leo hoy la noticia de que la industria cinematográfica norteamericana está pensando que quizá no merezca la pena seguir vendiendo en España DVDs con películas, pues hay tanta piratería, que el negocio se queda en poca cosa. Ignoro si la noticia encierra una estrategia con algún fin que se me escapa o si el alegato de las empresas tiene una base real y razonable o no. Tampoco me importa demasiado todo ello. Lo que no me sorprende es que la piratería de películas llegue aquí a cotas tan altas. Interesante es preguntarse por qué.
No creo que sea por razones económicas. Somos un país que en los últimos años, y al menos hasta que llegó la crisis, se ha acostumbrado a gastarse buenos dineros en lujos que antes ni soñábamos: vinos caros, restaurantes con estrellas, viajes exóticos, vestuario de marca pija, silicona de la buena en los pechos... Pero, como el cambio económico ha sido súbito y las viejas mentalidades no mutan a ese ritmo, esos hábitos de nuevo rico han ido unidos a dos notas disonantes. Por un lado, preferimos emplear el dinero en cosas que se noten y que nos den prestigio social inmediato. De ahí que abunde tanto en estos tiempos el hortera radical, que lo mismo te cuenta cómo se tiró a dos masajistas en un viaje carísimo a Tailandia, que se te presenta con un ordenador portátil de última generación para enseñarte una docena de fotos del apartamento que mercó en Calpe el verano pasado.
Por otro lado, conservamos ese gen cazurro que, pase lo que pase, no se evaporará en siglos. Es la condición cazurra y profundamente mezquina la que nos llena de orgullo cuando conseguimos algo por la cara, cuando timamos a alguien o nos aprovechamos del error o la inadvertencia del prójimo. ¿Cuántas veces hemos escuchado a ese conocido, cretino y con buen sueldo, comentar feliz que el camarero del restaurante se equivocó al hacer la cuenta o al dar la vuelta y le hizo ahorrarse quince o veinte euros? ¿Y ese amigo que presume de pudiente y que cuando oye que la próxima ronda la pagas tú se corrige y en lugar de un vino peleón se pide uno con denominación de origen y un pincho? ¿Y ese otro que, cuando entre amigos se hace fondo, se apunta a las copas más caras, que él solo nunca se pagaría, nada más que para llevarse la parte más gruesa del dinero común? No lo hacen con mala conciencia, sino con íntimo orgullo, convencidos de que así pasan por más listos, por mejor adaptados a los usos de los cresos y más preparados para las peripecias de la vida moderna. Son una mierda de gente y por lo general pasan hambre, aunque vistan de seda.
Llevamos aún mal afeitado el pelo de la dehesa y las colonias caras no nos tapan todavía los resabios del potaje de berzas en aguachirle. Bajo los zapatos italianos los calcetines tienen unos tomates por los que asoma el dedo gordo, la lencería sofisticada no va asociada con el gusto por la bañera o el bidé. A los placeres del espíritu, al goce sosegado de lo que requiera concentración, calma y el poso de una vida amable no llegaremos la mayoría de los de mi generación, y es de temer que tampoco alcancen los de las inmediatamente siguientes. Lo que nos va es fardar de cómo se la pegamos al banco para hacernos la tercera hipoteca o de cómo le endilgamos el Mercedes viejo a un parroquiano que andaba mal de la vista. Los buenos caldos los disfrutamos más si nos rascamos las partes o hablamos de putas mientras nos los echamos al gaznate. En la boca del cerdo, la miel es indigesto engrudo.
Es curiosa la zafiedad creciente, llama la atención que, en este tiempo de fingido homenaje a tradiciones y usos de antaño, se estén perdiendo en realidad las maneras de la urbanidad antigua. En mi pueblo la pobreza era notable y las maneras poco refinadas para el gusto burgués, pero al tiempo de socorrer al que tenía una desgracia la solidaridad surgía espontáneamente y a la hora de celebrar fiestas o buenos acontecimientos la generosidad se hacía desbordante. Mi padre y los de su generación jamás dejaban un bar si habían pagado una ronda menos que cualquiera de los amigos y conocidos presentes. Como ahora, oiga, y como en León. Ese mismo cabrón que te está aturrando con la narración de su viaje de un mes a las Bahamas o enseñándote las corbatas de seda que se compró el mes pasado en Nueva York, va a fingir una nueva cistitis cada vez que toque cambiar de barra y sea momento de pagar lo consumido. Y luego, ante el vermut siguiente, te explica que acaba de despedir a su asistenta porque la pilló bebiendo un vaso de leche sin pedir permiso y que la gente tiene mucha cara y que ya no hay modales. La madre que lo parió. Dígame usted la verdad, querido amigo, ¿cuántos ejemplares de ese calibre conoce? Yo un buen puñado, se lo aseguro.
Y qué me dicen de ese elemento que un día sí y otro también sale contigo y con toda la pandilla pero que sólo lleva cinco euros en el bolsillo y, al ponerlos sobre la barra de sexto pub de esa noche, te cuenta que vaya por Dios y que otro día acudirá con más dinero y que segurísimo que él te invita y que si no te importa y tal, porque tarjetas tampoco lleva y, además, acaba de comprarse un monovolumen con asientos de cuero y anda jodido de pasta. Tipo coherente y sincero: si se gasta todo en darse gusto a sí mismo, pero no quiere dejar de alternar y tomar copas con los amigos, cómo no van a tener éstos que invitarlo, vamos a ver. De cajón.
Es la gente a la que más le gusta piratear películas. No hablamos de la vieja y clásica figura del avaro, sino del egoísta malicioso que disfruta dando el palo y sintiéndose más listo cuanto menos paga por lo que tiene precio y más engaña al que lo vende. Habrá de todo, lo sé. Pero apuesto a que a la mayoría de los piratas ni le llama la atención el cine ni entiende de películas ni sabe distinguir a John Huston de José Luis Sáenz de Heredia. Por eso tampoco les importa que la película que bajan esté filmada con mano temblorosa en un cine, que le falte un trozo o que el doblaje vaya a su aire. Lo que les pone es que la han “bajado” y que son unos hachas de la nueva economía global. Con boina y todo. Toda la vida soñando con robar y mira, mismamente desde casa se puede y fíjate cómo se indigna la industria del ramo. Luego te explican que ya no van nunca al cine porque para qué. Les parece exactamente igual ver esa copia tartamuda en su televisor que estar en una buena sala ante una pantalla cinematográfica de verdad. Son los mismos que durante la carrera -porque tienen carrera, no se crea usted que hablamos de personal humilde- preferían la fotocopia al libro, aunque el ahorro no fuera más que de un par de eurillos, o que compran los libros por metros de estantería de su salón y que los querrían mejor sólo con el lomo de falsa piel y sin letra dentro.
Con esto no pretendo pronunciarme sobre los intrincados problemas morales y jurídicos de la propiedad intelectual ni dar la razón o quitarla a nadie en los debates sobre el negocio audiovisual. Sólo digo que lo de aquí es idiosincrásico y que entre nosotros es bobada vender o exhibir cualquier arte que pueda falsificarse o mezclarse con gaseosa.
Ya sé que duele, pero así somos. Poco más o menos y por término medio.
No creo que sea por razones económicas. Somos un país que en los últimos años, y al menos hasta que llegó la crisis, se ha acostumbrado a gastarse buenos dineros en lujos que antes ni soñábamos: vinos caros, restaurantes con estrellas, viajes exóticos, vestuario de marca pija, silicona de la buena en los pechos... Pero, como el cambio económico ha sido súbito y las viejas mentalidades no mutan a ese ritmo, esos hábitos de nuevo rico han ido unidos a dos notas disonantes. Por un lado, preferimos emplear el dinero en cosas que se noten y que nos den prestigio social inmediato. De ahí que abunde tanto en estos tiempos el hortera radical, que lo mismo te cuenta cómo se tiró a dos masajistas en un viaje carísimo a Tailandia, que se te presenta con un ordenador portátil de última generación para enseñarte una docena de fotos del apartamento que mercó en Calpe el verano pasado.
Por otro lado, conservamos ese gen cazurro que, pase lo que pase, no se evaporará en siglos. Es la condición cazurra y profundamente mezquina la que nos llena de orgullo cuando conseguimos algo por la cara, cuando timamos a alguien o nos aprovechamos del error o la inadvertencia del prójimo. ¿Cuántas veces hemos escuchado a ese conocido, cretino y con buen sueldo, comentar feliz que el camarero del restaurante se equivocó al hacer la cuenta o al dar la vuelta y le hizo ahorrarse quince o veinte euros? ¿Y ese amigo que presume de pudiente y que cuando oye que la próxima ronda la pagas tú se corrige y en lugar de un vino peleón se pide uno con denominación de origen y un pincho? ¿Y ese otro que, cuando entre amigos se hace fondo, se apunta a las copas más caras, que él solo nunca se pagaría, nada más que para llevarse la parte más gruesa del dinero común? No lo hacen con mala conciencia, sino con íntimo orgullo, convencidos de que así pasan por más listos, por mejor adaptados a los usos de los cresos y más preparados para las peripecias de la vida moderna. Son una mierda de gente y por lo general pasan hambre, aunque vistan de seda.
Llevamos aún mal afeitado el pelo de la dehesa y las colonias caras no nos tapan todavía los resabios del potaje de berzas en aguachirle. Bajo los zapatos italianos los calcetines tienen unos tomates por los que asoma el dedo gordo, la lencería sofisticada no va asociada con el gusto por la bañera o el bidé. A los placeres del espíritu, al goce sosegado de lo que requiera concentración, calma y el poso de una vida amable no llegaremos la mayoría de los de mi generación, y es de temer que tampoco alcancen los de las inmediatamente siguientes. Lo que nos va es fardar de cómo se la pegamos al banco para hacernos la tercera hipoteca o de cómo le endilgamos el Mercedes viejo a un parroquiano que andaba mal de la vista. Los buenos caldos los disfrutamos más si nos rascamos las partes o hablamos de putas mientras nos los echamos al gaznate. En la boca del cerdo, la miel es indigesto engrudo.
Es curiosa la zafiedad creciente, llama la atención que, en este tiempo de fingido homenaje a tradiciones y usos de antaño, se estén perdiendo en realidad las maneras de la urbanidad antigua. En mi pueblo la pobreza era notable y las maneras poco refinadas para el gusto burgués, pero al tiempo de socorrer al que tenía una desgracia la solidaridad surgía espontáneamente y a la hora de celebrar fiestas o buenos acontecimientos la generosidad se hacía desbordante. Mi padre y los de su generación jamás dejaban un bar si habían pagado una ronda menos que cualquiera de los amigos y conocidos presentes. Como ahora, oiga, y como en León. Ese mismo cabrón que te está aturrando con la narración de su viaje de un mes a las Bahamas o enseñándote las corbatas de seda que se compró el mes pasado en Nueva York, va a fingir una nueva cistitis cada vez que toque cambiar de barra y sea momento de pagar lo consumido. Y luego, ante el vermut siguiente, te explica que acaba de despedir a su asistenta porque la pilló bebiendo un vaso de leche sin pedir permiso y que la gente tiene mucha cara y que ya no hay modales. La madre que lo parió. Dígame usted la verdad, querido amigo, ¿cuántos ejemplares de ese calibre conoce? Yo un buen puñado, se lo aseguro.
Y qué me dicen de ese elemento que un día sí y otro también sale contigo y con toda la pandilla pero que sólo lleva cinco euros en el bolsillo y, al ponerlos sobre la barra de sexto pub de esa noche, te cuenta que vaya por Dios y que otro día acudirá con más dinero y que segurísimo que él te invita y que si no te importa y tal, porque tarjetas tampoco lleva y, además, acaba de comprarse un monovolumen con asientos de cuero y anda jodido de pasta. Tipo coherente y sincero: si se gasta todo en darse gusto a sí mismo, pero no quiere dejar de alternar y tomar copas con los amigos, cómo no van a tener éstos que invitarlo, vamos a ver. De cajón.
Es la gente a la que más le gusta piratear películas. No hablamos de la vieja y clásica figura del avaro, sino del egoísta malicioso que disfruta dando el palo y sintiéndose más listo cuanto menos paga por lo que tiene precio y más engaña al que lo vende. Habrá de todo, lo sé. Pero apuesto a que a la mayoría de los piratas ni le llama la atención el cine ni entiende de películas ni sabe distinguir a John Huston de José Luis Sáenz de Heredia. Por eso tampoco les importa que la película que bajan esté filmada con mano temblorosa en un cine, que le falte un trozo o que el doblaje vaya a su aire. Lo que les pone es que la han “bajado” y que son unos hachas de la nueva economía global. Con boina y todo. Toda la vida soñando con robar y mira, mismamente desde casa se puede y fíjate cómo se indigna la industria del ramo. Luego te explican que ya no van nunca al cine porque para qué. Les parece exactamente igual ver esa copia tartamuda en su televisor que estar en una buena sala ante una pantalla cinematográfica de verdad. Son los mismos que durante la carrera -porque tienen carrera, no se crea usted que hablamos de personal humilde- preferían la fotocopia al libro, aunque el ahorro no fuera más que de un par de eurillos, o que compran los libros por metros de estantería de su salón y que los querrían mejor sólo con el lomo de falsa piel y sin letra dentro.
Con esto no pretendo pronunciarme sobre los intrincados problemas morales y jurídicos de la propiedad intelectual ni dar la razón o quitarla a nadie en los debates sobre el negocio audiovisual. Sólo digo que lo de aquí es idiosincrásico y que entre nosotros es bobada vender o exhibir cualquier arte que pueda falsificarse o mezclarse con gaseosa.
Ya sé que duele, pero así somos. Poco más o menos y por término medio.
Hoy hace unos cuantos años en ESPAÑA se rindieron los comunistas a los que ganaron la guerra. Olé mis reaccionarios cojones.
ResponderEliminarHoy El Mundo en su Editorial incide en lo que tantas veces he hablado yo y que ahora se ve forzado a recoger un medio de masas. Que los ricos ya ponen hasta cara rara a los pobres, los funcionarios tomando cañitas y los demás a verles. O reparten o les hacemos repartir, no hay otra.
Quien racanea cuando no es apropiado también lo hará cuando sí lo es.
ResponderEliminarVale.
Cazurro, o más bien cutre, rácano?
ResponderEliminarSalud,
Independientemente de la interesante reflexión moral, hablo de la noticia:
ResponderEliminarERA UN GLOBO-SONDA.
El País, el medio que lo soltó, lo reconoce ahora... como si no hubiesen tenido culpa en ello:
http://tinyurl.com/Globosonda1
Pero fíjense las BARBARIDADES que llegaba a decir El País en su portada del día anterior: http://tinyurl.com/EnPrisaFumanCrack
(Portada, esquina inferior derecha): "La piratería en nuestro país figura como la mayor preocupación de la Administración de Obama".
¡Y eso pasó el Consejo de Redacción!
¿Les engañaron a los pobrecitos de El País y les hicieron creer que eso era verdad?
No hombre no, la piratería no es racanismo ninguno, es una forma de rebelión ante los tan abusivos precios de la industria.
ResponderEliminar"Es que yo no pago todo ese dinero por un disco/peli/programa". Y se quedan tan anchos. Y lo mejor, el que no piratea es tonto, así de simple. ¿Que no has pirateado tu 360/PS3/Wii?¡Pues qué tonto eres! ¿Que te has comprado esa peli?¡Haberme dicho que yo la tengo grabada y te hacía una copia!
No sé, pero hace años los precios de los discos y películas sí que eran más abusibos (o eso creo yo recordar) y ahora tampoco te cuestan más que un libro.
Eso sí, en un aparte, las pelis españolas bien que las podrían regalar aquí, que para algo les pagamos con los impuestos todos los costes. A mí ni regaladas me las hacían ver, pero hay gustos para todos.