Acabo de leer, con mayúscula sorpresa, que existen especialistas en incendios subterráneos. Cómo hemos podido tantos aguantar sin consultarlos. Quién sabe qué habría sido de nuestra vida si muchas veces les hubiéramos pedido una cita, si nos hubieran dado su consejo para evitar quemazones y brasas, íntimas fumarolas, chispazos que prendieron para quedarse y que nos fueron desgastando hasta dejarnos así como estamos, armazón desnudo, puro hueso, nostálgico rescoldo.
Puede que con la ayuda de expertos tales nos hubiésemos labrado una vida convencional, ignífuga, llevada con la lentitud de los bueyes, que diría aquel poeta, comida en frío, regada siempre por la prudencia y el contar hasta cien una y mil veces, como un castigo preventivo. Pero no, nos enteramos ahora, cuando ya no hay traje de amianto moral que pueda protegernos porque la carne se hizo yesca de tanto arriesgarse, porque en el arrebato tuvimos combustible y cualquier belleza ajena o cualquier pasión de otros o el más mínimo resquicio de vida circundante nos ponía la llama y ardíamos y quemábamos y ahora es tarde para decirse, engañándose, que pasó la vida como un río y esculpió cañones hermosos en la roca o pulió un destino rodado como canto. No, queda únicamente lo que queda cuando todo ha ardido y se han marchado los pájaros y las plantas expiraron y las piedras no pueden todavía tocarse, tan ardientes.
Ya no tiene qué hacer aquí ese bombero subterráneo, psicoanalista de fuegos fatuos, porque por dentro no podemos apagarnos a estas alturas y lo que se ve por fuera todavía puede derrumbarse con el toque más leve y volverse cenizas que el viento extiende como polen y que han de germinar en incendios nuevos y quién saber si hasta ajenos. Que no se nos acerque quien viene a apagarnos, que busque entre los justos y los píos y los nada más que tibios y los timoratos y los leves, donde no ha de faltarle tajo; porque a nosotros, perdidos, aún nos sobrevuela una ansiedad en llama y aún hemos de arrasar con tanta vida que nos escuece y que nos desorienta como el humo. Y luego, al fin, que quemen nuestros restos para que nadie diga.
Puede que con la ayuda de expertos tales nos hubiésemos labrado una vida convencional, ignífuga, llevada con la lentitud de los bueyes, que diría aquel poeta, comida en frío, regada siempre por la prudencia y el contar hasta cien una y mil veces, como un castigo preventivo. Pero no, nos enteramos ahora, cuando ya no hay traje de amianto moral que pueda protegernos porque la carne se hizo yesca de tanto arriesgarse, porque en el arrebato tuvimos combustible y cualquier belleza ajena o cualquier pasión de otros o el más mínimo resquicio de vida circundante nos ponía la llama y ardíamos y quemábamos y ahora es tarde para decirse, engañándose, que pasó la vida como un río y esculpió cañones hermosos en la roca o pulió un destino rodado como canto. No, queda únicamente lo que queda cuando todo ha ardido y se han marchado los pájaros y las plantas expiraron y las piedras no pueden todavía tocarse, tan ardientes.
Ya no tiene qué hacer aquí ese bombero subterráneo, psicoanalista de fuegos fatuos, porque por dentro no podemos apagarnos a estas alturas y lo que se ve por fuera todavía puede derrumbarse con el toque más leve y volverse cenizas que el viento extiende como polen y que han de germinar en incendios nuevos y quién saber si hasta ajenos. Que no se nos acerque quien viene a apagarnos, que busque entre los justos y los píos y los nada más que tibios y los timoratos y los leves, donde no ha de faltarle tajo; porque a nosotros, perdidos, aún nos sobrevuela una ansiedad en llama y aún hemos de arrasar con tanta vida que nos escuece y que nos desorienta como el humo. Y luego, al fin, que quemen nuestros restos para que nadie diga.
Estupenda entrada y magnífica prosa. Celebro que las vacaciones le hayan sentado tan bien.
ResponderEliminarSaludos.