Volvamos sobre una cuestión que ya salió aquí días atrás y que dio pie a algún conato de debate rico. Es el tema de si cabría que los estudiantes que en las universidades no reciben los servicios por los que pagan y que justifican tales instituciones tuvieran o usaran vías para reclamar compensación por los daños y perjuicios que se les causan. Pero no es sólo ese tema.
El estudiante universitario abona un dinero por un servicio que la Administración pública le presta, concretamente una universidad. Cuando la universidad es pública esa cantidad se paga en concepto de tasa. Tasa es también, por ejemplo y si no yerro –nunca anduve yo muy ducho en estas materias fiscales y financieras, pues tuve en tiempos un profesor que…; bueno, dejemos eso y no nos vayamos por los cerros de Oviedo-, lo que yo abono por el servicio de recogida de basura que mi ayuntamiento me presta. Si la universidad es privada, se paga por un servicio el precio que estipule la correspondiente empresa. Lo mismo que cuando vas a la peluquería a ponerte unas mechas o a la casa aquella a lo del masaje tailandés. Dicho sea sin ánimo de comparar las universidades privadas con los/as pobres masajistas de Tailandia.
Aquí sólo voy a referir el asunto a las universidades públicas, pues sería muy prolijo ponerse a discernir si en las otras se paga por un servicio –la enseñanza, la formación que corresponda a los estándares de la titulación que sea- o si nada más que se compra el título. Si se tratara de esto último, sería el mundo al revés, pues un titulejo no pasa de ser un papel con unos sellos estampados, mientras que enseñar en condiciones un montón de materias requiere buenos profesores y adecuados medios; y lo bonito del caso es que los que venden títulos –si es el caso- cobran más que los que enseñan. Pero en fin, aplacemos esta discusión hasta que se nos suba a las barbas alguno de la privada y entonces aprovecharemos para arrastrar y cantar cuarenta en bastos. Por de pronto, conste que no excluyo ni que haya alguna privada con calidad ni algún profesor excelente que está ahí por sus buenas razones. También María Magdalena había pasado por lo que había pasado y luego mira.
Las tasas que apoquina el estudiante de la universidad pública –generalmente los papás, cuando hablamos de España; en otros países no es así porque es menos básica esa célula de la sociedad, la sacrosanta familia en la que todos los atracos se disfrazan de amor total- no cubren nada más que una parte exigua de lo que cuesta un estudiante por curso. El resto lo pone el erario público; o sea usted y el otro, aunque no tengan descendencia o no hayan podido estudiar carrera. De esto hablaremos más adelante, pero ahora baste señalar que, con todo y con eso, no deja de ser un desembolso relevante la tasa de marras.
Pongamos un estudiante honesto al que le financia la carrera una familia esforzada que se lo tiene que quitar de vacaciones y mariscos gallegos. El compromiso que la institución adquiere, a cambio, es doble, como mínimo. Por un lado, el de que la enseñanza se aplique conforme a ciertas pautas y que case con unos estándares mínimos de calidad, con un promedio cualitativo aceptable. Con lo primero nos referimos a que hay unos profesores que están obligados a impartir unas clases, a cumplir unas tutorías, a calificar con objetividad, a cumplimentar algunos trámites burocráticos en pro de la eficiencia, etc. Con lo segundo aludimos a que las explicaciones de ese profesorado han de ser dignas, lo bastante informadas y apropiadas para aportar una formación seria en la disciplina de que se trate.
Por otro lado, y de resultas de lo anterior, la institución está asumiendo que su tarea y su razón de ser es que sus titulados salgan convertidos en unos profesionales con una mínima solvencia, que esos títulos tengan un valor en la sociedad y en el mercado por ir asociados a una bien fundada presunción de que ni tocan en una tómbola ni se compran con malas artes ni se regalan a tontas y a locas ni se prostituyen para que a políticos y meretrices pedabóbicas les cuadren las estadísticas y les queden monas las tablas o los tablones.
Si todo eso no está muy descaminado, ya tenemos el marco para nuestro análisis. La pregunta capital es ésta: ¿qué ocurre, en términos de derechos del estudiantes y de vías para hacerlos efectivos, si en varios o muchos de esos aspectos una universidad desatiende sus obligaciones y compromisos? No hace falta ponerse muy imaginativos ni pergeñar hipótesis de escuela, basta mirar alrededor o recordar cosas que uno ha visto. Que sucede, pues, si resulta que un estudiante medianamente capaz y que pone de su parte lo que de él se espera se encuentra con que:
a) Una o varias asignaturas de su carrera fueron explicadas por un profesor que era un perfecto zoquete, que nada sabía de esos temas y/o no tenía tampoco ningún interés en aprender de ellos y transmitir lo aprendido; que pasaba las horas comentando el partido del Betis o del Madrid, que narraba su última excursión a Guadalajara o que ponía a los alumnos a hacer como que debatían entre ellos sobre la más pintoresca pendejada.
b) Una o varias asignaturas fueron impartidas por docentes que “piraban” buena parte de los días en que tocaba explicar, con disculpa o sin ella, y sin ser sustituidos; y si, además, no estaban a la hora de las tutorías marcadas, no atendían preguntas y consultas, no calificaban a tiempo y en la debida forma…
c) Entre pitos y flautas y pitorreos y flautistas, casi todos los que comenzaron la carrera a la vez que nuestro voluntarioso y meritorio estudiante la terminaron al mismo tiempo que él, unos sabiendo algo y otros sin tener ni puñetera idea de nada, unos examinándose en serio y otros porque eran primos del cuñado del tío del que se la …. al catedrático, etc., etc.; con lo que tenemos que ese título no vale un pimiento, irá perdiendo todo prestigio, su obtención será puro rito de paso para ponerse a competir en serio en otras partes donde, a lo mejor, no se juega limpio o se pugna con maneras todavía más sucias.
Si usted es el estudiante de nuestro ejemplo que se ha visto en esas, ¿qué puede hacer? ¿Ajo y agua? A día de hoy así es, pero ha de resultarnos intolerable. Hoy nos mandarían a reclamar al maestro armero. Pero, ¿no dice la normativa administrativa que la Administración responde por los daños que al ciudadano le cause el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y que dicho ciudadano no esté obligado a soportar? Usted acude a que le quiten un grano de la cara en la Seguridad Social, le falla el pulso o vaya a saber qué a cirujano, le dejan una marquita de nada a modo de cicatriz y puede sacarse un puñadete de euros como indemnización y hasta por la parte del daño moral de verse ahora más feo aún que antes. Pero si usted se apunta a un máster sobre inseminación de rumiantes, previo pago, y el profesor de tal o cual materia se pasa las tardes contando chistes malos o rascándose las criadillas, ¿por qué no puede usted solicitar compensación por lo que tenía derecho a saber y no le enseñaron, por la vergüenza ajena padecida y porque sufre al verse tan tonto como antes de acudir a ese prodigio de posgrado?
El estudiante universitario abona un dinero por un servicio que la Administración pública le presta, concretamente una universidad. Cuando la universidad es pública esa cantidad se paga en concepto de tasa. Tasa es también, por ejemplo y si no yerro –nunca anduve yo muy ducho en estas materias fiscales y financieras, pues tuve en tiempos un profesor que…; bueno, dejemos eso y no nos vayamos por los cerros de Oviedo-, lo que yo abono por el servicio de recogida de basura que mi ayuntamiento me presta. Si la universidad es privada, se paga por un servicio el precio que estipule la correspondiente empresa. Lo mismo que cuando vas a la peluquería a ponerte unas mechas o a la casa aquella a lo del masaje tailandés. Dicho sea sin ánimo de comparar las universidades privadas con los/as pobres masajistas de Tailandia.
Aquí sólo voy a referir el asunto a las universidades públicas, pues sería muy prolijo ponerse a discernir si en las otras se paga por un servicio –la enseñanza, la formación que corresponda a los estándares de la titulación que sea- o si nada más que se compra el título. Si se tratara de esto último, sería el mundo al revés, pues un titulejo no pasa de ser un papel con unos sellos estampados, mientras que enseñar en condiciones un montón de materias requiere buenos profesores y adecuados medios; y lo bonito del caso es que los que venden títulos –si es el caso- cobran más que los que enseñan. Pero en fin, aplacemos esta discusión hasta que se nos suba a las barbas alguno de la privada y entonces aprovecharemos para arrastrar y cantar cuarenta en bastos. Por de pronto, conste que no excluyo ni que haya alguna privada con calidad ni algún profesor excelente que está ahí por sus buenas razones. También María Magdalena había pasado por lo que había pasado y luego mira.
Las tasas que apoquina el estudiante de la universidad pública –generalmente los papás, cuando hablamos de España; en otros países no es así porque es menos básica esa célula de la sociedad, la sacrosanta familia en la que todos los atracos se disfrazan de amor total- no cubren nada más que una parte exigua de lo que cuesta un estudiante por curso. El resto lo pone el erario público; o sea usted y el otro, aunque no tengan descendencia o no hayan podido estudiar carrera. De esto hablaremos más adelante, pero ahora baste señalar que, con todo y con eso, no deja de ser un desembolso relevante la tasa de marras.
Pongamos un estudiante honesto al que le financia la carrera una familia esforzada que se lo tiene que quitar de vacaciones y mariscos gallegos. El compromiso que la institución adquiere, a cambio, es doble, como mínimo. Por un lado, el de que la enseñanza se aplique conforme a ciertas pautas y que case con unos estándares mínimos de calidad, con un promedio cualitativo aceptable. Con lo primero nos referimos a que hay unos profesores que están obligados a impartir unas clases, a cumplir unas tutorías, a calificar con objetividad, a cumplimentar algunos trámites burocráticos en pro de la eficiencia, etc. Con lo segundo aludimos a que las explicaciones de ese profesorado han de ser dignas, lo bastante informadas y apropiadas para aportar una formación seria en la disciplina de que se trate.
Por otro lado, y de resultas de lo anterior, la institución está asumiendo que su tarea y su razón de ser es que sus titulados salgan convertidos en unos profesionales con una mínima solvencia, que esos títulos tengan un valor en la sociedad y en el mercado por ir asociados a una bien fundada presunción de que ni tocan en una tómbola ni se compran con malas artes ni se regalan a tontas y a locas ni se prostituyen para que a políticos y meretrices pedabóbicas les cuadren las estadísticas y les queden monas las tablas o los tablones.
Si todo eso no está muy descaminado, ya tenemos el marco para nuestro análisis. La pregunta capital es ésta: ¿qué ocurre, en términos de derechos del estudiantes y de vías para hacerlos efectivos, si en varios o muchos de esos aspectos una universidad desatiende sus obligaciones y compromisos? No hace falta ponerse muy imaginativos ni pergeñar hipótesis de escuela, basta mirar alrededor o recordar cosas que uno ha visto. Que sucede, pues, si resulta que un estudiante medianamente capaz y que pone de su parte lo que de él se espera se encuentra con que:
a) Una o varias asignaturas de su carrera fueron explicadas por un profesor que era un perfecto zoquete, que nada sabía de esos temas y/o no tenía tampoco ningún interés en aprender de ellos y transmitir lo aprendido; que pasaba las horas comentando el partido del Betis o del Madrid, que narraba su última excursión a Guadalajara o que ponía a los alumnos a hacer como que debatían entre ellos sobre la más pintoresca pendejada.
b) Una o varias asignaturas fueron impartidas por docentes que “piraban” buena parte de los días en que tocaba explicar, con disculpa o sin ella, y sin ser sustituidos; y si, además, no estaban a la hora de las tutorías marcadas, no atendían preguntas y consultas, no calificaban a tiempo y en la debida forma…
c) Entre pitos y flautas y pitorreos y flautistas, casi todos los que comenzaron la carrera a la vez que nuestro voluntarioso y meritorio estudiante la terminaron al mismo tiempo que él, unos sabiendo algo y otros sin tener ni puñetera idea de nada, unos examinándose en serio y otros porque eran primos del cuñado del tío del que se la …. al catedrático, etc., etc.; con lo que tenemos que ese título no vale un pimiento, irá perdiendo todo prestigio, su obtención será puro rito de paso para ponerse a competir en serio en otras partes donde, a lo mejor, no se juega limpio o se pugna con maneras todavía más sucias.
Si usted es el estudiante de nuestro ejemplo que se ha visto en esas, ¿qué puede hacer? ¿Ajo y agua? A día de hoy así es, pero ha de resultarnos intolerable. Hoy nos mandarían a reclamar al maestro armero. Pero, ¿no dice la normativa administrativa que la Administración responde por los daños que al ciudadano le cause el funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y que dicho ciudadano no esté obligado a soportar? Usted acude a que le quiten un grano de la cara en la Seguridad Social, le falla el pulso o vaya a saber qué a cirujano, le dejan una marquita de nada a modo de cicatriz y puede sacarse un puñadete de euros como indemnización y hasta por la parte del daño moral de verse ahora más feo aún que antes. Pero si usted se apunta a un máster sobre inseminación de rumiantes, previo pago, y el profesor de tal o cual materia se pasa las tardes contando chistes malos o rascándose las criadillas, ¿por qué no puede usted solicitar compensación por lo que tenía derecho a saber y no le enseñaron, por la vergüenza ajena padecida y porque sufre al verse tan tonto como antes de acudir a ese prodigio de posgrado?
Si usted iba para un viaje de negocios o una boda y una huelga salvaje de controladores o una mala gestión de las pistas de despegue hacen que no llegue a tiempo a su destino y para su cometido, podrá reclamarle a AENA una compensación que cubra íntegramente los perjuicios, daños morales incluidos. Pero si a donde acude usted es a clase todos los días durante unos cuantos meses, para aprender lo básico de Derecho aeronáutico –pongamos- y el titular de la materia es un cantamañanas que no sabe qué normas están derogadas y cuáles vigentes, que no explica ni dos temas decentemente y que luego regala aprobado general, ¿por qué no ha de tener usted dónde y cómo hacer valer que ha sido víctima poco menos que de una estafa, con un autor principal, varios cómplices –los del Departamento que asignaron la docencia a semejante zote- y algún que otro cooperador necesario –quienes acreditaron al figura o le dieron los votos en la habilitación o en la antigua oposición nada más que porque era de los nuestros y fíjate qué culete-.
Se me dirá, y es cierto, que lo difícil está en fijar los estándares apropiados, saber qué y cómo se ha de enseñar en cada título y asignatura. De acuerdo, pero ni tomemos la parte por el todo ni confundamos churras con merinas. Algunos incumplimientos son palmarios y no necesitan más medida o cálculo que su simple prueba. Si día tras día y mes tras mes un profesor no aparece en su despacho en horario de tutorías o si “se fuma” la cuarta parte de las horas de docencia que tiene asignadas, nos hallaremos ante hechos que se pueden probar y que deberían tener dos tipos de consecuencias: sancionadoras para dicho profesor, pues no sé por qué la exigencia de horarios y tareas ha de ser con él menos estricta que para un guardia municipal o un auxiliar administrativo de Hacienda, e indemnizatorias para los estudiantes que sean capaces de hacer valer algún daño o perjuicio por esos incumplimientos, lo cual tampoco parece tan difícil ni rebuscado.
Más complicado, ciertamente, es evaluar incumplimientos y daños por razón de la baja calidad del profesorado y el ridículo nivel de alguna docencia. Pero bastaría con apretar las tuercas nada más que en los casos extremos, concentrar el fuego en de aquellos docentes de los que sabe todo el mundo que han perdido el seso o que son unos perfectos sinvergüenzas. Sólo esos casos bastarían para hacer unos escarmientos en cabeza ajena y, sobre todo, en cabeza de la institución.
Yo, en tiempos, cursé una asignatura que tenía que ver con determinado tipo de normas jurídicas y con ciertas operaciones jurídico-económicas y les aseguro, empeñando mi más sagrada palabra, que en todo un curso de ocho o nueve meses no vi ni vimos una sola norma de aquellas ni hicimos un ejercicio, pues el profesor un día nos hablaba de las Cortes de Cádiz, otro de las costumbres alimenticias de los pueblos de pescadores y otro de los problemas laborales en los astilleros canadienses. Era un erudito, lo era, un hombre muy leído. Y qué. Es como si viene Jessica Alba y enseña el busto en lugar de explicar Derecho del Trabajo. ¿Porque lo tenga bonito vamos a decir que no hace falta que se refiera a la normativa laboral?
Para mí y para mis compañeros la consecuencia fue impepinable: nada aprendimos de tan importante materia y ninguno llevó por ahí sus opciones profesionales al acabar la carrera. Fuimos defraudados, se nos birló nuestro derecho, nos tomaron el pelo. Y casos como esos sigue habiendo bastantes. ¿No debería responder cada universidad en esas ocasiones? Sería mano de santo para acabar en cuatro días con algunos mamoneos y con la mala costumbre de poner a los peores a dar las clases. Se dice que es que no valen para otra cosa; pues por eso, a la puta calle y, si no, a pagar a los perjudicados.
Desde luego, no es que si un titulado no encuentra un buen trabajo haya de poder pedir cuentas a la universidad que lo formó. Pero, en un terreno que ya no es el de la responsabilidad por daño, sí encontramos ahí, bien a mano, un criterio muy válido para clasificar las universidades por razón de excelencia y premiarlas o castigarlas con más dineros o menos. Sólo hace falta acumular datos serios y fiables sobre el éxito profesional de los titulados de cada una en periodos de tiempo razonables. Si los titulados en Derecho por la universidad X tienen éxito de un 35% en las oposiciones jurídicas más exigentes o de más alto prestigio y de los titulados en la universidad Y sólo de un 5%, la primera es de más calidad que la segunda. Y punto. Que una tenga disponga de más ordenadores por alumno y más metros de césped con geranios es gilipollez completamente irrelevante entre gente seria.
También intuyo otra réplica posible: que existen y deben aplicarse otros mecanismos puramente internos, mecanismos disciplinarios, por ejemplo. Que si empieza la danza de las reclamaciones por daños, nos metemos en un berenjenal del que nadie sabe cómo saldremos. Pero creo que es exactamente al revés como se han de plantear las cosas. En la actualidad los cauces para la reclamación seria de rendimiento están completamente bloqueados. Y lo están en un doble sentido: jurídico y corporativo, si así se puede decir. Jurídicamente, porque todo el mundo depende de todo el mundo y todos andamos a la que salta. Nadie denuncia las ilegalides de nadie porque la consigna es vive, deja vivir y aprovéchate tú también, tontín. La producción desaforada de reglamentos es directamente proporcional al propósito descarado de incumplirlos. Es tinta de calamar, apariencia legalística que encubre mafiosos apaños.
Y corporativamente porque se ha perdido por completo todo sentido del honor profesional o de la dignidad del oficio, si es que alguna vez existieron. La universidad se ha llenado de truhanes iletrados que han visto el chollo y que imponen a sangre y fuego el principio de que todo el mundo es bueno y que nadie se meta con nadie y todos a hacer las mismas chorradas infamantes. Los más aviesos y caraduras circulan por pasillos y reuniones con la cabeza altísima, el gesto orgulloso y la actitud del fanfarrón aldeano dispuesto a retar a duelo en el corral al cumplidor que se queje de que Fulano sólo explica una cuarta parte del temario o de que Mengano dice dos meses antes del fin de curso que ya terminó el suyo y que ya no le queda más que enseñar de la asignatura y que para casa todos ya. Conozco casos a día de hoy, no son supuestos inventados.
Todos esos cuentos se irán acabando desde el primer día que la universidad pierda un buen pleito con un alumno que socita reparación porque le engañó ese profesor que le dijo que el Código Civil sólo son estos diez artículos que les expliqué la semana pasada y ahora vacaciones, o porque viajó veinte veces desde su pueblo para ver al docente en horas de consulta de alumnos y jamás dio con él, pues se ha mudado a Segovia y viene nada más que dos días al mes, en los que concentra sus diez horas de trabajo mensual, o porque hubo un aprobado general en tal asignatura y no se hace justicia al esfuerzo individual de cada alumno.
Todo se andará y la crisis también nos ayudará para esto. Hasta hoy cada fechoría se tapaba con aprobados abundantes y los estudiantes tragaban porque pensaban que, sepas mucho o poco, te colocarás en algo y, además, no es tan alto el coste de la matrícula. Subirán esas tasas, aumentará el paro entre los titulados, tomarán conciencia de que les están dando gato por liebre, caerán en la cuenta de que muchos de los que como funcionarios les explican complicadas asignaturas ni saben ni lo pretenden. Arderá Troya. O debería empezar ya a oler a humo. Y tendrían los estudiantes que aprender a usar las armas del Derecho y sus juicios. Porque materia hay, eso seguro.
Ah, por último y porque no se me puede olvidar. Cuestan caras al conbribuyente las plazas estudiantiles en universidades públicas. Así que también al alumno hay que exigirle con seriedad, precisamente por respeto al contribuyente que le pone el pupitre y los aparatos del laboratorio. Pero para eso no hace falta meterse en pleitos ni consultar muchos códigos. Basta recuperar la vieja decencia en la docencia y suspender al que no dé palo al agua o esté como un burro sin remisión posible. Todo lo cual es verdad que no se hará mientas no arrojemos al pilón a unas docenas de pedagogos pijoprogres y tarados. Así que manos a la obra. A la de tres…
Se me dirá, y es cierto, que lo difícil está en fijar los estándares apropiados, saber qué y cómo se ha de enseñar en cada título y asignatura. De acuerdo, pero ni tomemos la parte por el todo ni confundamos churras con merinas. Algunos incumplimientos son palmarios y no necesitan más medida o cálculo que su simple prueba. Si día tras día y mes tras mes un profesor no aparece en su despacho en horario de tutorías o si “se fuma” la cuarta parte de las horas de docencia que tiene asignadas, nos hallaremos ante hechos que se pueden probar y que deberían tener dos tipos de consecuencias: sancionadoras para dicho profesor, pues no sé por qué la exigencia de horarios y tareas ha de ser con él menos estricta que para un guardia municipal o un auxiliar administrativo de Hacienda, e indemnizatorias para los estudiantes que sean capaces de hacer valer algún daño o perjuicio por esos incumplimientos, lo cual tampoco parece tan difícil ni rebuscado.
Más complicado, ciertamente, es evaluar incumplimientos y daños por razón de la baja calidad del profesorado y el ridículo nivel de alguna docencia. Pero bastaría con apretar las tuercas nada más que en los casos extremos, concentrar el fuego en de aquellos docentes de los que sabe todo el mundo que han perdido el seso o que son unos perfectos sinvergüenzas. Sólo esos casos bastarían para hacer unos escarmientos en cabeza ajena y, sobre todo, en cabeza de la institución.
Yo, en tiempos, cursé una asignatura que tenía que ver con determinado tipo de normas jurídicas y con ciertas operaciones jurídico-económicas y les aseguro, empeñando mi más sagrada palabra, que en todo un curso de ocho o nueve meses no vi ni vimos una sola norma de aquellas ni hicimos un ejercicio, pues el profesor un día nos hablaba de las Cortes de Cádiz, otro de las costumbres alimenticias de los pueblos de pescadores y otro de los problemas laborales en los astilleros canadienses. Era un erudito, lo era, un hombre muy leído. Y qué. Es como si viene Jessica Alba y enseña el busto en lugar de explicar Derecho del Trabajo. ¿Porque lo tenga bonito vamos a decir que no hace falta que se refiera a la normativa laboral?
Para mí y para mis compañeros la consecuencia fue impepinable: nada aprendimos de tan importante materia y ninguno llevó por ahí sus opciones profesionales al acabar la carrera. Fuimos defraudados, se nos birló nuestro derecho, nos tomaron el pelo. Y casos como esos sigue habiendo bastantes. ¿No debería responder cada universidad en esas ocasiones? Sería mano de santo para acabar en cuatro días con algunos mamoneos y con la mala costumbre de poner a los peores a dar las clases. Se dice que es que no valen para otra cosa; pues por eso, a la puta calle y, si no, a pagar a los perjudicados.
Desde luego, no es que si un titulado no encuentra un buen trabajo haya de poder pedir cuentas a la universidad que lo formó. Pero, en un terreno que ya no es el de la responsabilidad por daño, sí encontramos ahí, bien a mano, un criterio muy válido para clasificar las universidades por razón de excelencia y premiarlas o castigarlas con más dineros o menos. Sólo hace falta acumular datos serios y fiables sobre el éxito profesional de los titulados de cada una en periodos de tiempo razonables. Si los titulados en Derecho por la universidad X tienen éxito de un 35% en las oposiciones jurídicas más exigentes o de más alto prestigio y de los titulados en la universidad Y sólo de un 5%, la primera es de más calidad que la segunda. Y punto. Que una tenga disponga de más ordenadores por alumno y más metros de césped con geranios es gilipollez completamente irrelevante entre gente seria.
También intuyo otra réplica posible: que existen y deben aplicarse otros mecanismos puramente internos, mecanismos disciplinarios, por ejemplo. Que si empieza la danza de las reclamaciones por daños, nos metemos en un berenjenal del que nadie sabe cómo saldremos. Pero creo que es exactamente al revés como se han de plantear las cosas. En la actualidad los cauces para la reclamación seria de rendimiento están completamente bloqueados. Y lo están en un doble sentido: jurídico y corporativo, si así se puede decir. Jurídicamente, porque todo el mundo depende de todo el mundo y todos andamos a la que salta. Nadie denuncia las ilegalides de nadie porque la consigna es vive, deja vivir y aprovéchate tú también, tontín. La producción desaforada de reglamentos es directamente proporcional al propósito descarado de incumplirlos. Es tinta de calamar, apariencia legalística que encubre mafiosos apaños.
Y corporativamente porque se ha perdido por completo todo sentido del honor profesional o de la dignidad del oficio, si es que alguna vez existieron. La universidad se ha llenado de truhanes iletrados que han visto el chollo y que imponen a sangre y fuego el principio de que todo el mundo es bueno y que nadie se meta con nadie y todos a hacer las mismas chorradas infamantes. Los más aviesos y caraduras circulan por pasillos y reuniones con la cabeza altísima, el gesto orgulloso y la actitud del fanfarrón aldeano dispuesto a retar a duelo en el corral al cumplidor que se queje de que Fulano sólo explica una cuarta parte del temario o de que Mengano dice dos meses antes del fin de curso que ya terminó el suyo y que ya no le queda más que enseñar de la asignatura y que para casa todos ya. Conozco casos a día de hoy, no son supuestos inventados.
Todos esos cuentos se irán acabando desde el primer día que la universidad pierda un buen pleito con un alumno que socita reparación porque le engañó ese profesor que le dijo que el Código Civil sólo son estos diez artículos que les expliqué la semana pasada y ahora vacaciones, o porque viajó veinte veces desde su pueblo para ver al docente en horas de consulta de alumnos y jamás dio con él, pues se ha mudado a Segovia y viene nada más que dos días al mes, en los que concentra sus diez horas de trabajo mensual, o porque hubo un aprobado general en tal asignatura y no se hace justicia al esfuerzo individual de cada alumno.
Todo se andará y la crisis también nos ayudará para esto. Hasta hoy cada fechoría se tapaba con aprobados abundantes y los estudiantes tragaban porque pensaban que, sepas mucho o poco, te colocarás en algo y, además, no es tan alto el coste de la matrícula. Subirán esas tasas, aumentará el paro entre los titulados, tomarán conciencia de que les están dando gato por liebre, caerán en la cuenta de que muchos de los que como funcionarios les explican complicadas asignaturas ni saben ni lo pretenden. Arderá Troya. O debería empezar ya a oler a humo. Y tendrían los estudiantes que aprender a usar las armas del Derecho y sus juicios. Porque materia hay, eso seguro.
Ah, por último y porque no se me puede olvidar. Cuestan caras al conbribuyente las plazas estudiantiles en universidades públicas. Así que también al alumno hay que exigirle con seriedad, precisamente por respeto al contribuyente que le pone el pupitre y los aparatos del laboratorio. Pero para eso no hace falta meterse en pleitos ni consultar muchos códigos. Basta recuperar la vieja decencia en la docencia y suspender al que no dé palo al agua o esté como un burro sin remisión posible. Todo lo cual es verdad que no se hará mientas no arrojemos al pilón a unas docenas de pedagogos pijoprogres y tarados. Así que manos a la obra. A la de tres…
Para empezar sería sencillísimo grabar las clases en video, como ya se graban todos los juicios, sea cual sea el orden jurisdiccional. El nivel de prepotencia y chulería bajaría bastantes enteros (como ha ocurrido en las vistas judiciales) aunque no desaparecería del todo; y el problema de la prueba en estos posibles pleitos, estaría bastante resuelto, aunque tampoco del todo.
ResponderEliminarPero algo es algo, y por pedir.....