Ayer estuve en mi tierra propiamente dicha, en la patria verdadera, que es el lugar de la infancia. Debía pasar por Ruedes debido a un pequeño asunto bien prosaico. Pero antes que nada me paré en el cementerio. Es pequeño, encerrado por un alto muro gris. Pero no sé por qué tengo siempre la impresión de que dentro corre brisa, una brisa ágil, despierta. Tal vez porque está en lo alto y desde su puerta se divisan montañas lejanas, creo que Peña Mayor. Ayer las cimas se veían con algo de nieve.
Esta vez no había comprado flores. Pero me detuve de todos modos y entré al pequeño recinto, tan íntimo. Estuve comentándoles a los dos qué me llevaba por el pueblo. Era un asunto relacionado con el prado que me queda de los que ellos trabajaron toda la vida, y seguro que les interesaba bastante. A esos felices enterrados cerca de casa, casi viéndola a media distancia, les importan siempre esos asuntos de las fincas que fueron suyas y de las tierras que tantas veces labraron y segaron. Por eso teníamos que charlar un poquito del tema, porque muchas veces me acerco por allí y no nos da el día ni para la conversación más simple, pero en esta oportunidad sí podíamos recrearnos un rato. No digo lo otro con pena, me acostumbré hace mucho. Cuando tienes raíces y las rompes, cuando te vas para ser otra cosa en otra parte, para abrevar en otros ríos, para bañarte en otros mares, para acariciar pieles distintas de las de los tuyos, bruñidas, duras, lo pagas así, con silencios inevitables, con distancia. No es que muera el cariño, no, es que se queda reseco y hasta puede tener púas, igual que una planta del desierto. Por eso cuando vuelves a querer más a esos que te dieron la vida y a los que dejaste un día es cuando se hacen viejos y sólo hablan de sus recuerdos y no les importa que tú te hayas marchado tantas veces o que ahora estés con la cabeza en otra parte. Y cuando más intensamente retomas las conversaciones perdidas es cuando se mueren y los visitas, ya sin mala conciencia, ya para hablarles tú nada más, pero, sorpresa, como cuando niño, como les gustaba y de los asuntos que les conciernen.
Me quedé un rato. Creo que se me pone incluso una sonrisa algo pueril. Otras veces están conmigo Pilar y Elsa, que me respetan, pero quizá me turbo un poco y no me permito más que cuatro gestos. Hoy estaba solo, nada más que con ellos. Podía explayarme sin rubor.
Luego me puse a mirar las lápidas vecinas. A muchos de esos difuntos los conozco bien. La mayoría eran casi jóvenes en mi niñez, gentes hechas y derechas cuando tocó mi adolescencia o durante mi carrera. Ahora son muertos y algo significará ese tránsito. A la mayoría los identifico por sus nombres. Otros se me escapan o nada más que me suenan, no les pongo cara ni consigo verlos en los pasos de antaño. Siempre fui un desastre para eso, hasta cuando vivía en Ruedes y me tropezaba a unos y a otros de los alrededores y no sabía quiénes eran, confundía sus nombres, no los relacionaba con tantas historias y habladurías. Seguramente porque nunca fui totalmente de allí ni de ellos. Lo cual sólo puede significar que nunca habré sido de lugar alguno ni de nadie por completo. Desarraigo. No existen alternativas intermedias ni paños calientes. O del útero materno o del aire. Pues del aire.
Me dio por pensar que es hermosa la reunión que mantienen en aquel cementerio sus muertos. Ellos sí se conocen, todos. Cuánto podrían contarnos, cómo recordarán unidos. Historia de la buena, historia vívida, biografías y épocas, no lo de los libros, no lo de los personajes que quedan en los anaqueles con el brillo prestado, pero sin vecinos para siempre y sin camposanto donde podamos hablarles con esta naturalidad.
Iba leyendo esos nombres familiares y tropecé con un muerto nuevo. No sabía que había fallecido Ricardo. Parece que fue el pasado diciembre, hace apenas un mes. Mi padre habrá sentido el suceso, pero se habrá alegrado de la compañía. Habían sido grandes amigos y siempre hablaron el uno del otro con respeto y con esa admiración de la gente del campo, que no es con propiedad admiración, sino algo más profundo, es solidaridad en la confianza, es fiarse, es aprecio a la enterza y a la hombría de bien. A Ricardo lo vi hará un par de años en el restaurante que su hija y yerno tienen en el Alto de la Madera, y me reconoció y recordó a mi padre. Sonreía, viejo, con el gesto socarrón y acogedor de los paisanos que de tanto vivir trabajando duro, pueden entender el descanso definitivo como misión cumplida.
Mi padre siempre dijo que de cuantos criados habían tenido en la casería de Ruedes, Ricardo era el más capaz, el más laborioso e inteligente. Escribe uno esto de criados y quien ande inadvertido puede pensar lo que no es. No importa lo que se crea, pero no está de más explicar los conceptos para que se comprendan aquellos tiempos y se nos nublen aún un poco más estos bien extraños que vivimos ahora.
Coloquémonos en la postguerra, cuando mi padre, con veinticuatro o veinticinco años, regresa a casa después de luchar primero en un bando y después en otro, seguramente sin entender de porqués ni de discursos, y luego de prestar dos o tres años más de servicio militar. Es la época de la escasez, de la hambruna feroz. Ruedes y todos los pueblos del contorno se llenan de mendigos que suplican cualquier cosa, un mendrugo, un puñado de castañas, un vaso de leche. Por entonces mi madre vivía en Porceyo con su retahíla de hermanos y contaba que salían a buscar caracoles por los muros y las praderas, para comérselos. No, no para cocinarlos como escargots al gusto de cualquier pijo de hogaño, quizá deconstruidos, sino para tragarlos de cualquier manera. Caracoles o hierbas o raíces. La sopa de hortigas cuentan que no está mala, pero entonces las cocían como podían y las devoraban sin indicación dietética ni gastronómica.
Esta vez no había comprado flores. Pero me detuve de todos modos y entré al pequeño recinto, tan íntimo. Estuve comentándoles a los dos qué me llevaba por el pueblo. Era un asunto relacionado con el prado que me queda de los que ellos trabajaron toda la vida, y seguro que les interesaba bastante. A esos felices enterrados cerca de casa, casi viéndola a media distancia, les importan siempre esos asuntos de las fincas que fueron suyas y de las tierras que tantas veces labraron y segaron. Por eso teníamos que charlar un poquito del tema, porque muchas veces me acerco por allí y no nos da el día ni para la conversación más simple, pero en esta oportunidad sí podíamos recrearnos un rato. No digo lo otro con pena, me acostumbré hace mucho. Cuando tienes raíces y las rompes, cuando te vas para ser otra cosa en otra parte, para abrevar en otros ríos, para bañarte en otros mares, para acariciar pieles distintas de las de los tuyos, bruñidas, duras, lo pagas así, con silencios inevitables, con distancia. No es que muera el cariño, no, es que se queda reseco y hasta puede tener púas, igual que una planta del desierto. Por eso cuando vuelves a querer más a esos que te dieron la vida y a los que dejaste un día es cuando se hacen viejos y sólo hablan de sus recuerdos y no les importa que tú te hayas marchado tantas veces o que ahora estés con la cabeza en otra parte. Y cuando más intensamente retomas las conversaciones perdidas es cuando se mueren y los visitas, ya sin mala conciencia, ya para hablarles tú nada más, pero, sorpresa, como cuando niño, como les gustaba y de los asuntos que les conciernen.
Me quedé un rato. Creo que se me pone incluso una sonrisa algo pueril. Otras veces están conmigo Pilar y Elsa, que me respetan, pero quizá me turbo un poco y no me permito más que cuatro gestos. Hoy estaba solo, nada más que con ellos. Podía explayarme sin rubor.
Luego me puse a mirar las lápidas vecinas. A muchos de esos difuntos los conozco bien. La mayoría eran casi jóvenes en mi niñez, gentes hechas y derechas cuando tocó mi adolescencia o durante mi carrera. Ahora son muertos y algo significará ese tránsito. A la mayoría los identifico por sus nombres. Otros se me escapan o nada más que me suenan, no les pongo cara ni consigo verlos en los pasos de antaño. Siempre fui un desastre para eso, hasta cuando vivía en Ruedes y me tropezaba a unos y a otros de los alrededores y no sabía quiénes eran, confundía sus nombres, no los relacionaba con tantas historias y habladurías. Seguramente porque nunca fui totalmente de allí ni de ellos. Lo cual sólo puede significar que nunca habré sido de lugar alguno ni de nadie por completo. Desarraigo. No existen alternativas intermedias ni paños calientes. O del útero materno o del aire. Pues del aire.
Me dio por pensar que es hermosa la reunión que mantienen en aquel cementerio sus muertos. Ellos sí se conocen, todos. Cuánto podrían contarnos, cómo recordarán unidos. Historia de la buena, historia vívida, biografías y épocas, no lo de los libros, no lo de los personajes que quedan en los anaqueles con el brillo prestado, pero sin vecinos para siempre y sin camposanto donde podamos hablarles con esta naturalidad.
Iba leyendo esos nombres familiares y tropecé con un muerto nuevo. No sabía que había fallecido Ricardo. Parece que fue el pasado diciembre, hace apenas un mes. Mi padre habrá sentido el suceso, pero se habrá alegrado de la compañía. Habían sido grandes amigos y siempre hablaron el uno del otro con respeto y con esa admiración de la gente del campo, que no es con propiedad admiración, sino algo más profundo, es solidaridad en la confianza, es fiarse, es aprecio a la enterza y a la hombría de bien. A Ricardo lo vi hará un par de años en el restaurante que su hija y yerno tienen en el Alto de la Madera, y me reconoció y recordó a mi padre. Sonreía, viejo, con el gesto socarrón y acogedor de los paisanos que de tanto vivir trabajando duro, pueden entender el descanso definitivo como misión cumplida.
Mi padre siempre dijo que de cuantos criados habían tenido en la casería de Ruedes, Ricardo era el más capaz, el más laborioso e inteligente. Escribe uno esto de criados y quien ande inadvertido puede pensar lo que no es. No importa lo que se crea, pero no está de más explicar los conceptos para que se comprendan aquellos tiempos y se nos nublen aún un poco más estos bien extraños que vivimos ahora.
Coloquémonos en la postguerra, cuando mi padre, con veinticuatro o veinticinco años, regresa a casa después de luchar primero en un bando y después en otro, seguramente sin entender de porqués ni de discursos, y luego de prestar dos o tres años más de servicio militar. Es la época de la escasez, de la hambruna feroz. Ruedes y todos los pueblos del contorno se llenan de mendigos que suplican cualquier cosa, un mendrugo, un puñado de castañas, un vaso de leche. Por entonces mi madre vivía en Porceyo con su retahíla de hermanos y contaba que salían a buscar caracoles por los muros y las praderas, para comérselos. No, no para cocinarlos como escargots al gusto de cualquier pijo de hogaño, quizá deconstruidos, sino para tragarlos de cualquier manera. Caracoles o hierbas o raíces. La sopa de hortigas cuentan que no está mala, pero entonces las cocían como podían y las devoraban sin indicación dietética ni gastronómica.
En la casa de mi familia paterna sí había para comer. Tenían porque comían los animales que criaban, las frutas que recogían, especialmente manzanas, y lo que daba la tierra, “fabes”, el maíz con el que elaboraban el panchón y la boroña, berza para el pote –por cierto, he empezado últimamente a trabajar con esmero lo del pote asturiano y ya le he cogido el tranquillo bastante bien; está invitado quien quiera probarlo, pero reserve con tiempo y antes de que me tome un sabático al estilo del Adrià-, patatas, “arbeyos” (guisantes), “fabones” (habas)… Eran muy afortunados. No eran suyas las tierras, la propietaria era una Vereterra, pariente de la señora de Franco, a la que mucho más tarde, a fines de los sesenta, mi padre le compró la casería por cuatro perras –que tuvo, con todo, que pedir prestadas- y aprovechando que ella andaba ya medio chocha y él seguía siendo un tunante que vaya usted a saber lo que le contaría para ablandarla así.
Debían trabajar mucho, de sol a sol y todos y cada uno de los días del año. El concepto de fin de semana o vacación no estaba en el vocabulario de entonces. De hecho no conozco expresión para esas nociones en nuestra lengua de allí. Tampoco había, entonces y en el lugar, moderneces tales como jubilación, seguro de enfermedad, baja laboral y cosa que se les parezca. Nada. Y hacían falta manos, muchas manos, para todo, todo el tiempo. Llegaban por aquellos caminos de barro y piedras, casi todo el año con charcos. En mi niñez, hasta que tuve ocho o diez años, a mi casa no podía acercarse un coche. Luego los paisanos, semana a semana y en “estaferia”, fueron cavando vías transitables para los vehículos. El progreso mayor estaba en esos detalles, nada más que en eso, y nada menos.
Por los caminos y con el agua aparecían muchos vagabundos. No se llamaban así, los menciono con terminología impropia. Se les conocía como “probes” y la mayoría tenían su ruta fija y su calendario, con lo que se sabía más o menos el mes en que a cada uno le tocaba pasar por Ruedes. Seguramente recorrían media Asturias de esa manera, con un saco, medio harapientos, barbudos. De uno me sigo acordando mucho, pues con él me asustaban de pequeñín. Era el “probe” Varisto. Si hacía alguna travesura no me apercibían nombrándome al Coco, sino al hombre del saco propiamente dicho, que era el “probe”, que tenía saco y barbas luengas y seguramente hacía creíble cualquier fábula sobre devoradores de infantes También nos sirve el personaje para entender de dónde les viene a veces el nombre a los lugares. De dónde les venía, quiero decir. El “probe” Varisto se sentaba cada vez, en su visita del año o del medio año, no sé, en el mismo lugar, donde estaba un pequeño pozo de agua. Desde entonces ese pozo empezó a llamarse para todos nosotros “El pozu de Varisto”. Todo el pueblo lo conocía con ese nombre. Ahora el lugar ya no tiene nombre, pues nos hemos ido. Yo sé dónde es y cuando me doy un paseo por aquella tierra, bien lo anoto en mi mente. Pero conmigo se irá, seguro, la última persona que lo sabía, tal vez la penúltima que lo sabe ya a estas alturas. Conmigo acabará el recuerdo de Varisto que era un “probe” que, en la etapa de su ronda en Ruedes, dormía una noche -sólo una, pues tenía que seguir su ruta infinita- en la tenada de mi casa, el lugar donde se almacenaba el heno para el invierno.
Por aquellos senderos y barrizales no sólo venían los “probes” peripatéticos y taciturnos, aparecían también padres o madres con sus niños de diez o doce años, llegaban para ofrecerlos como criados en las caserías, nada más que a cambio de techo y comida. Si había suerte y el niño o la niña encontraba quien lo acogiera, ese padre o esa madre retornaba a su aldea, lejana, tremendamente lejana para el tiempo aquel. A Ruedes arribaron así unos cuantos críos de una aldea de la montaña de Cangas de Onís que se llama Següencu. Sólo en mi casa hubo tres: Dulce, que sigue en Ruedes, que fue como mi hermana, la hermana de este hijo único, y a la que visito ahora con Elsa cuando paso por allá, para que le enseñe las gallinas, los conejos y esos perros y gatos que siempre tiene bien amaestrados y mimados como si fueran miembros preferentes de su familia. También Tano, que trabajaba al tiempo en la mina de La Camocha y en el campo, con mi padre, dos trabajos así y, de propina, una caminata de unas dos horas para ir de Ruedes a La Camocha cada día, y otro tanto para regresar. Tano tenía su cama en la panera, que –información para los no asturianos- es un hórreo con seis “pegoyos”, en lugar de cuatro. Tano me compraba muchos juguetes cuando yo era un renacuajo, adoraba los niños. Murió en la mina hace mucho. No sé qué se harían su mujer y su hija.
De Següencu había venido también Ricardo. Como ya he dicho, mi padre se acordaba siempre de lo laborioso y hábil que era, de cómo desde el primer día segaba como un “paisano” y se entendía con las vacas como si fueran uña y carne. Luego se fue, no sé cuándo, para seguir su vida. Tengo entendido que trabajó en muchas cosas, tal vez también en la mina. Como su sobrino, Antonio, que debió de aparecer bastantes años después en Ruedes de su mano, también para ser “criado”, y que se hizo minero y más tarde labrador extremadamente emprendedor y capaz y con quien compartí unos años de lucha, él mucho mayor, yo un chavalín, en aquella Asociación de Vecinos que juntos creamos y con la que conseguimos más de una gesta. Hablo ya de fines de los setenta y principios de los ochenta. Luego me marché para siempre. Antonio murió hace un puñado de años.
Así transcurrieron unos buenos minutos, pensando, dando vueltas a estas historias, sonriendo al imaginar cómo sonreirían Rosario y Enrique, mis viejos, allí. Me puso contento ver aquella pandilla de pueblerinos esforzados que se habían concertado para quedar juntos para siempre, que regresaron a Ruedes para no volver a irse. El último vistazo se lo eché al nicho que hay vacante al lado de los suyos. Es mío. Es el que me espera. Ya imagino el recibimiento de todos, cuando toque, “coño, Toñín, volvisti. Facía tiempu que non te víamos. Toma un pocoñín de sidra, anda, que ya yes grande y bien puedes. Y luego vamos a sayar, que ta la maleza apoderándose de les fabes. Mira, mira qué xatu más guapu parió la Perla. Llévailu a mamar y ten cuidau de que non i zuque mucho”.
Sí, alejarse era inevitable, no cabía alternativa. Había mucho que ver allá afuera. Cumplí con el destino debido al desarraigarme, al llorar y hacer llorar. Y en esas estamos. Pero todo tiene su momento, y su final también. Regresaré, como regresaron ellos.
Debían trabajar mucho, de sol a sol y todos y cada uno de los días del año. El concepto de fin de semana o vacación no estaba en el vocabulario de entonces. De hecho no conozco expresión para esas nociones en nuestra lengua de allí. Tampoco había, entonces y en el lugar, moderneces tales como jubilación, seguro de enfermedad, baja laboral y cosa que se les parezca. Nada. Y hacían falta manos, muchas manos, para todo, todo el tiempo. Llegaban por aquellos caminos de barro y piedras, casi todo el año con charcos. En mi niñez, hasta que tuve ocho o diez años, a mi casa no podía acercarse un coche. Luego los paisanos, semana a semana y en “estaferia”, fueron cavando vías transitables para los vehículos. El progreso mayor estaba en esos detalles, nada más que en eso, y nada menos.
Por los caminos y con el agua aparecían muchos vagabundos. No se llamaban así, los menciono con terminología impropia. Se les conocía como “probes” y la mayoría tenían su ruta fija y su calendario, con lo que se sabía más o menos el mes en que a cada uno le tocaba pasar por Ruedes. Seguramente recorrían media Asturias de esa manera, con un saco, medio harapientos, barbudos. De uno me sigo acordando mucho, pues con él me asustaban de pequeñín. Era el “probe” Varisto. Si hacía alguna travesura no me apercibían nombrándome al Coco, sino al hombre del saco propiamente dicho, que era el “probe”, que tenía saco y barbas luengas y seguramente hacía creíble cualquier fábula sobre devoradores de infantes También nos sirve el personaje para entender de dónde les viene a veces el nombre a los lugares. De dónde les venía, quiero decir. El “probe” Varisto se sentaba cada vez, en su visita del año o del medio año, no sé, en el mismo lugar, donde estaba un pequeño pozo de agua. Desde entonces ese pozo empezó a llamarse para todos nosotros “El pozu de Varisto”. Todo el pueblo lo conocía con ese nombre. Ahora el lugar ya no tiene nombre, pues nos hemos ido. Yo sé dónde es y cuando me doy un paseo por aquella tierra, bien lo anoto en mi mente. Pero conmigo se irá, seguro, la última persona que lo sabía, tal vez la penúltima que lo sabe ya a estas alturas. Conmigo acabará el recuerdo de Varisto que era un “probe” que, en la etapa de su ronda en Ruedes, dormía una noche -sólo una, pues tenía que seguir su ruta infinita- en la tenada de mi casa, el lugar donde se almacenaba el heno para el invierno.
Por aquellos senderos y barrizales no sólo venían los “probes” peripatéticos y taciturnos, aparecían también padres o madres con sus niños de diez o doce años, llegaban para ofrecerlos como criados en las caserías, nada más que a cambio de techo y comida. Si había suerte y el niño o la niña encontraba quien lo acogiera, ese padre o esa madre retornaba a su aldea, lejana, tremendamente lejana para el tiempo aquel. A Ruedes arribaron así unos cuantos críos de una aldea de la montaña de Cangas de Onís que se llama Següencu. Sólo en mi casa hubo tres: Dulce, que sigue en Ruedes, que fue como mi hermana, la hermana de este hijo único, y a la que visito ahora con Elsa cuando paso por allá, para que le enseñe las gallinas, los conejos y esos perros y gatos que siempre tiene bien amaestrados y mimados como si fueran miembros preferentes de su familia. También Tano, que trabajaba al tiempo en la mina de La Camocha y en el campo, con mi padre, dos trabajos así y, de propina, una caminata de unas dos horas para ir de Ruedes a La Camocha cada día, y otro tanto para regresar. Tano tenía su cama en la panera, que –información para los no asturianos- es un hórreo con seis “pegoyos”, en lugar de cuatro. Tano me compraba muchos juguetes cuando yo era un renacuajo, adoraba los niños. Murió en la mina hace mucho. No sé qué se harían su mujer y su hija.
De Següencu había venido también Ricardo. Como ya he dicho, mi padre se acordaba siempre de lo laborioso y hábil que era, de cómo desde el primer día segaba como un “paisano” y se entendía con las vacas como si fueran uña y carne. Luego se fue, no sé cuándo, para seguir su vida. Tengo entendido que trabajó en muchas cosas, tal vez también en la mina. Como su sobrino, Antonio, que debió de aparecer bastantes años después en Ruedes de su mano, también para ser “criado”, y que se hizo minero y más tarde labrador extremadamente emprendedor y capaz y con quien compartí unos años de lucha, él mucho mayor, yo un chavalín, en aquella Asociación de Vecinos que juntos creamos y con la que conseguimos más de una gesta. Hablo ya de fines de los setenta y principios de los ochenta. Luego me marché para siempre. Antonio murió hace un puñado de años.
Así transcurrieron unos buenos minutos, pensando, dando vueltas a estas historias, sonriendo al imaginar cómo sonreirían Rosario y Enrique, mis viejos, allí. Me puso contento ver aquella pandilla de pueblerinos esforzados que se habían concertado para quedar juntos para siempre, que regresaron a Ruedes para no volver a irse. El último vistazo se lo eché al nicho que hay vacante al lado de los suyos. Es mío. Es el que me espera. Ya imagino el recibimiento de todos, cuando toque, “coño, Toñín, volvisti. Facía tiempu que non te víamos. Toma un pocoñín de sidra, anda, que ya yes grande y bien puedes. Y luego vamos a sayar, que ta la maleza apoderándose de les fabes. Mira, mira qué xatu más guapu parió la Perla. Llévailu a mamar y ten cuidau de que non i zuque mucho”.
Sí, alejarse era inevitable, no cabía alternativa. Había mucho que ver allá afuera. Cumplí con el destino debido al desarraigarme, al llorar y hacer llorar. Y en esas estamos. Pero todo tiene su momento, y su final también. Regresaré, como regresaron ellos.
Desarraigo. Con el que no está no se cuenta. Te lo digo por experiencia. No me conocen, la gente joven de quince, diecisiete...No saben quien soy. Creen que mi padres solo tuvieron dos hijos. Y no eché raíces en otra parte, voy de un lado para otro...Y me perdí, me perdí por el camino.Lo que si es verdad es que ya no existo o existo a medias.Yo tenía mis proyectos, solo que nada salió como yo había previsto.Esta navidad, en el pueblo de al lado una mujer me abordó. Me llamo por mi nombre, intenté reconocerla...me excusé. Y me dijo quien era. Me sonaba su cara pero no conseguía ubicarla. Me dijo; ahora soy más vieja por eso no me reconozcistes. Y me di cuenta de algo, que supongo yo sabía pero que no me había parado a reconsiderarlo. No forman parte de mi mundo, ni el espacio ni las personas. No son significativos para mí.No me importan.Vuelvo siempre pero me quedo en casa,solo he mantenido el contacto con mi familia. He tenido mis más y mis menos pero he procurado que las relaciones funcionasen. Pero lo demas ya no está. Proceso de desarraigo supercompletado. Soy libre. Ahora solo necesito pasta, pasta para realizar mis sueños. Ojalá la tuviese, ahora que soy tan libre.¿quien dijo que el dinero no da la felicidad? eso es mentira. De momento no me queda más remedio que seguir estudiando y soñando con que algun día podré ir donde me de la gana.
ResponderEliminarEn cuanto a lo que cuentas de tu pueblo, pues si eres un afortunado. En esa época de mera subsistencia, tu estudiaste y te hiciste catedrático. Tu family debía tener mucha pasta, al menos; la suficiente para evitarte las penurias que pasó absolutamente todo el país.No te apenes por lo que dejastes atrás. Ya no cuentas. Con el que no está no se cuenta.
Grata entrada, profesor, y gratos recuerdos. Cuando se rememora así el pasado, cuando se sabe hacer, cuando se logra expresar, nos sentimos más cerca, más hermanos, más humanos, más hombres... Es un sentimiento raro, que algunos conservamos muy adentro, que otros han olvidado, o quizá nunca tuvieron. En todo caso, hablar con los muertos reconforta, tanto como llorarlos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Leo su bonita entrada y se me ocurre que lo suyo no es desarraigo sino todo lo contrario: está usted tan arraigado en ese pueblo que le vio nacer y crecer que ya tiene incluso el hueco al que irá cuando todo termine y sabe quiénes serán sus compañeros en la eternidad. Yo creo que lo suyo es un caso de arraigo fuerte, que tiene muy claras cuáles son y dónde están sus raíces. Está arraigadísimo, aunque lleve años sin vivir allí. Y visto el planteamiento, que tarde muchos, muchos, muchos más años en volver definitivamente.
ResponderEliminarSí, Ard, Vd. lo clava: pocas veces se encuentra un desarraigado más arraigado.
ResponderEliminarSalud,