Acabo de leer la sentencia del Tribunal Constitucional de cinco de mayo, la del caso BILDU, sentencia que invalida la anterior de la llamada sala del art. 61 LOPJ del Tribunal Supremo y que, en consecuencia, permite a la coalición electoral BILDU-Eusko Alkartasuna/Alternativba Eraikitzen” concurrir a las próximas elecciones municipales en el País Vasco.
No quiero entrar, al menos hoy, en el fondo de ese asunto ni, por tanto, valorar esta sentencia ni la anterior del Tribunal Supremo. Voy a otro tema, colateral o central, según se mire, para el reparto de papeles y competencias entre esos dos altos tribunales.
Se está diciendo que nos hallamos ante un nuevo episodio de la pugna, ya prolongada y a veces virulenta, entre el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional. Trataré de mostrar que dicho enfrentamiento es inevitable mientras se mantenga el vigente reparto de competencias entre ellos y, sobre todo, la concepción de los derechos fundamentales y del recurso de amparo a la que se acogen el TC y buena parte de nuestra doctrina constitucionalista.
Antes de nada, habrá que recordar algunos datos básicos de la regulación del recurso de amparo. Dice el art. 41 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional:
Uno. Los derechos y libertades reconocidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución serán susceptibles de amparo constitucional, en los casos y formas que esta Ley establece, sin perjuicio de su tutela general encomendada a los Tribunales de Justicia. Igual protección será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo 30 de la Constitución.
Dos. El recurso de amparo constitucional protege, en los términos que esta Ley establece, frente a las violaciones de los derechos y libertades a que se refiere el apartado anterior, originadas por las disposiciones, actos jurídicos, omisiones o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes.
Y el art. 44 de la misma Ley:
Uno. Las violaciones de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional, que tuvieran su origen inmediato y directo en un acto u omisión de un órgano judicial, podrán dar lugar a este recurso siempre que se cumplan los requisitos siguientes:
(…)
b) Que la violación del derecho o libertad sea imputable de modo inmediato y directo a una acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron, acerca de los que, en ningún caso, entrará a conocer el Tribunal Constitucional.
Si no tuviéramos más elementos normativos que éstos, podríamos resumir la situación así. Contra la sentencia judicial que se considere que violenta uno de esos derechos fundamentales susceptibles de recurso de amparo y que agote la vía judicial (apartado a) del art. 44 LOTC) se podrá interponer recurso de amparo y, si hay indicios de tal vulneración posible, el TC podrá admitir el recurso y deberá resolverlo. Si aprecia que, en efecto, hay daño para ese derecho, el TC tendrá que otorgar el amparo.
Hasta ahí, sin problema, al menos en apariencia. Pero lo que acto seguido debemos preguntarnos es con qué base se puede apreciar tal daño o vulneración del derecho fundamental concernido. Las posibilidades más evidentes son dos: que ese daño se produzca a través de la interpretación de las normas jurídicas aplicables al caso que la sentencia judicial resolvió o que sea a través de la valoración de las pruebas de los hechos del caso por parte del tribunal sentenciador. Pero, si así sucediera, tendríamos que el TC se constituiría en una nueva y última instancia de apelación y que el recurso de amparo sería uno más de los recursos judiciales ordinarios que obligan al replanteamiento del caso y de su solución en una instancia judicial superior. Sería el Tribunal Constitucional una especie de tribunal supersupremo, por decirlo gráficamente, si bien sólo podría actuar cuando estuvieran en juego esos derechos de los artículos 14 a 30 de la Constitución.
Mas en el sistema jurídico y constitucional español no se ha querido esa función para el TC, al menos no se ha querido en teoría o sobre el papel. Por eso está establecido, en el papel, que no compete al TC, al resolver recursos de amparo, ni realizar una nueva valoración de las pruebas practicadas o tomadas en consideración en el proceso judicial ni revisar la interpretación de la legislación ordinaria aplicada e interpretada por el tribunal que con su sentencia pone fin a la vía judicial. ¿Qué le queda, entonces, al TC como base posible para anular una sentencia, en vía de amparo, por vulneradora de un derecho fundamental? Le queda su condición, la del TC, de supremo intérprete de la Constitución y sólo sometido a ella y a su Ley Orgánica (art. 1 LOTC). Pero con decir eso, no solucionamos el problema, sino que lo exponemos en su máxima crudeza.
Pongamos que un tribunal ordinario, por ejemplo el Tribunal Supremo, dicta sentencia en un asunto aplicando un precepto de una ley que no ha sido declarado inconstitucional o que, incluso, ha sido declarado constitucional por el TC. Se trata de un precepto que contiene alguna limitación para un derecho fundamental, limitación que, repito, ponderada en su dicción legal, no se estima en sí inconstitucional. Pero quien en esa sentencia que aplica tal ley constitucional limitadora considera restringido aquel derecho, podrá recurrir en amparo ante el TC. El recurso no irá contra la limitación legal en sí, sino contra la limitación que para ese sujeto y en el caso enjuiciado se contiene en la sentencia.
El tribunal que dictó esa sentencia judicial así recurrida habrá basado su decisión en dos cosas: una interpretación del correspondiente precepto legal y una valoración de las pruebas de los hechos. La interpretación de la norma legal y la valoración de las pruebas no son cuestiones sobre las que tenga competencia el TC, sino que son competencia exclusiva del poder judicial, de la judicatura ordinaria. Así que volvemos a aquella decisiva pregunta: ¿cómo puede el TC otorgar el amparo frente a una sentencia, si debe dar por buena aquella interpretación de las normas legales y aquella valoración de las pruebas? Para contestar, distingamos entre lo que el TC viene haciendo y lo que tal vez tendría que limitarse a hacer.
El TC es supremo intérprete de la Constitución, ciertamente, y dentro de ella y en lo que se relaciona con el recurso de amparo, de esos derechos fundamentales de los artículos 14 a 30. Imaginemos la siguiente situación, que no es la que nuestro sistema jurídico-constitucional contempla, sino una pura hipótesis teórica. Supongamos que al TC le estuviera reservada en exclusiva la competencia para resolver aquellos litigios en los que pueda estar claramente afectado uno de esos derechos fundamentales; es decir, que tales casos no pasaran por la jurisdicción ordinaria, sino que se abocasen directamente al TC para su resolución. Además, el TC tendría que sentenciar aplicando nada más que los preceptos constitucionales, de los que es el más autorizado intérprete. ¿Cómo procedería? Tendría, en primer lugar, que ocuparse de los hechos y su prueba, debería valorar las pruebas cuando sean discutibles o discutidas, y, en segundo lugar, debería interpretar la norma constitucional correspondiente, la norma del derecho fundamental que venga al caso, para extraer de esa interpretación la solución. Estamos hablando, pues, no sólo de la imaginaria situación en que tuviera el TC competencia exclusiva sobre tales asuntos, sino también de que el TC respondería aplicando nada más que la norma constitucional y con total prescindencia de las normas legales. El TC sentenciaría acudiendo directamente a la norma constitucional por él interpretada y dándole el sentido que le pareciera más apropiado para poner en su justo lugar el derecho fundamental afectado.
Esa situación hipotética que acabo de describir parece un tanto absurda y sumamente disfuncional. Sin embargo, algo de eso es, en esencia, lo que actualmente tenemos, dado el modo como el TC configura sus propias competencias de revisión en amparo de las sentencias judiciales. El TC correlaciona los hechos del caso con la norma constitucional iusfundamental y su interpretación de la misma y, a partir de ahí, establece cuál debe ser, para los hechos en cuestión, la respuesta constitucionalmente debida. Seguidamente, contrasta esa solución suya, de base exclusivamente constitucional, con la sentencia judicial ante él recurrida y, si no hay coincidencia, anula la sentencia judicial.
En otras palabras, su competencia para el recurso de amparo y su condición de supremo intérprete constitucional las usa el TC para imponer una jurisprudencia de aplicación directa de la Constitución, prescindiendo de las mediaciones legales, incluso de las que mediaciones legales plenamente constitucionales. De ese modo, deja de lado también la interpretación que de la norma legal correspondiente haya hecho la jurisdicción ordinaria (por el ejemplo el Supremo, cuando éste sea última instancia judicial para el caso). La competencia, en principio exclusiva, del poder judicial (del que el TC no forma parte) para la interpretación de la legislación infraconstitucional queda en papel mojado desde el instante en que el TC se atiene nada más que al modo como el asunto respectivo debió resolverse con atención a la norma constitucional.
Hay varias secuelas de ese planteamiento de fondo actualmente vigente en la jurisprudencia del TC. Las normas legales e infraconstitucionales en general ven alterada su naturaleza o su situación en el sistema jurídico. Pasan de ser normas jerárquicamente inferiores a la Constitución a ser normas subsidiarias de la Constitución. Esto significa que las soluciones que para los casos se deriven de ellas solamente servirán y deberán ser aplicadas por los jueces cuando sean las mismas que de la Constitución directamente se desprendan para esos casos. En otras palabras, que la consecuencia que de la ley se derive para el caso enjuiciado únicamente deberá aplicarse si es la misma solución que tendríamos si la norma legal no existiera y fuéramos directamente a la Constitución a buscar la solución.
La legislación, así, ya no es desarrollo de la Constitución, sino explicitación debida de las soluciones predeterminadas para cada caso en algún fondo o esencia de la Constitución. Porque si la solución de la ley para un asunto no coincide con aquella solución yacente en algún cimiento constitucional y más abajo de la pura e indeterminada dicción de los artículos constitucionales, tal solución deberá inaplicarse por los jueces, según el TC; y si, con todo, los jueces la aplican, el TC la anulará. La ley, así, no ocupa un espacio dentro de los márgenes acotados por los preceptos constitucionales, sino que no tiene opción, no tiene espacio en el que moverse o alternativas igualmente inconstitucionales entre las que elegir, al menos en lo referido a la solución de cada caso. No, en cuanto pauta resolutoria del caso concreto, la ley debe acertar con la solución que la Constitución directamente brinda y que igualmente brindaría aunque dicha ley no existiera. La legislación se vuelve ociosa o vale nada más que para abreviar el camino hacia los fallos constitucionalmente debidos.
Pero ¿dónde se esconden las soluciones de las Constitución para los casos de amparo? La dicción de los artículos pertinentes es sumamente abierta o indeterminada, y no puede ser de otra manera, ya que el texto constitucional no es un repertorio casuístico, un infinito catálogo de casos con su correspondiente solución particular. Habrá que entender, por tanto, que esas soluciones no están en la letra, sino en el espíritu, no en los enunciados constitucionales y sus interpretaciones posibles, sino en algún arcano profundo, en alguna recóndita materialidad o axiología encerrada bajo siete candados de los que tiene la lleva… el Tribunal Constitucional. Y como es el TC el supremo intérprete de la Constitución y esa supremacía se concibe de esta manera, va implícita una advertencia para el Tribunal Supremo y el poder judicial en general: o aciertan con el gusto del TC, con lo que mañana para cada caso entenderá el TC que es la solución constitucionalmente correcta, o sus sentencias podrán ser anuladas por vía de amparo.
Otra cosa, más en la superficie en el campo de las retóricas, será cómo el TC explique esta manera de extender sus competencias. Unas veces dirá que el tribunal ordinario no ha dado con el contenido constitucionalmente debido de un derecho fundamental; otras, que ese tribunal no ha ponderado bien y que, por consiguiente, no ha percibido el peso auténtico que a cada derecho en liza corresponde en el pleito; otras, echará mano del tópico de interpretación más favorable a los derechos fundamentales y mantendrá que los jueces no escogieron, de entre las interpretaciones posibles de la norma legal que aplicaron, la que supone una mayor y mejor realización del derecho fundamental en juego. Pero, en el fondo, se trata de distintas estrategias retóricas que encubren aquel planteamiento de fondo, el de que el TC está facultado para resolver los casos de amparo a base de buscar directamente en la Constitución y nada más que en la Constitución la respuesta correspondiente.
Hay una segunda parte de todo esto. Hasta aquí hemos hablado de la oclusión de la legalidad (de la legalidad no inconstitucional) por obra de la hiperconstitucionalidad grata al TC por maximizadora de su poder. De la mano de esa oclusión de la legalidad va también la minoración de la competencia exclusiva del poder judicial para la interpretación de tal legalidad. El TC viene a indicar a los jueces, y en particular al Tribunal Supremo, algo así como lo siguiente, desenfadadamente expresado: ustedes interpreten al ley como quieran, que ya interpretaré yo la Constitución como mejor me parezca, y, puesto que la Constitución es más que la ley, y su intérprete, que soy yo, se contagia de ese superior rango, mis decisiones valen más que las suyas y pueden enmendar las suyas tantas veces como haga falta. Eso sí, no me llamen superapelación ni lindezas semejantes, porque mi reino no es de su mundo.
Mas decíamos que hay una segunda parte. En aquella hipótesis anterior, que empezó siendo de escuela y acabó pareciéndose mucho a la realidad de lo que está pasando, imaginábamos que el TC tenía competencia exclusiva sobre los casos de derechos fundamentales y que, por tanto, valoraba las pruebas de los hechos del caso y aplicaba a esos hechos probados la norma constitucional. Pues bien, en ocasiones llegan al TC recursos de amparo contra sentencias cuya clave decisiva o única está en las pruebas y su valoración. El mejor ejemplo reciente lo encontramos en la citada sentencia del 15 de mayo, la del caso BILDU. Esos asuntos no los solucionamos a base de jugar con interpretaciones de una norma legal o una constitucional, sino que la apreciación de la prueba es absolutamente determinante. Y, sobre el papel, la valoración de la prueba corresponde a los jueces ordinarios, no al TC. ¿Qué hace entonces el TC para reivindicar su competencia, para poder mantener su competencia y la correspondiente posibilidad de anular esa sentencia? Revisar la valoración de la prueba, re-valorar las pruebas, sustituir la valoración judicial de las mismas por la suya propia. Extralimitarse. Y, al tiempo, contradecir su propia doctrina sobre las garantías probatorias que, al fin y al cabo, se supone que están al servicio de los derechos fundamentales de las partes.
También ahí late una presunción o un prejuicio que no se explicita: el de que siempre que la solución que el TC acuerde vaya a favor de una más generosa extensión del derecho fundamental en juego, tal dato material pesa más que el reparto formal de las competencias. Las formas son importantes, pero siempre accesorias frente al fondo; y cuando, en el fondo, se trata de dar mayor alcance a un derecho fundamental, las formas deben ceder, incluso las referidas al reparto “formal” de competencias entre poder judicial y Tribunal Constitucional. El fin justifica los medios, las buenas intenciones ganan a las mejores disposiciones.
Ese círculo, tal vez infernal o, al menos, vicioso, se cierra cuando las contendientes en el proceso son particulares, por un lado, y el Estado, por otro. Entonces cae la última barrera y existe menor inconveniente para extralimitar las competencias propias si con ello se da razón a esos particulares que tienen enfrente al Estado o cualquiera de sus instituciones. El Abogado del Estado sirve a un “cliente” bastante sospechoso por definición. Curiosísimo antiestatismo de uno de los supremos órganos del Estado, el Tribunal Constitucional. Parece que el Estado, incluso este Estado democrático y de Derecho, es un fiero Leviatán que no representa a nadie más que a sí mismo y cuya legitimidad, por tanto, vanamente pretenderá disfrazarse de democrática o constitucional. Quién sabe si no habrá que aplicarle algún día al TC, con el mayor respeto, el viejo dicho de que cree el ladrón…
Debo hacer una puntualización para acabar esta parte. Con cuanto llevo dicho parece claro que considero que el TC se ha extralimitado en su sentencia en el caso BILDU. Pero no hablo del fondo, sino de las competencias. Y, puesto que no hablo del fondo, no estoy diciendo ni insinuando que la sentencia de la Sala del 61 del Tribunal Supremo sea acertada y correctísima, no entro ni salgo en si tenía más razón la mayoría que sostuvo esa sentencia o si eran mejores los argumentos de los magistrados que votaron en contra y formularon voto particular. Ese no era hoy nuestro tema. Sólo he querido mantener que, acertada o errada dicha sentencia, no podía el TC anularla con base en los argumentos que para ello ha utilizado.
Resta un tema importantísimo, la madre del cordero. Se puede admitir todo lo que va dicho, pero preguntar luego: ¿en qué queda la competencia del TC en materia de amparo frente a sentencias? Como es el asunto más difícil, puesto que sobre eso conviene seguir pensando y ya que esta entrada está resultado demasiado larga, contestemos brevemente.
Tesis: el TC sólo debe anular sentencias cuando en ellas se contenga manifiesto error o patente arbitrariedad. Hay casos, no lo dudemos. Dicho de otra forma, nunca debe recaer tal anulación en amparo por causa de una mera discrepancia en las valoraciones, cuando de valoraciones normales y no abiertamente irrazonables se trata. Cuando el Tribunal Supremo (o tribunal de última instancia de que se trate) ha optado entre interpretaciones razonablemente posibles de una norma y ha argumentado suficientemente y razonablemente dicha opción, o cuando ha elegido entre valoraciones posibles de las pruebas –si es que ese tribunal tenía competencia sobre la prueba, como era el caso en la sentencia del asunto de BILDU-, está dentro de su competencia exclusiva y la ha desempeñado adecuadamente, nos guste –o le guste al TC- o no el fallo. La vulneración del derecho fundamental en la sentencia sólo puede ocurrir, a esos efectos, si el tribunal ha dejado de lado la ley que desarrollaba o daba garantías al correspondiente derecho, si ha propuesto una interpretación insostenible, claramente irrazonable o inadmisible de la norma legal o constitucional aplicable, si en materia probatoria no se ha atenido a las debidas garantías para las partes o a incurrido en patente arbitrariedad al apreciar el valor de las pruebas. Subrayamos lo de la clara irrazonabilidad o la patente vulneración de los límites legales y constitucionales. Es decir, la divergencia no puede ser por cuestiones de opinión. No toda limitación de un derecho fundamental en una sentencia puede dar lugar a la concesión del amparo, sino aquella que va unida a alguna forma manifiesta de arbitrariedad o de error.
Todavía habrá quien piense que estamos poniendo trabas a una muy generosa política del TC en materia de amparo. No es cierto, pues no hay tal política generosa. Baste contemplar cuántos recursos de amparo admite a trámite el TC, menos de un cinco por ciento de los que se presentan. Ver nada más que una parte de la realidad es una forma atenuada de ceguera; o estar tuerto.
Permítame el atento lector que repita la nota de antes: todo lo dicho es independiente de a quien haya dado la razón el Supremo y a quién el Constitucional en el caso BILDU o en cualquier otro. Y si la sentencia del Tribunal Supremo en tal asunto era mala o poco acertada, nada cambia de cuanto hemos mantenido. En un Estado de Derecho que se quiera serio, hay algo todavía más importante que el que los de BILDU puedan o no presentarse a unas elecciones municipales: el adecuado funcionamiento de las instituciones constitucionales. Porque en esto no se la juega BILDU, nos la jugamos todos, más o menos.
¿En qué "papel" pone que el Tribunal Constitucional no puede revisar la prueba prácticada por los Tribunales ordinarios?
ResponderEliminarEl único precepto de la LOTC que regula específicamente la prueba (art. 89) no apunta precisamente en esa dirección.
El ejercicio de la competencia que la Constitución ha otorgado al TC para proteger eficazmente los derechos fundamentales mediante el proceso de amparo (lo mismo cabe decir, mutatis mutandi, respecto de la competencia del TEDH) exige, necesariamente, entrar muchas veces a enjuiciar la apreciación de los hechos y la interpretación de la "legalidad ordinaria" que han efectuado los Tribunales ordinarios (el TEDH hace más o menos lo mismo).
Otra cosa es que el Tribunal Constitucional (o el de Estrasburgo) deban reconocer un cierto margen de apreciación a los Tribunales ordinarios. Pero ese margen no tiene por qué ser (ni conviene que sea) infinito, ni siquiera casi infinito, de modo que sólo una apreciación de la prueba manifiestamente irracional, caprichosa, arbitraria, etc. constituya una vulneración del correspondiente derecho fundamental.
Esos casos, por lo demás, ya vienen proscritos por el derecho a la tutela judicial efectiva.
Ni en la Constitución ni en la LOTC se dice que la tutela de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo deba limitarse a tales casos.
Lo que pasa es que al Supremo (y a mucha gente) le cuesta comprender que en materia de derechos fundamentales no es el supremo.
Gabriel Doménech
Muy buena la informacion sobre todo respecto del recurso de amparo
ResponderEliminar