Al Estado se le piden muchas prestaciones y él, que es bonachón y generoso, las atiende derramando sus gracias sobre la población peticionaria. A uno le da una beca, a otro le asegura la pensión cuando está en el paro, a aquella mujer le facilita el parto en un hospital público y a aquél anciano lo lleva de viaje a una playa de moda.
En estos tiempos de crisis, la demanda de servicios y de limosnas se dispara y, cuando llegan las elecciones, los gobernantes ofrecen bicocas para ser votados de la misma manera que antes, cuando antaño, el conde de Romanones repartía pesetas y aun duros para que le reeligieran en Guadalajara.
Es decir, que los tentáculos del Estado cada vez llegan más lejos. No me quiero poner serio pero los juristas alemanes han teorizado sobre este asunto y han parido la idea del “Estado social” que está en el frontispicio de las Constituciones más modernas y más guays.
Pero lo que ya resulta un despropósito y no se puede admitir es lo último que he visto anunciado en boca de un alto mandatario quien se ha despachado de la siguiente guisa: “la natalidad puede remontar si el Estado cumple su parte”.
Hombre, señor mandatario, no. Hasta ahí no ha llegado nunca el Estado al que es obligado reconocer limitaciones en algunos terrenos. Así, el Estado no le da una patada a un balón ni escribe un libro ni pinta un cuadro ni siquiera sabe hacer el bacalao al pil-pil, que ya es lacerante impedimento. Así es la realidad de cruda pero ese Estado, crecido y crecido a lo largo de los dos últimos siglos, lo admite -de buena o mala gana, no lo sabemos- y se acomoda a unas circunstancias que no puede alterar.
Pues si todo esto es así, resulta que tampoco el Estado puede “cumplir su parte” en la natalidad. Ya le gustaría porque el Estado es un ente lleno de papeles, de expedientes, de ministros, de jueces, de tipos impositivos, de sesiones aburridísimas de toda laya, de polillas ... Por ello, al hecho de participar en la natalidad, que es -hasta donde se me alcanza- un acto de regocijo y de contentamiento, no le haría ascos. Es más: ganaría en semblante y se le vería más risueño, más relajado. Perdería, aunque fuera por ese rato retozón, la cara de acelga que gasta.
Y es que da un poco de rubor tener que recodárselo al mandatario lenguaraz: lo de la natalidad, que tiene algo que ver con los nacimientos que se producen en una determinada sociedad, es el resultado del ayuntamiento o coyunda de varón con hembra o a la viceversa para que nadie se cabree.
Tan sencillo como eso. Y tan misterioso. Ahora se puede rellenar el discurso con los espermatozoos, los gametos, los óvulos y demás elementos de la fisiología, yo prefiero hacerlo con el amor y sus sombras, con la presencia de un ser imprescindible en nuestras vidas, con los silencios plenos, con los gemidos y las caricias, con los besos, con las noches transparentes o los amaneceres tibios ...
En ese escenario, que es galería de fantasías, no esperemos al Estado. Ni falta que hace. Al Estado, la declaración de la renta, asexuada como una aplicación informática. La del amor es un gustoso trastorno de los cuerpos desnudos.
El "despropósito profundo" podría encerrra en este caso una verdad profunda, à la Heisenberg.
ResponderEliminarNo sólo la economía cuenta para comprender la natalidad, sino -mucho más- la etología. Los animales que se encuentran incómodos procrean poco y mal, y con frecuencia destruyen la camada.
Y ahí, más incluso que en la economía, quizás se le pueda ver un cierto papel al Estado...
Salud,
A ese mandatario, cuyo mandato sólo es revocable cada 4 años lo haga bien, mal o regular, según una fórmula prevista al parecer inmodificable, le rogaría que le echase un vistazo a una corriente que defiende el decrecimiento entre otras materias en el asunto de la demografía.
ResponderEliminarEste es el tipo que cobra una asignación millonaria como Parlamentario europeo, es catedrático de una Universidad por la que no aparece nunca y va como un hortera en el AVE (en 1, por supuesto) presumiendo de lo que gana y lo importante que es. Visto con mis propios ojos.
ResponderEliminarUn verdadero cretino.