Rápido, amigo lector, tómese usted las sales, respire hondo, masajéese las sienes y vuelva, si quiere, al texto, para ver antes que nada la consabida puntualización: se trata de una generalización, pero, si de individuos concretos habláramos, si el examen fuera niño a niño, encontraríamos numerosos casos de posesión demoniaca o alma viperina, pero también más de cuatro que son una gloria de infantes, dulcísimas personillas, adorabilísimos seres, prodigios de la bondad, la generosidad, y la humana sensibilidad. Y más digo: los suyos de usted, los de todos y cada uno de mis amigos y compañeros y, por supuesto, los míos propios, forman parte de este círculo, selecto por reducido, de los pequeños sin tacha y que te hacen pensar que por qué no habrás tenido tres más y casi al mismo tiempo.
Reparen en que desde que he reincidido en la paternidad, hace cuatro años y dos meses, he tenido ocasión para observar a muchos pequeñajos y en las más variadas situaciones, en las casas, en el colegio, en los parques, en las calles, en las tiendas y centros comerciales, en las salas de juegos infantiles, en las piscinas, en la playa. Y de ahí la impresión ya reseñada: con las excepciones hace un momento aludidas, unos cabrones con pintas, de lo peor del género humano y del reino animal.
Puede que convenga relativizar algo, sólo un poco, este juicio mío, a base de ponerlo en un contexto más amplio. Y es que año a año y mes a mes me va asaltando una visión más triste y desilusionada del ser humano. Con esta gente que hay, qué hijos vamos a tener, dígame usted. Mas ese sería otro tema para debatir y analizar despacio, ya que ignoro si será que los años me están haciendo un cascarrabias medio asocial o si habrá algo de objetiva razón en esta sospecha de que la ciudadanía se vuelve más penosa de día en día. Sea como sea, la sensación es que nunca había habido tanta mezquindad, jamás semejante índice de aprovechados en todos los sentidos, de pícaros dispuestos a darte el palo como puedan y en cuanto bajes la guardia y, más en general, tanto zángano, tanto indecente y tanto rastrerillo con cara de conejo. Que no hay donde caerse muerto, vaya, y que menos mal que quedan, con todo, unos pocos amigos de ley y media docena de colegas con los que aún puedes conversar sin poner el culo contra la pared y la mano en la cartera.
En tan idílico marco, contemplo lo de los pequeños y no me conformo con el diagnóstico feroz, sino que me pregunto, ahí sí que con más dudas, sobre terapias y tratamientos. Primero lo primero: usted, si tiene práctica reciente de andar con niños de un lado para otro, ¿ha visto qué crueles son, qué egoístas, qué abusones, qué nulamente compasivos, qué soberbios? Podríamos nombrar “virtudes” y no parar. ¿Las quieren más de detalle? Pues observen con qué fruición tratan de monopolizar la atención y las conversaciones, cómo disfrutan interrumpiendo a los demás, mayores incluidos, cómo gritan para que nadie más hable, con qué saña fingen dolores, enfermedades y contratiempos, cómo se recrean en el sufrimiento adulto, y en el de sus compañeros de armas para qué decir, qué faenas se hacen unos a otros sin rastro de conmiseración, cómo se adulan y te adulan cuando necesitan a otra persona y cómo la desprecian, con qué desaires, cuando ya no les hace falta, qué pronto averiguan dónde está el talón de Aquiles de cada cual, qué hace a los otros vulnerables, qué tecla tocar para, cruelmente, vencer la resistencia ajena.
Es natural, lo sé. Los psicólogos dan nombres simpáticos a las etapas del desarrollo moral infantil y justifican por qué son egoístas, egocéntricos, ególatras y engreídos. O sea, unas joyitas. Lo que no les queda claro ni a ellos ni a mí, una vez descrita la desazonadora situación, es qué tratamiento convendrá darles a esos pequeños engendros nuestros. Lo de antes funcionaba, al menos en parte. Quiero decir que serían o seríamos de niños igual de malnacidos, pero al menos en casa y cuando había adultos delante, se disimulaba, por la cuenta que nos traía. Luego, en la escuela o en los parques del barrio, ya nos desquitábamos insultando o pegando a los más débiles de nosotros. Ahora esto último no ha cambiado ni un ápice, por supuesto, pero ya nos pegan, insultan y vejan también a los mayores y nos ponen a sus órdenes con tiránico designio. Esa es, sin la más mínima duda, una de las más sorprendentes sensaciones de los padres de hoy en día: ver que un mierda de dos o tres años ya te puede y te domina y que tú no te atreves ni a decirle que por favor, Luisito, deja de retorcerme los testículos y no le claves alfileres al amiguito en los ojos. ¿Por qué? Lo ignoro. Pero es lo que hay.
Los misterios son más. Interesantísimo, para sociólogos, psicólogos y científicos sociales en general, es el de por qué la gente normal sigue teniendo hijos. Ahora díganme que porque casi no queda gente normal, y a lo mejor les doy la razón. ¿Qué motivos puede haber hoy en día y aquí para tener hijos, para buscarlos con dolo y nocturnidad? Muchas de las de antaño se comprenden, esas sí. Por ejemplo, a la gente le hacía ilusión perpetuarse en sus descendientes, dar salida a sus genes. Así se perpetuaron tantos que mejor habrían estado con un nudo en salva sea la parte. En las sociedades patriarcales e inmobiliarias contaba grandemente el afán por salvar las propiedades de uno en forma de herencia para sus hijos, no fueran a comérselas otros. En ambientes rurales hacía falta mano de obra casera y gratuita, y por eso se reproducían de doce en fondo y aquí te cojo, aquí te preño, vida mía, hagámoslo por lo nuestro. También era inversión para asegurar la vejez y procurarse atenciones en la decrepitud, razón por la que no había matrimonio tranquilo sin alguna hija, o, en el peor de los casos, sin nuera dócil. Pero ahora, díganme, ahora para qué. De esos motivos ya no vale ninguno, bien pensado; o casi.
Necesitamos hipótesis, explicaciones nuevas. Una puede tener que ver con la situación contradictoria de la mujer, ya felizmente liberada, sí, pero solo a medias. Las pobres damas son bombardeadas con la falaz idea de que sin la maternidad queda sin desarrollar una faceta crucial y muy grata de su ser. Se lo cuentan así en las comidas familiares, en la peluquería y hasta en el trabajo. Y se lo creen, cómo no. Un hijo te llena la vida. No se sabe de qué se la llenarán, pero el tópico hace mella en las mujeres.
Luego están las secuelas culturales y psíquicas de la idea de familia. La gente se empareja en plan estable y, al poco, quiera que no, se pregunta para qué y qué falta le hacía. Y, como respuesta mejor muchas veces no se encuentra, hay que suponer que será para tener una familia con todas las de la ley y hacerse hijos. Lo uno lleva a lo otro, como si, por ser lo uno natural, lo fuera lo otro igualmente. De ahí que, por lo común, cuando en una pareja empieza la crisis, muchos concluyen que debe de ser porque les falta algo, porque les faltan los hijos. Mano de diablo: pareja que sin niños malamente se soporta, con ellos pasará a odiarse. Luego, como ya parece que lo del emparejamiento no era tan santo y evidente, el apego se proyecta en la prole y toca pelearse por los descendientes, para que a ellos no les falte la dicha de tener dos casas en vez de una y de peregrinar los fines de semana.
Queda, en fin, aludir al último factor, pero no el menos importante: las consecuencias del llamado Estado del bienestar. En los Estados de esta parte del planeta se vive bastante bien y, sobre todo, queda mucho tiempo libre. Los ciudadanos se aburren, aun cuando haya fútbol todos los días y tengamos Tele5. Urge rellenar el tiempo ocioso y quitarse horas para pensar. ¿Solución? El pasatiempo de los hijos. Mientras los llevas y los traes, los vistes y los desvistes, los proteges y te proteges de ellos, vuelves a sentir que tienes algo que hacer, algo extremamente relevante, al fin un deber y una ocupación.
Ellos lo saben o se dan cuenta, lo captan pronto. Tienen la sartén por el mango porque tú, papá o mamá, te has convertido en la parte débil de esa relación. Eres rehén y te refocilas en tu síndrome de Estocolmo. Al otro lado está el aterrador vacío, no te lo puedes permitir. Mímalos, cómprales de todo, hazles los deberes, pégate con sus profesores, tolérales las impertinencias, permíteles sus desprecios, adora a tus nuevos emperadores. Sacrifícate, cabrón, entrégate, ríndete. El poder ha cambiado de manos, la sociedad se ha tornado infantil, la crueldad de los pequeños ya es la ley de los mayores.
Terminemos en positivo. Por supuesto que se puede ser muy feliz con la propia prole y que cabe hasta que no te dominen y los vayas haciendo provechosos ciudadanos del mañana. Claro que sí. Pero conviene distinguir. Durante siglos y milenios la descendencia era un efecto de la inconsciencia y una imposición de la tradición o hasta una trampa de los modos de producción, como diría un marxista de los de antes. De ahí hemos pasado a la frivolidad como móvil para paternidades y maternidades. Se buscan hijos con afán bien similar al que nos gobierna cuando cambiamos de coche o nos compramos una tele de plasma. Quizá llega la hora de que entremos en la fase de la paternidad consciente y un poco responsable, de la paternidad que forme parte de un plan de vida reflexivo y bien orientado. ¿Qué cómo se come eso? Permitámonos una esquemática exposición en forma de elementales consejos.
1º) Jamás busque hijos si usted no los quiere. Y cuando digo usted, digo usted, no me refiero ni a su pareja ni a sus padres de usted ni a sus suegros o a la peluquera.
2º) No acepte opiniones parciales, sesgadas. Y, como en eso imparcialidad no cabe, no acepte opiniones, y punto. Casi todos los que han sido padres le van a decir que sí y que qué maravilla y que no se lo pierda. Nadie tiene narices para confesarse fracasado por no haberse echado al monte sin descendencia. Los que no han procreado tampoco valen, pues nunca estaremos seguros de si mueve sus juicios la satisfacción o el despecho. Así que usted mismo, no hay otra.
3º) Cuídese muy mucho de haberlos con cualquier mamerto/a. Y, desde luego, si tiene una pareja que le parece de primera, tómese, así y todo, su tiempo. ¿Cuánto tiempo? Mínimo, cinco años de convivencia. Convénzase, sin autoengaño, de que será capaz de aguantar a la contraparte también cuando haya descendencia de por medio. Considere este curioso e inapelable efecto: cada hijo multiplica por diez los defectos de su pareja. Así que ojito. Si su pareja es un bicho o ya apunta maneras de tal, no olvide que mañana se va a fortificar detrás de su hijo y contra usted. Tampoco eche en saco roto esta otra consecuencia que la estadística confirma: el niño casi siempre sale al peor de los progenitores. Si es usted, no pasa nada, pero si es el otro, prepárese para que entre dos lo torturen.
4º) No descarte tenerlo usted solo. Si es mujer, está fácil; si es varón, también hay maneras, empezando por la adopción individual. Los riesgos de una relación entre dos siempre son menores que los de una relación a tres bandas. Y, tal como está el panorama, es para meditarlo antes de embarcarse, con el personal que abunda, en proyectos vitales de tan hondo calado.
5º) Con todo, no se pase de egoísta. Pregúntese honestamente por qué quiere un niño y rechace de plano toda respuesta suya que empiece así: “porque yo…”. Ni porque yo lo necesito ni porque yo tengo ese gusto ni porque yo quiero que él disfrute lo que yo no tuve ni nada de eso. La gente de bien no tiene hijos para que sean de ellos, de los padres, sino para que sean de sí mismos, para que puedan llegar a ciudadanos autónomos y responsables. Si alguien se aburre o necesita compañía o quiere compensar alguna íntima frustración, mejor hará comprándose un perro o un gato.
6º) Nunca se resigne a nada ni soporte a quien no deba so pretexto de que lo hace por su hijo. En eso sí que los niños aprenden de uno. Aprenden a ser autónomos y valientes o a ser unas piltrafillas. En algunas ocasiones el mejor ejemplo que se puede dar a un niño es el de mandar a tomar vientos a su padre o su madre. Educadamente y sin malas maneras, pero como hace la gente con autoestima. Mantenga usted ante su hijo su autoestima, por estima a él y para que mañana también él sepa cuidar de sí mismo y hacerse valer.
7º) Y, hablando de autoestima paterna, ningún hijo se respetará de adulto a sí mismo ni respetará a los demás si de pequeñajo no ha visto cómo su padre y/o su madre se hacen respetar, incluso por él mismo, por el propio hijo.
Si usted, paciente amigo o esmerada amiga, considera que ha pasado este pequeño test con buena nota, adelante, procree sin miedo. Puede disfrutar mucho, como yo mismo estoy disfrutando toda esta temporada. Porque hasta en la selva más repleta de alimañas se pueden vivir muy buenos momentos. Es cuestión de guarecerse y saber montárselo.
Jeje, falta solo que Vd. proponga la institución de un "carnet de procrear" con sus correspondientes exámenes teórico y práctico...
ResponderEliminarPero da en el blanco, vaya si da. Los críos son un eficacísimo papel de tornasol del mundo en que vivimos, y no existen críos existencialmente "maleducados", sólo los contingentemente "mal educados". Yo vuelvo a la carga con mis salmodias de siempre: somos todos adoptados. Y a los que nos tocó buena adopción, nos tocó la fortuna más grande de nuestra vida.
Aunque sea cambiar de tema, una entrada con este título me parece el lugar oportuno para recordar que la "matanza de los inocentes" es uno de los (no pocos) pasos de los Evangelios canónicos que carece de cualquier tipo de cotejo histórico. Vamos, que está sacado de la chistera.
Salud,
Un nuevo listado/ranking:
ResponderEliminarhttp://www.shanghairanking.com/ARWU2011.html
Bueno, profesor, diste en el clavo. Lástima que los consejos lleguen tarde a muchos, y otros ni siquiera se enteren de ellos. ¿Por qué no pruebas a publicarlo en el periódico, para que los que todavían lo andan pensando sepan a qué atenerse?
ResponderEliminarServidor, que ha lidiado con los hijos de los demás, sabe que ninguno es tan bueno como parece ni tan malo que no pueda llegar a parecer honrado llegado el caso. Si tengo que elegir, abogo porque se haga cargo de ellos el Estado al cumplir los 3 años, que al parecer es la edad en que dejan de tener una ligazón tan estrecha con el seno materno. ¿Imaginas qué libertad para los progenitores, que se librarán de la inefable tiranía de sus vástagos y podrán dedicarse a plantar tomates por la tarde?
Un abrazo.