Algún día conseguiré desprenderme un poco de las inútiles quimeras de la teoría jurídica y me dedicaré con más fervor a la literatura, que da más placer y resulta más útil, en todos los sentidos. Entretanto, voy a salto de mata con la lectura novelas, cuentos y algo de poesía, aunque líricamente estoy seco esta temporada. Son tiempos más propicios para la prosa agreste y el párrafo peludo, aunque uno se diga que tocaría refugiarse en la torre de marfil con el mismísimo Juan Ramón (Jiménez, no vayan a pensar) y con algo del sublime loco de Tubinga.
Me reprimo un poco con la novela negra, incluida la nórdica, porque me engancha como el tabaco y no es plan. Además, es de esas cosas que gustan tanto como cansan y que ponen a uno en una perpleja dependencia. Como el cigarrillo, ya digo. Alguna de la de más éxito del Sur de Europa la he abandonado a posta, como la de Andrea Camilleri o Donna Leon. Creo que, modestamente y a mi manera, ya le he pillado el truco: son novelas en las que hay crímenes, sí, pero los investigan siempre unos sujetos con dilemas personales más bien vulgares (discuten con su mujer, les deprimen los días oscuros, tienen hijos con los que se comunican dificultosamente, padecen algún gatillazo que los pone de pésimo humor y son propensos a la gula; cosas así, muy humanas y tal) y, sobre todo, están rodeados de colegas y subordinados que enternecen porque o son medio tontitos o sufren por los embates de amores no correspondidos. La novela negra europea meridional más vendida es pedestremente maniquea y profundamente conservadora en su fondo, por mucho que tenga un toque de denuncia social, dicen. Algo de eso le pasa también a la nórdica más conocida, de Mankell a Larsson, aunque con un toque de mayor liberalidad de las costumbres con un frío que pela. Por su parte, los norteamericanos suelen inventarse protagonistas cuyo difícil carácter acaba resultando rutinario y cuya psicología de pedrusco con gabardina empalaga tanto como el anís.
Así que, como uno es víctima de todas las babelias, cada tanto lo intento con alguno de esos autores norteamericanos de novela seria de los que se cuenta todo el rato que captan como nadie los dilemas y las contradicciones de las sociedades contemporáneas y que dibujan con supremo arte personajes de muy compleja psicología. Casi siempre dejo esos libros a medias, hastiado y compungido, preguntándome si mi intelecto paupérrimo me incapacita para captar lo sublime en semejantes narraciones pesadísimas llenas de personajes con los que no me apetecería nada tomar unos vinos si me los topase en un bar de León, auténticos pelmazos narcisistas, horteras y mal alimentados.
Por ejemplo, estoy leyendo, a base de voluntad y sacrificio, la última novela de Siri Hustvedt, El verano sin hombres, aplaudidísima por la crítica y que me recomendó un amigo de gustos literarios fiables. Me he echado al coleto un tercio de sus páginas y voto a Bríos que la terminaré aunque me cueste lo mío. Avanzo con lentitud y esperando que suceda algo, pero tal vez se me frustre la expectativa. Dicen que el tono es de comedia, pero no le encuentro la gracia. Cuentan que el personaje femenino es interesante y complejo, mas solo me parece una boba con pretensiones. Hay un drama amoroso de fondo y unos desarreglos psicológicos de la protagonista, pero de esos que los aldeanos pensamos que se curan a base de follar más (con perdón) o de comer buenos potajes. Clarín o Flaubert, o hasta Theodor Fontane, se troncharían de risa al comparar las andanzas y quebrantos de las burguesonas gringas con los sutiles matices de Ana Ozores, la señora Bovary o Effi Briest. ¿Será cosa de los tiempos o habrá problemas de estilo?
¿Saben qué criterio muy personal manejo para juzgar una novela? Pues pienso si eso y así lo podría escribir yo mismo aunque me diera la risa. Si me parece que sí, me desengaño y cambio de palo.
Miren, hagamos un intento. Ahora voy a ser, durante un rato, escritora de Minnesota. Me llamo Elleanor Kovalski y les presento un fragmento del segundo capítulo de mi novela Canasta sin huevos.
Decidí no gobernar mis pasos. Elm street conservaba nieve sucia al pie de las aceras y las persianas de las tiendas aún estaban bajadas. En el cruce con Pilgrams Avenue tres chinos de edades imposibles aguardaban ante el semáforo con sacos al hombro. Poco más allá, en el doscientos, estaba el pub Hamilson, en el que Harry y yo pasamos tantas tardes de sábado cuando él abandonó sus estudios de arquitectura y a mí me asfixiaba el ambiente pesado de la casa de mis padres. Harry siempre iba con una bolsa de bandolera de la que lo mismo sacaba un sándwich vegetal que una viejísima y muy deteriorada edición de Hojas de hierba. Pero nunca quiso leerme un poema y se pasaba las veladas comentándome el último partido de los Yankees o pequeñas aventuras de su infancia en Carlina del Sur. Los padres de Harry habían sido granjeros y emigraron a Nueva York cuando él tenía once años. A Harry no le gustaba que le recordaran los tiempos de miseria y las borracheras de su padre, antes de que su madre abandonara el hogar familiar y se marchara a casa de su hermana Helen, la tía de Harry por la que él sentía veneración. Cuando la madre de Harry murió, al poco tiempo, él se quedó con su tía y la ayudaba con gusto en el pequeño negocio de ferretería que la tía Helen había heredado de su difunto marido, un japonés aplicado y extraordinario amante, como recordaba la tía Helen cuando se achispaba tras su rutinario güisqui nocturno.
Es curioso que pueda recordar cada rincón del Hamilson, pero se me hayan difuminado los rasgos del rostro de Harry. Me acuerdo, sí, de sus manos grandes con dedos velludos y del calambre que recorrió mi cuerpo la primera vez, y la última, que con ellas se asió a la mano mía como un náufrago a un madero, pero para decirme que pensaba marcharse al día siguiente a París a buscar rastros de otras vidas. Así me dijo, a buscar rastros de otras vidas, y que tal vez no volveríamos a encontrarnos.
De Harry nunca más tuve noticia y cuando, de manera puramente incidental, le hablé de él a Colin, muchos años después, torció el gesto y me miró con cara de pocos amigos. Para Colin todo hombre que se hubiera cruzado en mi vida era un enemigo real o potencial, un rival del que prefería no saber. A estas alturas, Harry y Colin y tantos más solo representan tenues fragmentos biográficos, episodios que no sé interpretar y que se mezclan desordenadamente en mi cabeza, aunque de Colin sí tengo presente la cara y, sobre todo, su voz ronca y su costumbre de entrar en nuestra casa gritando que dónde estaba su palomita.
A mi madre nunca le hablé de Harry, pero su trato con Colin en todo momento fue forzado. No le gustaba Colin, aunque él se esmeraba y en su presencia se mostraba insospechadamente contenido, suavizaba el gesto y ponía sordina a su vozarrón. La trataba como a una niña y creo que eso era lo que la hacía ponerse rígida y adoptar una actitud distante. Cuando mi madre murió, Colin reapareció en el funeral y me dio un beso cálido en la mejilla, mientras me apretaba los brazos y murmuraba algunas palabras que no llegué a entender. Fue la última ocasión en que vi a Colin.
He venido a parar al puente de Marson y contemplo la marcha de los corredores por la orilla del río, todos ataviados con prendas deportivas de marca y con cascos en sus orejas. A mi hijo Ricky le gustaba sentarse junto al agua mientras yo le explicaba historias de pescadores y de peces fabulosos. Cuando se fue a Halifax le envié viajas fotos que aquí le había tomado, pero nada me comentó sobre ellas. Melanie insiste en que los viajes de Ricky no representan más que una huída de su infancia. La última postal me la remitió desde Oslo, hace dos años. No se la enseñé a Melanie. ¿Acaso alguien se va a molestar en buscar interpretaciones para el hecho de que Melanie se dedique obsesivamente al diseño de vestidos para muñecas?
Bueno, ya vale, me cansé. Pero si me pagan a tanto la página, relleno doscientas, palabra. Bastaría ir metiendo unas relaciones tormentosas de la protagonista con una hermana que ahora tiene demencia senil y que no la reconoce, recuerdos de cuando el marido se lió con una monitora del gimnasio, veinte años más joven, alusiones a que en la fiesta de bodas se hizo la mujer un esguince y el señor estuvo un pelín bruto. Y ella que lamenta ahora no haber vivido de otra manera. Y así. Un peñazo, sí, una lata morrocotuda. Pobres lectores. Aunque, siendo de Ruedes como soy, no se van a pegar por mi engendro los editores norteamericanos ni me llamarán de Anagrama. Debería hacerme judío, nieto de un rabino polaco, contar que trabajé de joven en algunos muelles portuarios y que llevo seis divorcios. O también podría hacerme el misterioso y desaparecer de pronto en un maizal y que no hubiera más fotos mías que unas de cuando gané un campeonato de petanca. Ya imagino las críticas, un nuevo valor surgido en Kentucky, portavoz de la América profunda y testigo de la soledad del hombre ante las grandes urbes. U ubres, da igual.
En fin, voy a echarme una siesta dominguera, a ver si retomo la normalidad mesetaria. Ustedes disculpen.
Para que se anime Vd. un poco, que ya enseña los dientes el lunes, le copio un cachico de un muy modesto ensayito de Hesse (Magie des Buches, 1930), que creo que a lo mejor contiene una respuesta a su cuestión impronunciada.
ResponderEliminarAllá voy.
"Tomemos un ejemplo cualquiera de la historia reciente de las ideas y del libro. Imaginémonos un alemán instruido, amante de la lectura, entre los años 1870 y 1880: pongamos que sea un magistrado, un médico, un profesor de enseñanza superior, o un privado que lea muchos libros: ¿Qué ha leído. que ha conocido del espíritu creador de su tiempo y de su pueblo? ¿En qué medida ha tomado parte en su vida y en sus esperanzas? ¿Dónde ha ido a parar esa literatura que los críticos y la opinión pública de entonces consideraban buena, deseable, digna de ser conocida? No queda prácticamente rastro de ella. Mientras Dostoevskij escribía sus libros, mientras Nietzsche, ignorado o vilipendiado, atravesaba en soledad Alemania, que por aquellos años se había enriquecido y aficionado a los placeres, la totalidad de los lectores alemanes, ancianos o jóvenes, de rango elevado o ínfimo, puede que leyeran a Spielhagen, a la Marlitt, o quizás, en el caso más favorable, las garbosas poesías de Emanuel Geibel -que alcanzaban tiradas, se puede decir, que desde entonces no ha vuelto a alcanzar ningún poeta lírico– y leían los versos del famoso Der Trompeter von Säckingen, de Victor von Scheffel, cuya fortuna y popularidad superaron incluso la de las poesías de Geibel.
Podríamos citar centenares de ejemplos como éstos. Se ve pues que la inteligencia se ha democratizado sólo en apariencia, y que sólo en apariencia los tesoros espirituales de una época pertenecen a quien quiera que, en esa misma época, haya aprendido a leer; que en realidad, en cambio, todo lo que es de verdadero valor permanece secreto y desconocido; y se diría que en algún lugar subterráneo exista una casta secreta de sacerdotes o de conspiradores que desde su escondite anónimo maneja los hilos de los destinos del espíritu, que camufla a sus emisarios armándolos de poder y de fuerza explosiva que durará por generaciones, y que los envía sin ninguna notoriedad por la tierra, haciendo de tal manera que la opinión pública, orgullosa de lo mucho que sabe, no advierta nada de la magia que se está desplegando bajo sus ojos."
Salud,
Me permito hacerle tres recomendaciones: Don Delillo, Chuck Palahniuk y David Foster Wallace. Ya me dirá.
ResponderEliminarSaludos
Completamente de acuerdo con Anton Lagunilla y, ademas, sugiero la lectura de Richard Powers.
ResponderEliminarMuy de acuerdo con lo que dice el Prof. sobre la novela policíaca europea. La última en la que piqué la detective era una mujer amargada de origen coreano adoptada de pequeñita en Noruega, que a causa de su inadaptación básica vive malhumorada y cuyo carácter directo y políticamente incorrecto le lleva a chocar con su jefe, un amargado detective noruego al borde de la jubilazzzzzzzzz (SE LO JURO. NO ES COÑA).
ResponderEliminarCon Lagunilla, me apunto a lo de Palahniuk (los gafapasta lo pronunciamos "Polanik"). Es cierto que el fulano últimamente se repite como el ajo, y cada vez más con más farsa que tragedia (la más reciente, "Pigmeo", es un descojone sin más pretensiones. Pero un DESCOJONE). Sin embargo "El Club de la Lucha" (¡oh! ¡alguien lo ha colgado en pdf!) y "Nana" aún las agarro de vez en cuando para ver cuán lejos se le puede ir la pinza a alguien y lo vívidamente que lo puede narrar.
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ResponderEliminarPor cierto, Prof. ¿Y si ahora que le acabo de hacer un enlace a un PDF le cierran el Blog desde la "Sección Segunda" del Ministry of Truth y sin que un Juez diga ni Pamplona sobre si hay o no hay un atentado contra la Propiedad Intelectual? El Miniver no descansa: la Ley Sinde-Wert o Wert-Sinde sale ya. Dizque.
ResponderEliminarAl respecto, un resumen for dummies del siempre ameno David Bravo aquí mismo.
(Disculpe el borrón de antes, que lo borré intentando editarlo).