Empiezo por una mínima anécdota que me pasó el otro día y que puede que ni tenga mucho que ver con lo que vendrá a continuación. Estábamos en una reunión amistosa de gente dispar y, entre que unos iban y otros venían, yo me aislé un rato en una esquina y me puse a mirar periódicos con mi smartphone, aparatejo que me tiene encantado a pesar de mi pereza creciente ante las novedades tecnológicas. Justo cuando me había puesto con no sé qué noticia que se comentaba en el Frankfurter Allgemeine Zeitung (no lo hago todos los días, no me pongan esa cara) se me arrimó discretamente un muchacho adolescente, muy buena gente, y se puso a fisgar por encima de mi hombro. Me preguntó que si entendía el idioma y le contesté que sí, porque había vivido en Alemania tiempo ha. Le expliqué que andaba echando un vistazo a las informaciones de aquellas tierras. La pregunta siguiente me dejó más confundido y me puso un poco tenso, pues me dijo: ¿y eso para qué te vale? Tocamos, sin querer, la mismísima madre del cordero.
Mi reacción no fue muy templada, aunque no dejé de ser amable. Le conté aquello de que el saber no ocupa lugar y que resulta grato estar al corriente de lo que pasa en el mundo. Pero insistió, pugnaz, el condenado, quizá retado por mi tono anterior: y a ti para qué te vale saber lo que pasa en Alemania. Ya se me estaba gastando una virtud de la que ando escaso últimamente, la paciencia. Reuní la que me quedaba y subió un poquito mi tono. A ver, respondí, seguro que tú te sabes de pe a pa la alineación del Real Madrid o del Barcelona, y yo te puedo plantear que para qué te vale eso, y hasta puedo yo mismo darte la respuesta: para nada. Si te pregunto cómo se llama el actor que hacía de portero en aquello de “Aquí no hay quien viva” o cuál es el nombre de la novia de Casillas, me vas a dar esos datos la mar de orgulloso, y yo no sostengo que esté mal conocerlos, pero afirmo que eso sirve para menos que enterarse del debate que los alemanes tienen ahora mismo a propósito de un Presidente del país que les salió un poco rana. ¿A que tú desconoces el nombre del Presidente de Alemania? Picado, como corresponde, me replicó que no, pero que no veía gran utilidad en saber eso. Así que contraataqué: pues verás, cuando mañana acabes una carrera y en alguna empresa o institución importante y seria te citen para una entrevista de trabajo, no te van a pedir que les digas el segundo apellido del Guaje Villa, sino que querrán averiguar si sabes lo que pasa en el mundo y si eres capaz de dar alguna explicación de unas cuantas cosas importantes, si hablas idiomas, si tienes alguna idea sobre arte o literatura, si sigues los debates de la política, si estás al tanto de los grandes conflictos internacionales, y así. Como el chaval es muy buen tipo y bien listo, decidió dejar nuestro diálogo en este punto, y quién sabe si quedó pensándolo o si se consoló con el muy hispánico “hay gente pa to”.
Luego leí en El País una tribuna sobre el papel de las humanidades en el mundo actual, en la enseñanza y la cultura. No me pareció el no va más de la claridad ni muy afortunado su manejo de la ironía, pero me quedé con la copla y a eso vamos ahora.
En general, no me apunto sin reservas al extendido lamento sobre el decreciente lugar de las humanidades en la enseñanza y en la vida de nuestros días. Me da que pensar esa actitud mía y llego a la conclusión, de nuevo, de que no hay que confundir el objeto con sus cultivadores. Es lo que me pasa con la mismísima disciplina a la que profesionalmente me dedico, la filosofía del derecho, que en abstracto la considero importante, pero cuando comienzo a repasar la lista de los compatriotas que la cultivan (por así decir) y la enseñan, empiezo a pedir que la supriman de los planes de estudios. Hay un par de docenas o tres de excelentes expertos con un gran nivel y extraordinaria dedicación, pero el resto es morralla académica. Discúlpeseme la expresión. Y ya sé que no saldrán las cuentas muy distintas si pensamos en otras materias, jurídicas o no, “humanitarias” o científicas de otra manera. Por las mismas, se sabe de catedráticos de filología enemistados con la más elemental sintaxis, de profesores de ética que no tienen ni repajolera idea de historia o de historiadores que no saben en qué siglo ubicar a Aristóteles o a Schopenhauer. Y así sucesivamente.
Y me estoy refiriendo a la universidad. Así que como para ir a ver en las escuelas e institutos. Aunque, para decirlo todo y que se note que de todo hay, me tiene admirado que mi pequeña Elsa, con sus cuatro años y medio, cada tanto vuelve del colegio contándome historietas de la vida de Wolfgang Amadeus Mozart (así lo dice ella, todo seguido) o de Beethoven, o tarareando algún trocillo de la Sinfonía de los Juguetes, que, según me explica la mar de orgullosa, fue compuesta por el papá de Wolfgang Amadeus, que se llamaba Leopold. Olé por su maestra (se llama Candelas) y por su colegio, que es público, pues ni su madre ni yo somos ministros ni consejeros autonómicos del PSOE. Otra maravilla de ese colegio público es que no organiza cada mes una obrita dizque de teatro para la que haya que conseguir a los pequeñuelos un disfraz de ángel o un traje de abeja. A punto estuve, a comienzos de este curso, de lanzarme a besar a la profesora cuando nos explicó a los padres reunidos que teatro y cosas de ese estilo sí que va a haber, pero para los niños, no para los padres, y que hiciéramos el favor de no aparecer por allí a meter la nariz, a molestar con la cámaras de vídeo y a decir paridas sobre lo precioso que está nuestro pequeñín y que mira qué bien hace de nube, todo meado. Fabuloso. Aun quedan reductos para el sentido común y la esperanza.
Me he perdido, ya retomo el hilo. Sí creo que son importantísimas las humanidades y que hay que defender su enseñanza y la correspondiente investigación. Estoy pensando en la historia, las lenguas clásicas, la filosofía, el arte y su teoría, la literatura y su teoría… Pero hace falta resituarlas en los esquemas sociales y culturales. Espero explicarme rectamente y que no se me malinterprete lo que ahora voy a decir.
Busquemos un día en que jueguen el Real Madrid y el Barcelona y vayamos a cualquier bar lleno de parroquianos que ven el partido enardecidos. Por cierto, a mí también me gustan esos partidos e, incluso, verlos en un bar con buen ambiente. Preguntémonos si sería esperable que todos los allí reunidos tuvieran algunas ideas de griego clásico, unos buenos rudimentos de latín, mínima información sobre las peculiaridades del gótico tardío, conocimientos bien asentados sobre las campañas napoleónicas o sobre los efectos económicos de la desamortización en España, alguna idea sobre las particularidades del estilo de Faulkner o sobre la influencia del esperpento valleinclanesco en las letras españolas del siglo XX. Y cosas por el estilo. Es evidente que no, que no es esperable, porque no es posible. Y, si no es posible, el andar pensando si sería deseable nos lleva a la melancolía, pariente rica de la estupidez.
Hablamos en términos puramente sociológicos y funcionales, ojo. Si tocara pergeñar utopías o sociedades ideales, debería cambiarse el tono. Y lo que sucede es que si el dueño del bar o, entre la clientela, el que conduce un autobús urbano, el que es celador de un hospital, el que barre las calles o el que maneja una excavadora supiera de todo aquello que como ejemplo se mencionaba hace un momento y de muchas otras cosas por el estilo, serían unos perfectos desgraciados. Eso en cuanto a su sentir personal. Políticamente se volverían unos revolucionarios peligrosísimos. Por eso, para el sistema social y político (sigo en clave descriptivo-funcional) es extremadamente positivo que no tengan más información que la futbolística y no se ocupen de más tema que de hermeneusis de las declaraciones de Mourinho o Guardiola en rueda de prensa, como mucho.
Lo que sí debería dar que pensar es que resulta muy probable que, entre esa ruidosa concurrencia del bar en día de partido, estemos tres o cuatro catedráticos de universidad o abogados o notarios o profesores de literatura o de historia del arte que andemos tan a uvas o más, ceporretes en idéntica medida. Porque se supone que nosotros hemos recibido eso que llaman “enseñanza superior”, que nos dedicamos a oficios con alguna exigencia intelectual y en los que conviene tener la sensibilidad un poquillo trabajada, y que, además, a algunos también nos toca formar a otros para tales desempeños.
El fracaso de las humanidades no se debe a que la mayoría de la gente no tenga nociones de latín o desconozca el tiempo y los caracteres de la novela picaresca, sino a que entre los mismos que supuestamente las cultivan, las enseñan y viven de ellas hay una sorprendente cantidad de cabezas cuadradas con menos sensibilidad que un besugo y menos información que una rana. Ahí está la paradoja o la contradicción de nuestras demandas de mayor papel de las humanidades, en que si ponerles más horas en los programas y los planes de estudio supone dar más trabajo a semejantes bodoques, hemos hecho un pan con unas tortas. Nadie puede transmitir lo que no tiene ni enseñar lo que no sabe. Ni siquiera a trocitos o por especialidades.
La educación fracasa cuando no hay claridad sobre lo que se debe enseñar y con qué fin. Pensar que, por tener que aprobar una asignatura de latín en el bachillerato todos los alumnos se van a parecer a Cicerón, es tan tonto como creer (mutatis mutandis) que todos los que memoricen las obras de Van Gogh terminarán cortándose una oreja. Nada que ver.
En la enseñanza primaria y secundaria deben tenerse claras dos funciones. La primera es la de domesticación y/o rito de paso. Los críos aprenden a pasar por el aro, y eso, si no nos propasamos, no es cosa mala. Pasar por el aro es guardar silencio, sí o sí, mientras en clase habla el profesor u otro compañero; pasar por el aro es no robarle el bocadillo al gafotas; pasar por el aro es no soltar ventosidades en el aula repleta. Pasar por el aro es también aprenderse para el examen la lista de los ríos europeos principales o el nombre de los más destacados escritores de la Generación del 98. Luego, cada estudiante olvida con toda naturalidad cada dato aprendido que no le interesa nada, según su personalidad, su sensibilidad y sus inclinaciones. Pero, uno, se han asumido pautas elementales de conducta social; y, dos, se ha captado que existen conocimientos a los que la sociedad da mucha importancia, al margen de que a cada uno le interesen más o menos. Y, de propina, se asimila también que para ciertas vías de ascenso social son necesarios esos conocimientos tenidos por importantes.
En suma, la enseñanza primaria debe ser la conjunción de tres factores: urbanidad y reglas básicas de comportamiento en sociedad, aprendizaje de unas pocas operaciones imprescindibles para desenvolverse en el mundo (operaciones aritméticas fundamentales, lectura, escritura…) y puesta a disposición de informaciones primordiales sobre el mundo que nos rodea y su porqués. Con esos elementos, cada estudiante hará lo que pueda y lo que quiera. Se da la oportunidad, pero no pueden garantizarse los resultados, pues la materia prima de cada uno es la que es. Por eso el fracaso escolar no es fracaso por los que se quedan en el camino porque no pueden o no quieren seguirlo, sino por lo que no aprenden los que podrían y querrían.
En la enseñanza secundaria debe ser mucho más abundante la información y la ocasión para poner a prueba y perfilar las capacidades y las vocaciones. Que prueben y vean. Si hablamos de humanidades, ha de contarse la historia con pasión, para que enganche al enganchable, tiene que mostrarse que la literatura puede ser supino placer para aquel que sea sensible a los devaneos del alma humana y de la peripecia social, debe demostrarse que el griego o el latín tienen una trama interna apasionante y que dominarla ayuda no solamente a hablar mejor y con más propiedad, sino también a pensar con mayor dominio y precisión, se debe transmitir que a través el arte hay salidas gozosas para la emociones y hasta para las neurosis. Etcétera. Pero el que lo pilla lo pilla, y al que no lo pille también hay que respetarlo, permitiendo que se apee y se dedique al fútbol o a tocar la batería en una orquesta de bodas. No pasa nada y de todo ha de haber en la viña del Señor. Porque, en efecto, hace falta gente pa to.
Estamos como estamos porque las humanidades no pueden ser disfrutadas ni cultivadas por las masas. Será triste, no digo que no, pero cuéntenme para qué sirve engañarse. No estoy diciendo, para nada, que deba ganar menos dinero en su oficio el que pone ladrillos que quien traduce a Tácito. Tampoco niego la posibilidad de que haya quien de día curre en el andamio y por la noche lea a Shakespeare en versión original. Bendito sea si es feliz. Lo que no podemos es engañarnos con la ficción de que podemos tener una sociedad en la que todos los albañiles sean expertos en Platón o capaces de glosar con fruición un poema de Góngora. No es que estemos condenando a nadie a galeras, es que, para muchos, la condena es tener que andar leyendo a Góngora porque la familia insistió en que hicieran una carrera universitaria, cuando lo que más desean en el mundo es instalar bañeras o poner enchufes y, a fin de cuentas, en eso acabarán. Que también es muy digno, por cierto.
Siempre que hablamos de las humanidades y su relevancia traemos a colación los grandes ejemplos de la enseñanza de antaño en algunos lugares. Ah, qué formación tan completa y exigente recibían los muchachos alemanes en el Gymnasium, cómo salían traduciendo del griego y expresándose en latín o conociendo en detalle cada obra de Heine. Pues será. Pero olvidamos que aquella era la enseñanza que recibían las élites sociales y económicas, no la que se daba a las masas juveniles. Era una formación clasista en una sociedad fuertemente dividida en clases poco menos que incomunicadas. Era la educación que se aplicaba a la minoría llamada a gobernar en lo público y lo privado y a ganarse muy holgadamente la vida.
Hemos hecho un giro de ciento ochenta grados. No es que hayan desaparecido las clases y el clasismo, quia, es que ahora se camuflan esas divisiones repartiendo títulos a diestro y siniestro, los universitarios incluidos. ¿Cómo? Bajando la exigencia para profesores y estudiantes, para que todo el mundo tenga el suyo y pueda fingirse que es alguien. Aunque no sea nada, aunque termine en el lumpen y la explotación de siempre. Ni son ni saben, pero cuelgan un título y las estadísticas quedan retozonas y lujuriosas. Ahora, o dentro de nada, el conserje y el catedrático, el vendedor de coches y el ingeniero tendrán un título formativo similar, pero el conserje sigue siendo conserje y el vendedor, vendedor. ¿Que, a diferencia de otros tiempos, eso es buenísimo porque unos y otros son gente muy culta y formada? Mentira, lo más probable, en términos generales, es que ni los unos ni los otros tengan ni repajolera idea de nada y que solo piensen en la última lesión de Piqué o en qué malos hijos le salieron a la Duquesa de Alba. Igualar los títulos por abajo para que, por arriba, las divisiones sociales se mantengan, pero ahora plenamente desvinculadas del saber y la sensibilidad. Si Marx hablaba de aquello de la ideología como falsa conciencia y como fuente de alienación, ahora tendríamos que referirnos a la pedagogía como falsa conciencia y como tapadera contumaz de la alienación social. La ventaja, en términos de justicia boba, será que hoy intelectualmente ya están tan alienadas las clases dominantes como las clases dominadas. Ya no hay dios que entienda de nada y ni unos ni otros han oído hablar de Goethe. O lo olvidaron, porque se lo explicó en clase, un día, otro tarugo.
Las humanidades sí son necesarias y muy importantes, claro que sí, pero son cosa de minorías y para minorías. Como la física teórica o la química orgánica. ¿O es que todo quisque tiene que manejarse con soltura en temas de neutrones y neutrinos? No, es imposible. Pues igual de imposible que el que todo zurrigurri sepa distinguir y apreciar un cuadro de Kandisky y uno Chagall. Lo que se necesitaría, si de justicia social hablamos en serio, sería desligar las clases intelectuales y académicas de las clases económicas. Eso se llama igualdad de oportunidades y de tal tema ya se ha hablado aquí otras veces y no voy a repetirme ahora. Mas no van los tiros por ahí, en absoluto. Bien al contrario.
Déjenme que termine como empecé, con algo anecdótico, aunque no irrelevante. ¿Ustedes escuchan a veces programas deportivos en las radios? Yo sí, lo confieso humildemente. Mientras cocino y si no tengo el cuerpo bailón, en cuyo caso pongo salsa (a los salseros les recomiendo encarecidamente la siguiente emisora que emite por internet: laxestereo.com. Me lo agradecerán). ¿Han visto cómo hablan los locutores deportivos? Espanto de los espantos. ¿Han percibido cómo nos invaden, imparables, el laísmo y el leísmo? Bueno, pues ahí habría trabajo para buenos lingüistas y espacio para una política “humanista” que proteja nuestra lengua: censores en las emisoras y por cada patada a la gramática, cien euros de multa para el periodista inepto. Eso son humanidades en acción, sí señor. Lo demás, zarandajas y pijerío.
Y la última, en este plan. Las humanidades, si son, solo pueden ser transversales. Va siendo hora de terminar, o al menos limitar, la artificiosa distinción entre ciencias y letras y entre disciplinas humanísticas y científicas duras. No es que todo el mundo tenga que saber de todo, eso ya ha quedado dicho. Es que muchos de los que saben mucho, saben de casi todo. Y bastantes de los que enseñan de algo, no saben de nada, ni de lo suyo siquiera. Ahí, en los completos, está el ejemplo a seguir, el modelo que hay que fomentar. Últimamente y por los avatares de la crítica universitaria, he tenido la fortuna de hacer amistad con algunos físicos de primera división. ¿Saben quiénes suelen recomendarme buenas obras de historia, novelas estupendas u óperas bien cantadas? Ellos. Da gusto. Mientras tanto, la mayor parte (con brillantísimas excepciones, claro) de mis colegas de humanidades ni saben ni contestan, pero están al cabo de la calle con Belén Esteban. Pues no hay más que hablar. Las humanidades, para el que las trabaja.
El chico ese al fin al cabo solo era un adolescente. Si vivió en Alemania normal le interese echar un vistazo a cómo está el patio por esos derroteros. El caso de las humanidades es que aunque son funcionales no se aprecian en la justa medida en ese sentido. No obstante la formación sigue siendo muy disfuncional. Lo que te enseñan en clases de la universidad es un batiburrillo que no es precisamente funcional una vez fuera de las aulas. Pero paradójicamente se pretende sea lo contrario, una formación intelectual que desarrolle la capacidad de adaptación y creación. Pero esa formación tan primorosamente apunta en su entrada no se da en las aulas, no está sino someramente en los programas. Somos lo que nos enseñan, nuestro ambientes, nuestras condiciones de vida, eso es así, dónde nacemos determina tb nuestra educación por mucho que se homogeneice. Elsa tendrá la vigilancia permanente de sus padres Mis padres jamás pisaron una asociación de padres, no podían ayudar con los deberes, y estaba a merced de las aulas; de los programas académicos establecidos...sin más. Y antes lo suficiente exigentes como para descolgar a la mayoría, ahora no;pero un poco antes sí. De hecho yo aprobé latín porque conseguí una valiosa información y pasé de curso mientras las demás abandonaron el insti. Yo tenía una amiga, hija de un farmacéutico que estaban pendientes de la niña y buscaron a una cualificada porque con las clases nadie llegaba al nivel. Ella aprobó en el curso luego yo fui a la misma profe en verano y pasé de curso. Otras compis que aún tomando clase no tenía a la adecuada, información privilegiada de estos papis; superpreocupados, vigilando cada paso de la niña. Yo estaba a merced, sola; y más sola que me quede cuando abandonanó el insti mi entorno; más todavía. Sí, luego llega la uni...
ResponderEliminar"que teatro y cosas de ese estilo sí que va a haber, pero para los niños, no para los padres, y que hiciéramos el favor de no aparecer por allí a meter la nariz, a molestar con la cámaras de vídeo y a decir paridas sobre lo precioso que está nuestro pequeñín y que mira qué bien hace de nube, todo meado."
ResponderEliminarjajajaja, siempre tienes que hacer alusión, personalidad antisocial.
y física y química, muchas cosas; muchas. No pasaba el filtro la gente. Ahora si va todo el mundo a la uni. La vida, lo mismo esto dura poquito. No sabemos, por qué nos vienen empujando de Europa; ratios.
ResponderEliminarEstamos entrando en una época de transición donde la formación que se daba entonces, o la que viene siendo tradicional; no será más.Aún no sabemos si para bien o para mal.NO obstante, las élites intelectuales siempre existirán, ¿o no? como las económicas, las ladronas,mafiosas etc..
ResponderEliminarExcelente entrada, una de las mejores de las últimas semanas.
ResponderEliminarPuedo entender que no se esté de acuerdo con la idea del humanismo para una minoría. Sin embargo, resulta difícil de entender que se defienda la ignorancia generalizada como una conquista social y menos aún que las personas que, por su formación y profesión, deberían cultivarse se refocilen en la inmundicia e incluso estén orgullosos de ello.
La pregunta "¿eso para qué te vale?", en su tierna ingenuidad, es funcionalmente indistinguible de la pregunta "¿y por ese camino dónde vas a ir a parar?", a la que suelen atreverse de cuándo en cuando la generación de los padres de ese muchacho.
ResponderEliminarCreo que la mejor respuesta para ambas es un sonriente "¡no tengo ni idea!".
La cuestión de las humanidades... no sabría decir si depende de la escuela. Leía hace pocos días de un ejemplo bastante extremo de divergencia entre educación y educandos, supongo que lo conoce. En los primeros capítulos de Die Welt von Gestern, describe Stefan Zweig la Viena del último tercio del siglo XIX, es decir la de su adolescencia, y me ha llamado la atención la situación contradictoria que narra. Por una parte, critica acerbamente la escuela superior de la época, como árida, formalista, desmotivante. Por otra parte, describe cómo el fermento de la sociedad de la época, y la comprensión de las humanidades como clave de transformación de sí mismos y de la sociedad (especialmente entre los retoños de la burguesía comercial, industrial, profesional que estaba sustituyendo como élite intelectual a la aletargada nobleza del Imperio) habían estimulado un interés insaciable de una proporción importante de sus contemporáneos (subrayo, adolescentes), que competían en localizar, explorar, desmenuzar los trabajos de las avanguardias europeas, y que dedicaban a ello, por propia iniciativa, y por el estímulo obtenido de sus pares, una parte importantísima de su tiempo extraescolástico.
Figmentos diluídos de esa actitud, cambiando lo que debe ser cambiado, los recuerdo entre los jóvenes de la España de cien años más tarde. Sed (un puntito narcisística, o más que un puntito) por leer cosas 'ásperas' (es más, que nos sobrepasaban por los cuatro costados, por alto y por bajo), por ver cine y teatro 'difícil', por viajar hacia destinos seguramente mitificados, por escuchar música -cada uno según sus gustos- que quisiera decir algo, por discutir...
Y también la sigo viendo a retazos, a pesar de la globalización, en algunos lugares por fuera de España, generalmente (aunque no sólo) de renta per capita bastante menor.
No sé, es fácil ver con romanticismo el tiempo pasado, especialmente si se refiere a periodos de la vida donde en vez de lustrar la cocorota con protector solar todavía peinábamos cabelleras abundantes, ¡snif snif! Pero me parece, intentando descontar el romanticismo, y sumando el resto mnemónico que queda tras tal sustracción a lo que sé observar y razonar hoy en día, que la "curtura" no dependa tanto de la 'calidad' en abstracto de la institución escolar, cuanto de la percepción social de la misma, y de la percepción de que pueda valer para algo. Ahí le duele, no tanto al (sincero, creo) adolescente que Vd. describe, que será mimético y socialmente camaleóntico, por debajo de sus aparentes originalidades y rebeldías, cuanto lo han sido todos los adolescentes de cuando el mundo es mundo, sino a la tribu que lo ha criado.
Salud,
p.s. De cualquier modo... ¡por la escuela pleonásticamente denominada pública, es decir, por la escuela a secas! ¡Hip hip hurra! ¡Hip hip hurra! ¡Hip hip hurra!