Me volvió este asunto a la cabeza cuando ojeaba el índice de una excelente publicación de los textos constitucionales españoles, libro preparado y sabiamente introducido por Joaquín Varela, constitucionalista de la universidad ovetense. Me di cuenta de que no sé nada de la historia constitucional de este país, ni las fechas de las constituciones habidas casi y me pregunté por qué. Claro que me podría haber informado por mi cuenta, cómo no, sobre eso y sobre cualquier cosa, pero da la casualidad de que, allá en los años lejanos de estudio de la carrera de Derecho, tuve durante dos años una asignatura llamada Derecho Político y en primer año una de Historia del Derecho. Oigan, y ni por el forro, ni menciones de pasada siquiera.
Me vino el recuerdo de aquel catedrático de Historia del Derecho. Era un venerable excéntrico, dicen que bastante culto y que me parece que por entonces, a su edad ya provecta, no había publicado más que una obrita de asunto histórico. Lo del sistema de selección del profesorado universitario como problema no es de ahora, no. Pero podría haber enseñado mucho y bien aunque no hubiera escrito o investigado gran cosa. Tampoco. Cachondeíllo en las aulas nada más, pasatiempos, aprobado casi general. Todos felices, o poco menos. Imagen de viejo profesor destemplado e imprevisible, con sus caprichos bien tolerados por la comunidad, a la usanza de mucho catedrático antiguo. Para los estudiantes, un timo.
Cosas del pasado, o del pasado de uno, se dirá. Pero me pregunto cuántos quedan de esos en las universidades de hoy. Cuántos hay incluso de mis asignaturas que gastan las horas contando batallitas o hablando del sexo de los ángeles como si fuera ésa materia sumamente jurídica. Y en todas las materias los hay así, aquí o allá. No hace tanto que oía a un grupo de estudiantes quejarse de que cierto profesor de asignatura bien jurídica se pasaba las clases hablando de fútbol o comentando las noticias políticas de día. De lo suyo ni remota idea, nada de nada, a uvas y pasando de todo. Y supongo que protestando porque ganamos poco o nos bajan el sueldo.
Estamos en tiempos en que por un quítame allá esas pajas se reclama y se consigue una indemnización por daño. ¿Y el daño de haber pagado una matrícula en una asignatura, no recibir contraprestación ninguna en forma de enseñanza y comprobar que hasta el estudio por cuenta propia es contraproducente? ¿A quién se debería reclamar y cuánto? ¿O acaso la libertad de cátedra exonera al profesor y a la institución?
Hace poco salía la noticia de que un profesor de la Universidad de Burgos había calificado con la máxima nota a un hijo suyo y cuando se destapó el apaño fue anulada dicha calificación. Está muy bien, aunque se trata de una gota de agua en el océano. Si las actas las hubiera firmado un amiguete o un profesor ayudante, todo habría quedado inmaculadamente legal y honroso. Y ¿qué pasa cuando la fechoría consiste en aprobar a los que no saben, sin haber tampoco intentado enseñar nada de nada? ¿Eso lo bendecimos? ¿No hay absolutamente ningún control, ninguno, ni posibilidad de que exista algún día? ¿De verdad no importa un carajo a nadie o está inerme aquel al que sí le duele o resulta directamente perjudicado por el zángano inútil?
En la universidad de hoy, más aun que en la de antes, el que se esmera en la enseñanza se complica la vida tontamente y quien se arma de cara dura y no da golpe vive como un marajá. Parece que a nadie le importa nada, todo el monte es orégano, el que no corre vuela. Vive y deja vivir, tal se recomienda a quien osa incomodarse en la cueva de Alí Babá. Las instituciones académicas carecen de todo instrumento para meter en vereda al profesor sinvergonzón. Tampoco hay intención. La tan cacareada excelencia tiene alma de omertà. Vamos a contar mentiras, tralará.
El único misterio sin resolver es este: ¿por qué hay profesores que siguen trabajando, preparándose sus clases en lugar de sustituirlas por jueguecitos de guardería, examinando con decencia, impartiendo sus horas en lugar de fumarse la mitad, pisando su centro de trabajo cada día en lugar de media horita cada semana o cada dos? Porque hay gente muy rara, empecinados absurdos, románticos despistados, otra explicación no cabe. Una peste de currantes, unos soberbios, auténticos desalmados, cómplices del fracaso escolar. Porque ya sabemos que el fracaso escolar consiste en que haya suspensos, no en que no sepan ni palabra los aprobados. Pues seamos así, si así se nos quiere. Y a reclamar, al maestro armero.
Me vino el recuerdo de aquel catedrático de Historia del Derecho. Era un venerable excéntrico, dicen que bastante culto y que me parece que por entonces, a su edad ya provecta, no había publicado más que una obrita de asunto histórico. Lo del sistema de selección del profesorado universitario como problema no es de ahora, no. Pero podría haber enseñado mucho y bien aunque no hubiera escrito o investigado gran cosa. Tampoco. Cachondeíllo en las aulas nada más, pasatiempos, aprobado casi general. Todos felices, o poco menos. Imagen de viejo profesor destemplado e imprevisible, con sus caprichos bien tolerados por la comunidad, a la usanza de mucho catedrático antiguo. Para los estudiantes, un timo.
Cosas del pasado, o del pasado de uno, se dirá. Pero me pregunto cuántos quedan de esos en las universidades de hoy. Cuántos hay incluso de mis asignaturas que gastan las horas contando batallitas o hablando del sexo de los ángeles como si fuera ésa materia sumamente jurídica. Y en todas las materias los hay así, aquí o allá. No hace tanto que oía a un grupo de estudiantes quejarse de que cierto profesor de asignatura bien jurídica se pasaba las clases hablando de fútbol o comentando las noticias políticas de día. De lo suyo ni remota idea, nada de nada, a uvas y pasando de todo. Y supongo que protestando porque ganamos poco o nos bajan el sueldo.
Estamos en tiempos en que por un quítame allá esas pajas se reclama y se consigue una indemnización por daño. ¿Y el daño de haber pagado una matrícula en una asignatura, no recibir contraprestación ninguna en forma de enseñanza y comprobar que hasta el estudio por cuenta propia es contraproducente? ¿A quién se debería reclamar y cuánto? ¿O acaso la libertad de cátedra exonera al profesor y a la institución?
Hace poco salía la noticia de que un profesor de la Universidad de Burgos había calificado con la máxima nota a un hijo suyo y cuando se destapó el apaño fue anulada dicha calificación. Está muy bien, aunque se trata de una gota de agua en el océano. Si las actas las hubiera firmado un amiguete o un profesor ayudante, todo habría quedado inmaculadamente legal y honroso. Y ¿qué pasa cuando la fechoría consiste en aprobar a los que no saben, sin haber tampoco intentado enseñar nada de nada? ¿Eso lo bendecimos? ¿No hay absolutamente ningún control, ninguno, ni posibilidad de que exista algún día? ¿De verdad no importa un carajo a nadie o está inerme aquel al que sí le duele o resulta directamente perjudicado por el zángano inútil?
En la universidad de hoy, más aun que en la de antes, el que se esmera en la enseñanza se complica la vida tontamente y quien se arma de cara dura y no da golpe vive como un marajá. Parece que a nadie le importa nada, todo el monte es orégano, el que no corre vuela. Vive y deja vivir, tal se recomienda a quien osa incomodarse en la cueva de Alí Babá. Las instituciones académicas carecen de todo instrumento para meter en vereda al profesor sinvergonzón. Tampoco hay intención. La tan cacareada excelencia tiene alma de omertà. Vamos a contar mentiras, tralará.
El único misterio sin resolver es este: ¿por qué hay profesores que siguen trabajando, preparándose sus clases en lugar de sustituirlas por jueguecitos de guardería, examinando con decencia, impartiendo sus horas en lugar de fumarse la mitad, pisando su centro de trabajo cada día en lugar de media horita cada semana o cada dos? Porque hay gente muy rara, empecinados absurdos, románticos despistados, otra explicación no cabe. Una peste de currantes, unos soberbios, auténticos desalmados, cómplices del fracaso escolar. Porque ya sabemos que el fracaso escolar consiste en que haya suspensos, no en que no sepan ni palabra los aprobados. Pues seamos así, si así se nos quiere. Y a reclamar, al maestro armero.
El viejo problema de la impunidad de los inútiles.
ResponderEliminarEl problema de la impunidad de los inútiles.
La impunidad de los inútiles.
Inútiles.
Salud,
Esta entrada trata un tema recurrente del blog. Es falso, como algunos alegan, que el grave problema descrito no tenga solución. Falta, simplemente, voluntad de cambiar el esquema actual del puesto concebido como un cortijo particular. Lo crean o no, existen países donde el profesorado, incluído el público, se rige por criterios de mérito.
ResponderEliminarsí, yo tuve uno de estos catedráticos viejos que pasaban el rato, pero bueno,...Luego tengo otro que es un cabezon y que suspende a todos quiski y que me está haciendo la puñeta, la verdad. Mientras en la uni de al lado aprueba esa asignatura todo kiski en la mía es un marronazo y como no coinciden los planes no se puede uno cambiar. Así que ahí estamos, la última va a costar.Con lo agusto que me quedaría yo cambiando a este por un catedrático viejo e inútil...señor señor...
ResponderEliminarQueda bien retratado don Ignacio de la Concha. El profesor de las tarde, Don Carlos Prieto, era mucho más profesional.
ResponderEliminarEs una evidente crisis que se convierte en un círculo vicioso ua que los profesores inútiles aparecen desde su formación como docentes, una formación pobre y camino en el cual también se encontraron con profesores inútiles.
ResponderEliminarNo podría estar más de acuerdo
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