Déjenme que intente dar un giro nuevo a la enjundiosa polémica sobre la carta del viejo profesor que aquí copié hace un par de días. Más allá de otras muchas cuestiones pertinentes, a mí me interesa muy particularmente una, que podríamos llamar de sociología de las normas. Concretando más, me importa analizar de qué manera se imponen colectivamente determinadas pautas de comportamiento, como en el mencionado caso son las que rigen muchos comportamientos entre el profesorado universitario.
Los juicios sobre las personas y sobre la responsabilidad de cada cual caben, por supuesto que sí. Pero al decir que tal señor es un osado o tal otro un cobardica no vamos al fondo de la cuestión, al meollo teórico más interesante. Podemos criticar al que calla por miedo, mas la pregunta buena es la de los porqués del miedo, las fuentes de la presión sobre la conciencia y la conducta de los sujetos como nuestro querido (para mí lo es, y ahora más) profesor. Podemos vilipendiar al mandamás y el abusón, al que dirige el cotarro con artes de tirano, pero lo interesante es que miremos de dónde le viene el poder. Cabe que veamos en todo el grupo académico una masa de mezquinos personajes egoístas en grado sumo, pero lo apasionante es hacer la radiografía de la red de normas que gobierna esa convivencia en tales ámbitos y que nos interroguemos sobre cómo es posible que esas normas pervivan de generación en generación y que se mantengan tan lozanas, tan fuertes.
Para empezar, ¿de qué normas estamos hablando? Trabajemos con un ejemplo claro y sencillo. Hay una que el profesor citaba en su carta y de la que yo mismo, modestamente, he tenido repetida constancia y oído frecuente mención: los trapos sucios se lavan en casa. Las pasadas semanas me la recordaron unas cuantas veces algunos de los molestos por cierta pequeña denuncia que hice de una ilegalidad como la copa de un pino. Los trapos sucios se lavan en casa, lo que significa que no hay que denunciar ni delatar de puertas para afuera. ¿Porque las ilegalidades o las inmoralidades se corrigen dentro de la propia institución? No, en modo alguno. No se trata de corregirlas, menos todavía de sancionar al incumplidor o al truhán, sino que esas irregularidades se reencauzan. ¿Cómo? Dando consuelo al denunciante o haciendo que tema por sí o por los suyos.
Me explico. Dentro de una institución o grupo, como pueda ser una universidad o algún organismo de ella, el profesor A se queja ante la autoridad que corresponda de que el profesor B anda haciendo unas alcaldadas de tomo y lomo, o corrompiéndose, o abusando de alguien, o plagiando alguna cosa, o intentando propasarse con alguna alumna (o alumno) de su gusto, etc. La reacción de la “autoridad” jurídica o fáctica será así: o bien indicarle a A que tranquilo, que ya se van a tomar medidas, y acto seguido ofrecerle al mismo A alguna golosina para que se quede contento y silencioso cuando compruebe que con B nada se hizo y que sigue B en sus trece y con sus fechorías; o bien recordarle a A lo mucho que él mismo tiene que perder si empezamos todos a ponernos estrictos: (con voz ronca) amigo mío, sé lo que hiciste con aquel proyecto de investigación, o estoy al tanto de que tu sobrino anda necesitando un contrato de ayudante doctor, o no me olvido de que tu materia tiene menos carga docente de la que debería si queréis mantener vuestra plantilla…
Que los trapos sucios se lavan en casa sería regla sin ninguna eficacia, un dicho intrascendente y bobalicón si, en cuanto regla, no tuviera el respaldo de la sanción informal. Quien te la enuncia te está amenazando, bien mencionándote lo que puedes dejar de ganar, bien haciéndote ver lo que llegarás a perder. Tal cual. No te está diciendo exactamente que te vaya a pegar un puñetazo o dos tiros, sino esto otro, a veces más temible: si hablas fuera de nuestro grupo, ya no serás de los nuestros y, por consiguiente, ni te protegeremos ni te tendremos por un amigo; atente a las consecuencias y que no te extrañe si tu tía aparece con las dos piernas rotas. Esto último es caricatura, pero ustedes ya me entienden. Traducido: que no te choque si, misteriosamente, tu becario de investigación no tiene apoyos suficientes para que el año que viene le renueven la beca o se la cambien por un contrato.
Conozco a fondo una variante o un subapartado de la norma anterior, cuando, tan a menudo, te dicen eso de “deberías habérmelo comentado a mí primero, lo teníamos que haber hablado entre nosotros antes de que lo sacaras a la luz pública”. Imaginemos esta escena. Usted descubre que su vecino del cuarto ha matado a tres viejecillas y que las tiene, descuartizadas, en su congelador casero. Usted va a la policía, que detiene al asesino, pero cuando se lo están llevando por la escalera se queda un momento mirándolo a usted y le grita: "Pepe, tenías que haber hablado conmigo de esto antes de denunciarme. Yo a ti nunca te hice nada malo". ¿Le ven sentido a la historieta? Ninguno, lo sé y estoy de acuerdo. Pues entonces díganme por qué si, pongamos por caso, usted saca en un periódico que un catedrático que ni está de baja ni en excedencia ni en servicios especiales ni con dedicación a tiempo parcial lleva cinco años sin pisar su Facultad ni dar una clase y se organiza el consiguiente escandalillo, tanto el aludido como sus capitanes de tropa le van a decir a usted todo el rato esto: “Deberías haber hablado conmigo antes de dar ese paso, yo siempre te he tratado con la mayor consideración y hasta recuerdo que estuve en el funeral de tu abuela”. El ejemplo es inventado, pero poco. El buen entendedor ya estará al cabo de la calle.
Que son mafias y mafiosos excrementicios ya lo sabemos, pero con repetirlo no vamos a ningún lado. Importa más la parte teórica más compleja: ¿por qué se imponen esas personas y esos sistemas de dominación? Porque detrás hay todo un sistema normativo con fortísimo arraigo y extraordinariamente eficaz. Tan eficaz, que esos que a rajatabla aplican sus normas y las hacen valer con tanto esmero no son simples cínicos o hipócritas radicales, sino que se creen bastante su papel, piensan que están haciendo lo correcto. Su identificación con el grupo o corporación de que se trate (por ejemplo, con una universidad o con los catedráticos de una universidad o con los catedráticos de ciertas facultades o departamentos de una universidad) pasa por su comunión con esas reglas corporativas, y su propio estatuto dentro de esa corporación lo aprecian desde dichas reglas y no desde otro tipo de pautas.
Ejemplifico nuevamente. He conocido catedráticos a los que se les llena la boca al mencionar el dato de que son lo más antiguos o de los más antiguos de tal o cual centro y al hacer de dicha condición una base esencial para que se les tome en cuenta, se les respete y hasta se les obedezca. Pueden y suelen ser unos verdaderos zotes en lo demás, nulidades al investigar y descerebrados inmorales al enseñar, pero, ojo, se sienten imbuidos por una especial dignidad: son los más antiguos. Como tales, se erigen en los primeros y más esforzados guardianes del respeto a las viejas reglas, como esa que dispone dónde se lavan los trapos sucios y cómo se cultiva la omertà. ¿Por qué tanto empeño suyo en defender ese sistema normativo grupal y alternativo al sistema normativo legal u oficial? Por una razón muy sencilla, con la que llegamos a un intríngulis esencial de todo este asunto: porque de ese mismo sistema normativo grupal reciben su superior estatuto y su consideración más alta. Lo de que el cátedro antiguo manda más y lo de que los trapos se lavan en casa van en el mismo paquete y por eso al defender lo uno se está defendiendo lo otro. Y, junto con esas dos cosas, todo un conjunto de privilegios, discriminaciones y posibles fuentes de abuso. En el fondo, se brega por un sistema absolutista o feudal en el que los grandes señores “territoriales” dictan la ley, pero están por encima de ella, tienen un estatuto normativo personal y peculiar. La igualdad ante la ley se aplica al poblacho, no al catedrático panzón, no al capomafia universitario, no al don.
Cuando, si eres catedrático o vas camino de serlo, te recriminan por no seguirles el juego y no bailarles el agua, te están diciendo que no seas tan idiota como para perder la oportunidad de ser como ellos y de ejercer de lo que ellos ejercen, que por qué te privas de tamaña distinción y similares placeres y que cómo has podido olvidar que en el selecto club se ingresa como en cualquier otra secta: con la invitación y por el aprecio de los que ya están dentro; igual que se sale si a los de dentro, a los más antiguos, les fallas o los traicionas.
¿Alternativas? Someterse y aprovecharse, cuando toque, o ir a por ellos intentar destruirlos. No para crear una secta alternativa, una facción dentro de los sicilianos o los calabreses. No, para acabar con mafias y camorras. Términos medios y paños calientes no caben. Y para quien sea catedrático y goce de independencia académica y económica, tampoco hay ya disculpas que valgan. Que cada uno se “arremangue” para que le veamos el culo.
Pero si se toma ese camino, también pueden resultar divertidos muchos momentos. Sorprendentemente divertidos. Mencionaré únicamente dos, de los muchos. Uno es cuando viene a hablarte un jerarca ofendido, sea por la ofensa que a él le has causado personalmente, sea porque has herido la dignidad del clan. Llega pensando que enseguida le vas a pedir perdón, lleno de ganas de volver al redil, o que, al menos, un besito en el anillo sí le darás cuando extienda su benemérita mano. En lugar de eso, tú mira de frente, y bien tieso, suelta un par de tacos bien groseros (tipo “estoy hasta los putos cojones de vuestras macarradas imbéciles) y luego dile que sabes más cosas y que las vas a sacar si no dejan de molestaros a ti y a los tuyos. Tiemblan de pies a cabeza y tartamudean y sudan. En realidad nunca han peleado con nadie y no saben cómo hacerlo. Todo el mundo se les ha sometido a la primera y lo que se dice golpear, ellos solamente han golpeado a niños y ancianos; o a becarios ajenos, vaya.
No es heroísmo ninguno, pues existe una diferencia capital: a los sicilianos de Sicilia y de la Cosa les dices eso, y mandan en cinco minutos a uno que literalmente te fríe a tiros. En cambio, estos pobres diablos no tienen más poder sobre ti (si eres catedrático) que el que tú mismo les reconozcas o les otorgues. En otras palabras, no disponen de sicarios, aunque cuenten con becarios que los obedezcan y que desde ese día te van a negar el saludo en las escaleras o van a huir de la barra (del bar, de la barra del bar, de la horizontal, no de la otra) en cuanto te vean acercarte a tomar un vino. Y con esto llegamos a la segunda diversión: te puedes reír mucho con las reacciones de las huestes de pezqueñines. Normalmente los santones te seguirán dando los buenos días y hasta puede que intenten congraciarse, pero sus lamepompis no se atreven a decirte hola, por si el jefe los ve y los condena a las tinieblas exteriores. No hace tanto que me pasó, última vez de muchas. Después de una escaramuza de estas, me encontré en un acto público de mi universidad con un joven con el que siempre bromeaba un rato. Me acerqué a él y me puse a hablarle de no sé qué y se fue poniendo lívido, mientras bizqueaba de tanto querer mirar a derecha a izquierda por si nos estaban observando los suyos y pensaban que éramos amigos. Haciéndome el tonto, le puse la mano en el hombro y seguí con las gracias y las confianzas. Es posible que todavía esté lavando aquellos calzoncillos, y discúlpeseme la imagen, desagradable en su crudo realismo.
Retornemos a lo de las normas. Por esto que decimos, no sirven de mucho las reformas legales como vía para cambiar los usos y los resultados de algunas instituciones, como la universidad. El sistema legal se modifica una y mil veces, pero el sistema normativo que en verdad gobierna las conductas intrainstitucionales sigue incólume. Es más, ese divorcio entre normas oficiales y normas eficaces (las oficiales, las del BOE, no son eficaces y las eficaces no son oficiales) ayuda a perpetuar el dominio tradicional y las corruptelas de siempre, pues la ley se pone como tapadera y sirve para dar, de puertas para afuera, apariencia de objetividad y rigor a lo que, hacia adentro, no es más que mantenimiento de las viejas jerarquías, los tradicionales abusos y las usuales impunidades. Así, esto los rectores lo suelen saber o lo intuyen, y por esa razón juegan también al doble discurso: a la comunidad universitaria le cuentan que la ley está para cumplirla y que la cumpla todo el mundo, pero a los capos y patriarcas les susurran que tranquilos y que a lo suyo y que ya nos entendemos y estoy mirando lo de tu sobrina con cariño. Porque saben que cada capo de esos arrastra veinte o treinta votos. ¿De quiénes? De los comecacas que los obedecen por sistema, unas veces para sobrevivir y otras, las más, porque aspiran a ser capos algún día o porque padecen una incontenible pasión masoquista.
No habrá reforma de las universidades (y de tantas otras instituciones) que no pase por dinamitar esas pujantes secuelas del “antiguo régimen”. Claro que tiene que haber normas, jerarquías, lealtades, etc.. Pero no esas normas internas ni esas jerarquías viciadas ni esas lealtades mafiosas. El sistema tiene que ser saboteado y dinamitado desde dentro. ¿Cómo? Con la combinación de dos estrategias. Una, procurando que sean cada vez más los que se planten, cada uno en la medida de sus posibilidades y según su situación. Ni una concesión más a la puñetera omertà ni un solo gesto de respeto hacia quien no sea más que un mangante con “antigüedad” o un abusica con ínfulas. Segundo, buscando reformas legales que dividan a esos clanes y familias. Un ejemplo, de entre tantos posibles: que en los departamentos y facultades una parte bien sustanciosa del sueldo de cada profesor dependa del rendimiento investigador promedio de ese departamento o de esa facultad. Mano de santo para que los “intocables” dejen de enchufar amiguetes incapaces y de promocionar a sus mamporreros más inútiles, pues los demás dejarán de callar y de tolerar en cuanto les vaya el cocido en ello.
Magnífico artículo.
ResponderEliminarCentrada, si señor. Lo que me parece escalofriante es que, con pocas y nimias adaptaciones, valdría para describir la Universidad española de hace cincuenta años, o incluso cien.
ResponderEliminarSalud,
Si les apetece leer algo positivo estos días, lean esta entrada (en inglés): "Por qué abandono Goldman Sachs". ¿Veremos algún comportamiento parecido aquí alguna vez?
ResponderEliminarhttp://www.nytimes.com/2012/03/14/opinion/why-i-am-leaving-goldman-sachs.html?pagewanted=1&_r=4&hp
Saludos.
El problema es expuesto claramente, pero mi experiencia indica que la reacción de estos deleznables no es la de temblar y echarse atrás.
ResponderEliminarMe explico: dedican entre un 90-95 por ciento de su tiempo en pensar formas de j.... a los demás (y el trabajo de los demás), de manera que cuando quieren saltarse las normas para su provecho, tienen toda su pútrida estrategia de represalias ya pensada.
Algunas de las soluciones planteadas pueden servir, pero no hay que olvidar que casi todos NO son catedráticos, y tienen mucho que perder en la lucha (en el buen sentido: beca, contrato, en fin: garbanzos en juego). Un saludo
Muy buen artículo, pero olvida la solución más evidente: dedicar el dinero gastado en la universidad pública a becas de estudio e investigación y a programas de investigación seleccionados mediante concursos con jurados extranjeros, privatizar las universidad públicas y dejar que mueran las que no lo hagan bien.
ResponderEliminarSaludos
Yo diría que para hallar la raíz del mal hay que cavar más hondo. La corrupción universitaria es el reflejo de un problema sistémico. Vivimos en un país con un número elevadísimo de sinvergüenzas -desde los criminales hasta los meros caraduras- por centímetro cuadrado y un número no menor de cobardes y conniventes. Una sociedad en la que abundan estos tipos está generalmente dispuesta a tomar el camino más fácil: ése que anuncia que la distancia más corta entre dos puntos es la corruptela.
ResponderEliminarEn España, los partidos políticos, los sindicatos y las empresas se manejan habitualmente con códigos mafiosos. No es extraño, pues, que en las facultades (y en los colegios e institutos; llámense cortijos) suceda lo mismo.
Efectivamente, aquí y allá, pocos se disponen a “lavar los trapos fuera de casa”; y es comprensible: la inmensa mayoría se sabe corresponsable –en mayor o menor medida– de la suciedad. Un ejemplo: ¿cuántos titulares y catedráticos han alcanzado su puesto en España sin someterse a las corruptelas, sin haber convertido su palabra –antes de acceder a esos cargos– en excepción de la ley del silencio? Quien más quien menos tiene poco o mucho que callar.
Decía Primo Levi que los más admirables presos de los campos de concentración estaban entre los que no sobrevivieron. Paralelamente, puede decirse que en la universidad los más honestos estaban, precisamente, entre los que nunca llegaron al cargo. Salvo que medie inverosímil carambola o se alineen los astros, jamás accede al puesto quien, ya de becario, se muestra crítico con “nuestra casa” (con la “cosa nostra”).
¿Soluciones? Lo veo complicado. Las leyes no bastan. Éstas, como recuerda bien el profesor García Amado, pueden usarse como cobertura de los usos venales. Ya lo sabía el viejo Horacio: “leges sine moribus vanae”. Para que haya un cambio efectivo en los usos, debe haber un cambio en las conciencias, en las convicciones. Y no sólo entre el gremio universitario.
Algo que puede contribuir a ello es que los más capaces (sobre todo si tienen más facilidades e influencia) deben denunciar –públicamente- los males, proteger a los profesores críticos con menos poder, hacer causa común con los alumnos serios y proponer –públicamente– alternativas. Tal vez alguien, así sea por cálculo político, toma nota.
Un cordial saludo.