Anteayer,
16, el diario La Razón publicaba una nota de Santiago Cañamares, profesor de
Derecho Eclesiástico de la Universidad Complutense, sobre la reciente sentencia
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Fernández Martínez contra España. La sentencia puede verse aquí
y no voy a comentarla ahora, aunque me gustaría tratarla en otro momento.
Por
ser corta, reproduzco dicha nota del profesor Cañamares:
“Puede
sorprender que el Tribunal de Estrasburgo dé la razón a la Iglesia frente a un
profesor de Religión despedido por su condición de sacerdote casado. El fallo
se comprende mejor atendiendo a la naturaleza de los derechos enfrentados: la
libertad religiosa de la Iglesia y la vida privada del recurrente. La libertad
religiosa reconoce a las confesiones un ámbito de autonomía para definir el
contenido, objetivos y fines de la enseñanza y también para elegir los medios
materiales y humanos. Como el ejercicio de dicha autonomía debe ajustarse a
derecho, serán los tribunales quienes valoren si la decisión de no renovar a
los profesores de Religión está basada en razones de índole religiosa o moral
(libertad religiosa colectiva) y si respeta los derechos del trabajador.
Aunque los docentes no pierden
derechos por dedicarse a la enseñanza religiosa, los casos en que se involucra
el derecho de las confesiones religiosas a enseñar su doctrina han de
resolverse reconociendo una posición prevalente a la libertad religiosa de las
confesiones, ya que, en otro caso, se colocaría en difícil tesitura el derecho
de la Iglesia a la transmisión de sus creencias, contenido nuclear de la
libertad religiosa colectiva”.
Ahora
algunos comentarios de cosecha propia.
1.
Los casos más comunes que en este tema han llegado a los tribunales han sido
los de profesores de religión católica a los que los obispados no renuevan su
contrato porque o bien se casaron civilmente, no por el rito canónico, o bien
conviven maritalmente con otra persona sin estar casados. Este asunto de ahora,
en cuyos detalles no entro, versa sobre un señor que era cura, colgó los
hábitos, se casó civilmente y tuvo cinco hijos, sin que ello fuera óbice para
que el obispo competente le mantuviera su contrato de docente de religión.
Dicha relación contractual se rompe cuando el hombre aparece en la foto de periódico
que acompaña a la noticia sobre una reunión de partidarios del celibato
opcional entre los sacerdotes. De esto, y por lo pronto, dos conclusiones
parece que se desprenden:
a)
Recibió de la autoridad eclesiástica mejor trato que otros que por contraer
matrimonio civil ya fueron puestos de patitas en la calle.
b)
A la Iglesia no le importó tanto lo que hiciera o fuera como que socialmente se
conociera la situación de dicho profesor. Lo del qué dirán y esas cosas.
Pero
repito que de los hechos concretos del caso y los pormenores de la sentencia
espero poder ocuparme otro día.
2. Se nos dice que “La
libertad religiosa reconoce a las confesiones un ámbito de autonomía para
definir el contenido, objetivos y fines de la enseñanza y también para elegir
los medios materiales y humanos”. Excelente, aceptémoslo así, al menos por el
momento. Aquí se trata de la elección, por la Iglesia, de los medios humanos
para la enseñanza de su credo. El tema está en qué requisitos caben y en si es
exigible la coherencia en la aplicación de los que a tal efecto se establezcan.
Puede tratarse de:
a) La fe. No debe enseñar
religión católica quien no profese sus dogmas y creencias. El problema surge el
preguntarnos cómo se comprueba la fe o la sinceridad de su proclamación. Por
ejemplo, yo siempre he estado convencido de que hay muchos curas que han
perdido la fe y siguen a lo suyo por pereza, cobardía o porque no tienen otro
oficio ni ganas de aprenderlo. ¿Deberían quedar excluidos de la condición de
enseñantes? ¿Y del ejercicio general de su ministerio? ¿Hace la Iglesia
comprobaciones periódicas y rigurosas de la fe sincera de sus ministros?
b) La congruencia entre la fe y
los comportamientos del correspondiente sujeto. Aquí la lupa se pondría en si
la conducta o el modo de vida de la persona es congruente con los postulados
religiosos que en sus clases expone. Habría dicha incongruencia, por ejemplo,
en un profesor de religión católica que viviera tranquilamente en pecado con
su pareja o en un sacerdote casado que participara en movimientos para que
cambie la regla del celibato. Bien, pero también existiría tan escasa sintonía
entre la fe difundida y los hechos de la vida en el caso de sacerdotes que
abusen sexualmente de sus alumnos o, por no ponernos tan tremendos y citar un
ejemplo más llevadero, sacerdotes que a la vista de todos se entregan al pecado
de la gula o a la persecución sistemática de feligresas. No estoy seguro de que
encuentren tantas pegas a la hora de ser profesores de religión en colegios
religiosos.
Creo que una mínima y elemental
reciprocidad exigiría que si los obispos controlan la “calidad” de los
profesores de religión de los colegios públicos, los poderes públicos controlen
la de los que enseñan religión en los colegios privados. No vaya a ser que se
nos meta ahí un inmoral redomado o un delincuente disfrazado y nadie lo vigile
y lo ponga en su sitio.
c) La imagen pública. Si este es
el criterio, no importa tanto lo que el profesor cree en el fondo de su alma o
que ajuste o no las acciones de su vida a los dogmas de la religión en la que
adoctrina a los niños en las escuelas, sino el qué dirán, la imagen social. Con
tal de que esos profesores no “den el cante”, no se exhiban públicamente en
formas de vida opuestas a los mandamientos que en sus clases difunden, pueden
hacer de su capa un sayo. No se exigiría ni autenticidad en la fe ni rigor en
la vida virtuosa conforme a esa fe, sino fariseísmo, buen desempeño como
sepulcros blanqueados. Este es el criterio que, visto lo visto, la Iglesia
aplica. Lo cual, dicho sea de paso, me choca bien poco y a ninguno sorprenderá,
ni de los partidarios ni de los opuestos.
3. No hay por qué negarle a
cualquier iglesia o confesión religiosa (a cualquier iglesia o confesión
religiosa de naturaleza no palmariamente delictiva y cuyos postulados básicos
sean compatibles con el orden constitucional vigente) la libertad para la
transmisión de sus creencias, como dice el profesor Cañamares. Otra cosa es,
digo yo, hasta dónde alcance esa libertad. Me parece muy bien que escoja la
Iglesia el qué y el cómo de lo que se enseña, y también que seleccione a las personas
que van a enseñarlo. Que haga lo que le plazca o le convenga. Pero en mi casa
no. O séase, que si viene la Conferencia Episcopal o hasta el Papa en cuerpo
mortal a decirme que mañana un profesor de religión católica va a dar en mi
casa una clasecita sobre el sacramento del matrimonio, en horario de una a dos
de la tarde, no tengo por qué tolerárselo. Eso que lo haga la Iglesia en los
locales y centros de la Iglesia.
¿Reprimo yo, con mi actitud, la
libertad eclesiástica para la difusión de las creencias? No. Bueno, pues si
estoy en mi derecho al no dejarle mi casa al docente de religión para hacer su
cometido, ¿por qué tenemos que dejarle las casas comunes, las que son de todos
nosotros, los ciudadanos, los centros y locales públicos? Por ejemplo, las
escuelas y colegios públicos. ¿A cuento de qué?
Y, si así ha de ser, exíjase
otra vez reciprocidad: si en la escuela pública a la que van mis hijos puede el
escogido por el obispo explicar el mensaje católico en horario escolar, que me
permitan a mí o a una delegación de padres no creyentes del mismo colegio
acudir a la iglesia de la parroquia en horario de misa para, cuando toca el
sermón, explicar lo que pensamos del dogma de marras y de quienes de él viven y
con él golpean.
En otras palabras, y para
concluir: no se me hace raro que la Iglesia despida o contrate profesores de
religión católica para la enseñanza pública; lo que me choca y me desconcierta
es que haya clases de religión católica o de cualquier otra religión en la
escuela pública. ¿Que son voluntarias? De acuerdo, pues que cuando vaya yo cada
domingo a la una a dar mi discurso en la catedral de León sea también
voluntaria la asistencia de los feligreses. Simetría total.
¿Por qué se nos hace tan cuesta
arriba lo perfectamente evidente y por qué es tan poco común el sentido común?
En otras palabras.... (último párrafo):
ResponderEliminarcreo que es irrebatible.
La primera gran virtud del hombre fue la duda, y el primer gran defecto la fe.
ResponderEliminar!Anda! este tipo de encuentros jurídicos sí que me gustan! por un lado la Iglesia (mayúscula en vias de respetillo)y por otro, la otra intolerancia, que hoy por hoy son los defensores de los derechos humanos; vaya, que ya temo ir hasta jugarme un dia una carambola en el billar del pueblo, y encontrarme a alguien usando el taco al revés, "en ejercicio de su libertad"...
ResponderEliminarSi señor, vas a hacer que me guste el derecho (con sentido común).
ResponderEliminarUn admirador malagueño.
El sentido común es un cuento en el que viven agazapados los enemigos del conocimiento.
ResponderEliminarLa cuesta arriba no es de extrañar y no tardará en ser explicada científicamente por las neurociencias: más de 2,000 años de bombardeo desde el poder sobre las mentes producen cambios meméticos... y, probablemente, genéticos. Un tumor muy diseminado.
Al tema las jornadas de educación que se están celebrando en Astorga. Turno de Fernando Sabater presentando su ponencia "Laicidad de la educación española".
ResponderEliminarA mí lo de los profesores de religión despedidos que piden su readmisión me recuerda fuertemente a lo de las mujeres agredidas por sus parejos que quieren a toda costa volver con el maromo, "no, aquí no ha pasado nada, en realidad nos amamos".
ResponderEliminarLamentable crisis de la racionalidad y peor aún de la autoestima. Carne de tanatorio, físico o espiritual.
Lo que efectivamente es absurdo, de una absurdez sin límites, es que esas payasadas de una parte -¡yo te echo!- y de la otra -¡pues yo quiero volver! las estemos costeando todos los contribuyentes.
Salud,
Un amigo:
ResponderEliminarTenga en cuenta que, hasta su despido, el profesor de religión se ganaba los garbanzos explicando el dogma. ¿Como no a pedir que le readmitan?
Caso aparte son los que mantienen que quieren ser readmitidos no por conservar su trabajo (y su sueldo), sino por cuestión de principios. Porque si tuvieran principios, hace años que se dedicarían a otros menesteres menos dogmáticos.
Por lo demás, pienso que lo único racional y acorde con un estado laico es impedir la enseñanza de la religión en cualquier centro educativo sostenido, total o parcialmente, con fondos públicos.
Saludos.