13 julio, 2012

Moral social


                Que nuestra crisis económica, aquí en este país, va a la par con una crisis moral a gran escala creo que pocos lo discutirán seriamente a día de hoy. Más aún, esta sociedad está todavía más indefensa ante los palos de la economía porque estamos moralmente desarmados. Con esto no quiero decir exactamente que colectivamente o como tendencia general seamos unos timadores o unos redomados amigos de lo ajeno, corruptos o mafiosillos, aunque algo debe de haber también. A lo que me refiero es a que hemos ido a dar a una sociedad fuertemente anómica y con muy escaso cemento moral, carecemos de la argamasa que permite funcionar como colectividad y no como simple agregado de individuos nada más que autointeresados que no pueden ver más allá de su bien inmediato y de su particular bienestar puramente individual. Tratemos de explicar todo esto paso a paso.

                Los sistemas morales son sistemas normativos, conjuntos de reglas que versan tanto con la conducta de uno mismo, con la manera en que uno quiere construir su personalidad y su acción, como con los modos de interactuar con los demás. Pero no es imaginable una moral sin el componente social, sin la referencia a los otros. Por ejemplo, muchas personas con cierto tipo de religiosidad ansían antes que nada la salvación de su alma, de camino hacia la supuesta vida eterna, y configuran sus personales actitudes para ese fin estrictamente individual. Pero siempre será en el marco de una referencia al prójimo y de unas normas dirigidas a establecer un modelo de convivencia y atentas a las consecuencias generales de la acción personal. Un ejemplo elemental: cuando los curas nos contaban aquello de que la masturbación era inmoral por pecaminosa, en un primer paso explicaban que dicha conducta autoplacentera ofendía a Dios (no me pregunten los porqués, que no quiero cabrearme), y de esa manera el referente era ya ese Otro, no meramente uno mismo. La moral perfectamente autónoma es una quimera, si se entiende de manera radical, porque no hay vida de uno mismo sin tomar en consideración a alguien más. Mi plena autonomía moral implicaría la autorización que a mí mismo me doy para hacer lo que quiera, sin más límite que el aleatoriamente autoimpuesto. Por eso la perspectiva social tiene que aparecer siempre cuando hablamos de moral, y de ahí que a la moral religiosa ni siquiera le baste una consideración a Dios que prescinda de las consecuencias sociales de nuestras acciones. Esa era la razón, siguiendo con el ejemplo, de que la ofensa a Dios se nos tradujera como atentado al modelo social deseado, uno en que las consecuencias de la práctica sexual se valoraban como daño para el patrón reproductivo, familiar y, por extensión, por Dios querido. Al pecar conmigo mismo, obro contra Dios porque no acato su mandato social, porque no estoy en el mundo como Él me manda y para lo que Él me dicta.

                Las modernas sociedades occidentales y de base liberal sitúan al individuo como supremo valor, exaltan la autonomía individual y buscan que la interacción social se base en ese primer principio. Lo que da sentido a mi vida ya no es Dios o tal o cual Dios, sino mi propia vida en sí, mi yo como más alto bien. Pero entonces lo que se asumía como dado, la socialidad, con sus sacrificios, ya no viene dado o asumido como instinto natural o como mandato insoslayable de la divinidad, sino que debe ser construido. Es decir, la comunidad se torna un artefacto, se hace artificial, cuando se comienza por asumir que cada uno va a lo suyo y que además hay que respetar ese libertario egoísmo. En otras palabras, se requiere la elaboración de un muy depurado sistema de normas morales si ha de haber convivencia en vez de guerra a muerte de todos contra todos y al hilo de los egoísmos de cada cual.

                La gran paradoja, contradicción o tensión interna de estas sociedades modernas se encuentra precisamente en el dato de que las comunidades políticas generaron por sí un sistema de normas morales y lealtades que contrapesaron el individualismo. Libertad y autonomía de cada uno, sí, pero en el contexto de una nación que se hace Estado y a la que emotivamente se siente vinculado ese sujeto que se piensa y se quiere autónomo. Mercado, libre oferta y demanda, pero dentro de unas fronteras nacionales. Iguales todos en valor y dignidad, desde luego, pero más iguales los de la misma nación que los ajenos. Interés particular, pero amarrado al interés general o al bien común, enfocado como bien o interés del conjunto político o político-cultural de que se trate. De ese modo, por esa ligazón de base emotiva, los sacrificios que la convivencia impone ya no los sentirá el sujeto como forzamiento, sino como libre concesión suya, y en ellos no verá renuncia a sí mismo y a su bienestar o su libertad, sino como realización de los mismos en una más elevada escala. La tensión entre moral individual y moral social se resuelve así como siempre, socializando la moral individual, haciendo que la heteronomía se viva autónomamente. Aparentemente, al reconocerme en mi nación o mi Estado no me niego a mí mismo, no niego mi propio reconocimiento como más alto bien moral. No hay moral social sin ideología, incluso como ideología en cuanto falsa conciencia.

                Con la contemporánea difuminación de cualesquiera señas de identidad colectiva, los sistemas morales van a requerir un nuevo fundamento o, mejor, tendrían que pasar a una nueva y más coherente fase en la realización de los ideales la moral moderna. El otro en el que me reconozco y con el que interactúo, bajo las normas de la moral, ya no podrá ser el otro comunitario, el otro como yo, el otro distinto que es igual porque comparte mi misma identidad sustancial, comunitaria, sino el otro sin atributos, el mero otro, el individuo perfectamente abstracto, el ser humano a pelo. Esa maduración ética no ha estado al alcance de todas las sociedades ni de cualquier país.

                En España, y seguramente en muchos más lugares, pero aquí muy marcadamente, hemos experimentado una doble situación que nos determina. Por una parte, hace cuatro días o cuatro décadas éramos todavía una colectividad fortísimamente comunitaria. Es decir, las reglas de nuestra convivencia tenían, combinada, una doble base: la de una religiosidad católica premoderna y casi ultramontana, irreflexiva antes que nada y supersticiosa por encima de todo, ritualista y fomentadora del desdoblamiento de las personalidades, y la de un sistema político nacionalista, exaltador de esencias colectivas. Unidad de destino en lo universal, proyecto común y todas esas zarandajas. La virtud ciudadana se hacía de miedo al cura y al alcalde, de temor al fuego eterno y al cuartelillo. Aquí casi nadie pagaba impuestos o hacía bien su trabajo porque se considerara reflexiva y maduramente obligado a ello para no ser un parásito y no aprovecharse de los demás o en la idea de que con la leal conducta de todos podría vivir mejor cada uno, y uno mismo también. No, aquí se trataba de que no se enterara Dios o te disculpara el confesor, y de que nada detectara Hacienda. Y pare usted de contar.

                Por otra parte, todo ese edificio normativo se derrumbó en muy poco tiempo. En cuatro días pasamos de la miseria a la riqueza, del temor a la confianza, de la resignación al optimismo, de las cadenas a una altísima libertad. No hubo tiempo para preguntarse por los porqués ni para que se destilara una moral social distinta. Disfrutamos de todos y cada uno de los frutos de las sociedades modernas y desarrolladas (dinero, libertad sexual, buenas perspectivas profesionales, tiempo libre, viajes y variadas diversiones, cultura y cultureta…), pero sin que quedara apenas ocasión para preguntarse si habría alguna exigencia a cambio o si tendríamos que corresponder con algo o de alguna manera. La anterior sumisión, la de nuestros abuelos o padres, se volvió aversión a la norma y asco a la autoridad, el apocamiento de otro tiempo se transformó en espíritu retador. Si antes nos deshacíamos en gratitudes cuando el señor del lugar nos regalaba por caridad un mendrugo, ahora nos vemos con un derecho natural e irrestricto para reclamar del nuevo señor, el Estado, nuestro bienestar entero y la garantía plena de una vida dichosa y bien surtida de los más variados bienes, y por supuesto no damos las gracias, sino que torcemos el gesto. No somos los herederos de los abuelos aquellos, sino de los señoritos del pueblo, no conservamos nada de la austeridad o el comedimiento de nuestro antepasados más populares, sino el vacuo orgullo de la aristocracia venida a menos. Somos un pueblo, hoy, de aristócratas sobrevenidos y, como la vieja clase nobiliaria, no estamos ahora en condiciones de entender nuestra propia decadencia, sino que nos rebelamos contra ella agitándonos contra el mundo.

                No hubo ocasión ni tiempo ni ganas para que aprovecháramos la libertad y el bienestar para elaborar nuevas reglas de la vida colectiva. Del buen liberalismo filosófico quedó nada más que el eco de lo que interesaba, el canto al interés individual. Cada padre se apresuró a desterrar de la educación de sus hijos las normas con que lo habían educado a él, pero no las sustituyó por otras. El Estado derogó, y bendita sea, las normas del antiguo régimen, pero las que puso en su lugar no supo engarzarlas con el aprecio del pueblo. Los profesores cambiaron aquellos métodos, con los que nos adiestraban como se somete a un salvaje o se doma una bestia, por sistemas para que el buen salvaje se haga mayor y siga sintiéndose el rey de la Creación que a nadie debe nada y que ante ningún obstáculo para su gusto debe detenerse. Las rígidas familias de antaño se convirtieron en hoteles en régimen de todo incluido y con derecho a echarle la bronca a la cocinera. Y así sucesivamente. En lo formal o superficial, un sistema político-jurídico perfectamente parangonable a los más avanzados y exquisitos del mundo. En lo profundo, un sistema social mayoritariamente compuesto por individuos infantiloides que no dan la talla para ciudadanos. Un país lleno de gente, pero sin ciudadanos, un Estado de Derecho donde no se acata más derecho que el de cada cual a campar por sus respetos y a exigir para sí todas la atenciones, con desconocimiento de los que nos rodean, con extremada indiferencia ante las situaciones ajenas, fanáticos del ándeme yo caliente.

                Por eso somos una sociedad anómica, un modelo de tal. Son escasísimas las personas que entre nosotros dicen “ese comportamiento es inmoral porque daña así o asá los fundamentos de nuestra convivencia” y que pueden añadir fiablemente un “yo jamás lo haría si estuviera en la situación de ese al que critico”. En tal sentido, los partidos políticos mayoritarios, con su discurso farisaico y su modo de hacer en los parlamentos, son la quintaesencia de nuestro estrabismo moral, pues aplauden en los suyos lo que critican en los otros, se guían mucho más por el quién que por el qué, los mueve el egocentrismo y carecen de la perspectiva de la norma en sí y sus efectos generales. Puede que sean nuestro modelo, pero más parecen el reflejo de esta gente, nuestro reflejo. Otra vez, la grey, el rebaño, la camada, la piara propia ante que la sociedad de todos o cualquier asomo de interés común.

                Anómicas son las sociedades sin una consistente moral compartida, al margen de que compartan la ausencia de moral y la burda instrumentalización de toda regla en pro del interés particular y del grupo de los propios. España es un país sin una moral social repartida, sin perspectiva general, sin pautas del hacer colectivo. Se ve a cada rato y en cada gesto y los ejemplos se cuentan a diario por miles. Cuando, una muestra más, los del CGPJ no se ponen hoy mismo de acuerdo para nombrar un Presidente, no es porque esté cada uno buscando el candidato con el perfil más conveniente para la institución y la Justicia, se debe a que cada cual barre nada más que para los suyos, para su partido, su grupo, su tendencia o su más vil interés.

                No tenemos una conciencia moral de nosotros y tampoco poseemos conciencia de nosotros como grupo que vive bajo un Estado. En esto también habrá influido nuestra peculiar historia. España, como concepto, no es una noción que une, sino que divide y enfrenta. La idea de España es una idea de combate y pugna, no un nombre para designar, aunque sea sin metafísica ni mitos, una consigna para que cada uno progrese, pero de la mano de compañeros. Y, si no gusta el nombre, podríamos quedarnos con la muy abstracta idea de un Estado que nos integra, pero eso tampoco, pues, por las mismas razones ya expuestas, el aglutinarse bajo una idea  de Estado presupone una concepción sumamente abstracta que no hemos podido asimilar. De ahí que nos falte eso que se llama el cemento social, ya que carecemos de todo acicate intelectual para el vivir juntos y colaborar de buena fe. A un niño pequeño no se le puede venir con abstracciones, su natural e irrefrenable tendencia a extremar su placer egoísta no se compadece con la asunción del sacrificio ni con la reflexión distanciada sobre lo que al común conviene. Formamos una sociedad muy mayoritariamente infantiloide, constituida por sujetos no sanamente autointeresados, sino banalmente egoístas, egocéntricos, consentidos y caprichosos, avezados a la elementalidad de los placeres menos sutiles y más alejados de la ponderada ecuanimidad.

                Y en esto llegó la gran crisis económica, la hecatombe, y no estamos en condiciones de asimilar sus causas ni sus efectos. Fallan, al mismo tiempo, las bases morales y las intelectuales. Las culpas siempre serán de los otros y el tratamiento nunca podrá perjudicarnos. Se renuncia a cualquier consideración de lo que colectivamente se haya hecho mal, por acción o por omisión, y únicamente se presentan facturas para pasar a los demás. No hay diagnóstico previo al tratamiento, puesto que en ningún modo queremos diagnosticarnos. El que alguna tacha ponga a lo suyo o a los suyos es tratado como traidor a su familia, su clan, su oficio o su partido. Se activa, brutal, el pensamiento mágico y clamamos para que toda solución nos resulte gratuita a nosotros, a cada cual y a sus camaradas, y nos empecinamos en la imploración de la misma autoridad que en los otros órdenes rechazamos: que lo arreglen los gobiernos, los partidos, los sindicatos, las instituciones, sin que nuestro bienestar merme y sin que de nada grato tengamos que prescindir.

                No hay arreglo porque objetivamente la situación es insostenible y porque subjetivamente no contamos con capacidad para sobreponernos a ella y superarla. Estamos completamente a merced  de los elementos y nos hundiremos berreando en lugar de remontar arrimando el hombro y fijando nuevas reglas, las reglas que hasta hoy no tuvimos y sin las que tan a gusto hemos vivido mientras nos mantenían por la cara. Yo, en lo mío, también quiero seguir con pocas clases, sin que mayor rendimiento se me exija, que me prejubilen todavía en edad de disfrutar de la vida y sus placeres, sin control sobre lo que enseño o no a mis estudiantes, con algún sobresueldo que me facilite ocasionales lujillos… Me rebelo si mi calidad de vida peligra por culpa de todos los demás cabronazos, esos cabronazos con los que he sido uña y carne hasta ayer mismo, o todavía.

7 comentarios:

  1. Apreciado Sr. García Amado,

    Celebro que haya escrito usted frases como: “Un país lleno de gente, pero sin ciudadanos”, “España es un país sin una moral social repartida, sin perspectiva general, sin pautas del hacer colectivo”, “No tenemos una conciencia moral de nosotros y tampoco poseemos conciencia de nosotros como grupo que vive bajo un Estado”, “De ahí que nos falte eso que se llama cemento social, ya que carecemos de todo acicate intelectual para el vivir juntos y colaborar de buena fe”.
    Y lo celebro no sólo porque creo que tiene usted razón, sino también porque advierto un cierto distanciamiento con respecto a posiciones suyas anteriores, bastante más individualistas (vid. p. ej. http://garciamado.blogspot.com.es/2010/10/equivocos-en-el-debate-filosofico.html), escritas, eso sí, en tiempos de mucha menos crisis. Bienvenido al comunitarismo prudencial.

    ResponderEliminar
  2. En España no ha habido revolución burguesa progresista. Hemos pasado del campo, de los señoríos clásicos, del obrerismo, de la moral de señores y jornaleros, del ambiente provinciano de Vetusta, al cosmpolitismo, a casi 10 millones de inmigrantes hispanoamericanos,islámicos y rumanos, al consumismo masivo, los grandes centros comerciales globalizados, al hundimiento de toda certeza y al descrédito de los políticos y de la democracia entendida como ardid publicitario de los grupos dominantes del neocapitalismo eurocrático, que ha llegado. Como la tremendísima recesión, el " sálvese quien pueda " y la intervención troikil.

    ResponderEliminar
  3. La moral social de esta país se puede resumir en: "nosotros no robamos, pero si hay cogemos"

    ResponderEliminar
  4. Le veo muy preocupado por la anomia(refiriéndose siempre a los demás, por supuesto) para haberse definido usted siempre (incluso cuando era profesor titular en Oviedo) como individualista...

    ResponderEliminar
  5. Yo soy un simple ciudadano que cree en el AMOR, en el SEXO, y en el ESTADO DE DERECHO y reclamo un antivirus para el estado español. Limpieza en el poder Judicial. nuevas elecciones y que no repita ni un solo político veterano y trasnochado, y un juicio en caliente a nuestra historia reciente, y no a la la franquista ya, sino a la constitucional. De NUESTRA DEMOCRACIA solo quedan BABAS

    ResponderEliminar
  6. Y no firmo porque este pais es una casa de putas ya y no se merece la firma de ningun ciudadano solo la cara difusa de ciudadanos anonimos

    ResponderEliminar
  7. Estimado profesor García Amado:
    Hacía tiempo que no leía un diagnóstico tan claro y, en mi opinión, tan certero de la evolución de los valores sociales. Puede que, en parte, la solución se halle en ese comunitarismo prudencial, del que habla el primer comentarista. Aunque me quedo con la duda de qué entiende él exactamente por "prudencial" (¿moderado?, ¿compatible con el individualismo autointeresado?). ¿Piensa usted que, efectivamente, en esa línea de mayor apuesta por el bien común y la virtud" debe ir la terapia en nuestra sociedad?.
    Muchas gracias, y enhorabuena por su blog

    ResponderEliminar