Que
nuestra crisis económica, aquí en este país, va a la par con una crisis moral a
gran escala creo que pocos lo discutirán seriamente a día de hoy. Más aún, esta
sociedad está todavía más indefensa ante los palos de la economía porque
estamos moralmente desarmados. Con esto no quiero decir exactamente que colectivamente
o como tendencia general seamos unos timadores o unos redomados amigos de lo
ajeno, corruptos o mafiosillos, aunque algo debe de haber también. A lo que me
refiero es a que hemos ido a dar a una sociedad fuertemente anómica y con muy
escaso cemento moral, carecemos de la argamasa que permite funcionar como
colectividad y no como simple agregado de individuos nada más que autointeresados
que no pueden ver más allá de su bien inmediato y de su particular bienestar
puramente individual. Tratemos de explicar todo esto paso a paso.
Los
sistemas morales son sistemas normativos, conjuntos de reglas que versan tanto
con la conducta de uno mismo, con la manera en que uno quiere construir su
personalidad y su acción, como con los modos de interactuar con los demás. Pero
no es imaginable una moral sin el componente social, sin la referencia a los
otros. Por ejemplo, muchas personas con cierto tipo de religiosidad ansían
antes que nada la salvación de su alma, de camino hacia la supuesta vida
eterna, y configuran sus personales actitudes para ese fin estrictamente
individual. Pero siempre será en el marco de una referencia al prójimo y de
unas normas dirigidas a establecer un modelo de convivencia y atentas a las
consecuencias generales de la acción personal. Un ejemplo elemental: cuando los
curas nos contaban aquello de que la masturbación era inmoral por pecaminosa,
en un primer paso explicaban que dicha conducta autoplacentera ofendía a Dios
(no me pregunten los porqués, que no quiero cabrearme), y de esa manera el
referente era ya ese Otro, no meramente uno mismo. La moral perfectamente
autónoma es una quimera, si se entiende de manera radical, porque no hay vida
de uno mismo sin tomar en consideración a alguien más. Mi plena autonomía moral
implicaría la autorización que a mí mismo me doy para hacer lo que quiera, sin
más límite que el aleatoriamente autoimpuesto. Por eso la perspectiva social
tiene que aparecer siempre cuando hablamos de moral, y de ahí que a la moral
religiosa ni siquiera le baste una consideración a Dios que prescinda de las
consecuencias sociales de nuestras acciones. Esa era la razón, siguiendo con el
ejemplo, de que la ofensa a Dios se nos tradujera como atentado al modelo
social deseado, uno en que las consecuencias de la práctica sexual se valoraban
como daño para el patrón reproductivo, familiar y, por extensión, por Dios
querido. Al pecar conmigo mismo, obro contra Dios porque no acato su mandato
social, porque no estoy en el mundo como Él me manda y para lo que Él me dicta.
Las
modernas sociedades occidentales y de base liberal sitúan al individuo como
supremo valor, exaltan la autonomía individual y buscan que la interacción
social se base en ese primer principio. Lo que da sentido a mi vida ya no es
Dios o tal o cual Dios, sino mi propia vida en sí, mi yo como más alto bien.
Pero entonces lo que se asumía como dado, la socialidad, con sus sacrificios,
ya no viene dado o asumido como instinto natural o como mandato insoslayable de
la divinidad, sino que debe ser construido. Es decir, la comunidad se torna un
artefacto, se hace artificial, cuando se comienza por asumir que cada uno va a
lo suyo y que además hay que respetar ese libertario egoísmo. En otras
palabras, se requiere la elaboración de un muy depurado sistema de normas
morales si ha de haber convivencia en vez de guerra a muerte de todos contra
todos y al hilo de los egoísmos de cada cual.
La
gran paradoja, contradicción o tensión interna de estas sociedades modernas se
encuentra precisamente en el dato de que las comunidades políticas generaron
por sí un sistema de normas morales y lealtades que contrapesaron el
individualismo. Libertad y autonomía de cada uno, sí, pero en el contexto de
una nación que se hace Estado y a la que emotivamente se siente vinculado ese
sujeto que se piensa y se quiere autónomo. Mercado, libre oferta y demanda,
pero dentro de unas fronteras nacionales. Iguales todos en valor y dignidad,
desde luego, pero más iguales los de la misma nación que los ajenos. Interés
particular, pero amarrado al interés general o al bien común, enfocado como
bien o interés del conjunto político o político-cultural de que se trate. De
ese modo, por esa ligazón de base emotiva, los sacrificios que la convivencia
impone ya no los sentirá el sujeto como forzamiento, sino como libre concesión
suya, y en ellos no verá renuncia a sí mismo y a su bienestar o su libertad,
sino como realización de los mismos en una más elevada escala. La tensión entre
moral individual y moral social se resuelve así como siempre, socializando la
moral individual, haciendo que la heteronomía se viva autónomamente.
Aparentemente, al reconocerme en mi nación o mi Estado no me niego a mí mismo,
no niego mi propio reconocimiento como más alto bien moral. No hay moral social
sin ideología, incluso como ideología en cuanto falsa conciencia.
Con
la contemporánea difuminación de cualesquiera señas de identidad colectiva, los
sistemas morales van a requerir un nuevo fundamento o, mejor, tendrían que
pasar a una nueva y más coherente fase en la realización de los ideales la
moral moderna. El otro en el que me reconozco y con el que interactúo, bajo las
normas de la moral, ya no podrá ser el otro comunitario, el otro como yo, el
otro distinto que es igual porque comparte mi misma identidad sustancial,
comunitaria, sino el otro sin atributos, el mero otro, el individuo
perfectamente abstracto, el ser humano a pelo. Esa maduración ética no ha
estado al alcance de todas las sociedades ni de cualquier país.
En
España, y seguramente en muchos más lugares, pero aquí muy marcadamente, hemos
experimentado una doble situación que nos determina. Por una parte, hace cuatro
días o cuatro décadas éramos todavía una colectividad fortísimamente
comunitaria. Es decir, las reglas de nuestra convivencia tenían, combinada, una
doble base: la de una religiosidad católica premoderna y casi ultramontana,
irreflexiva antes que nada y supersticiosa por encima de todo, ritualista y
fomentadora del desdoblamiento de las personalidades, y la de un sistema
político nacionalista, exaltador de esencias colectivas. Unidad de destino en
lo universal, proyecto común y todas esas zarandajas. La virtud ciudadana se
hacía de miedo al cura y al alcalde, de temor al fuego eterno y al cuartelillo.
Aquí casi nadie pagaba impuestos o hacía bien su trabajo porque se considerara
reflexiva y maduramente obligado a ello para no ser un parásito y no
aprovecharse de los demás o en la idea de que con la leal conducta de todos
podría vivir mejor cada uno, y uno mismo también. No, aquí se trataba de que no
se enterara Dios o te disculpara el confesor, y de que nada detectara Hacienda.
Y pare usted de contar.
Por
otra parte, todo ese edificio normativo se derrumbó en muy poco tiempo. En
cuatro días pasamos de la miseria a la riqueza, del temor a la confianza, de la
resignación al optimismo, de las cadenas a una altísima libertad. No hubo
tiempo para preguntarse por los porqués ni para que se destilara una moral
social distinta. Disfrutamos de todos y cada uno de los frutos de las
sociedades modernas y desarrolladas (dinero, libertad sexual, buenas
perspectivas profesionales, tiempo libre, viajes y variadas diversiones,
cultura y cultureta…), pero sin que quedara apenas ocasión para preguntarse si
habría alguna exigencia a cambio o si tendríamos que corresponder con algo o de
alguna manera. La anterior sumisión, la de nuestros abuelos o padres, se volvió
aversión a la norma y asco a la autoridad, el apocamiento de otro tiempo se
transformó en espíritu retador. Si antes nos deshacíamos en gratitudes cuando
el señor del lugar nos regalaba por caridad un mendrugo, ahora nos vemos con un
derecho natural e irrestricto para reclamar del nuevo señor, el Estado, nuestro
bienestar entero y la garantía plena de una vida dichosa y bien surtida de los
más variados bienes, y por supuesto no damos las gracias, sino que torcemos el
gesto. No somos los herederos de los abuelos aquellos, sino de los señoritos
del pueblo, no conservamos nada de la austeridad o el comedimiento de nuestro
antepasados más populares, sino el vacuo orgullo de la aristocracia venida a
menos. Somos un pueblo, hoy, de aristócratas sobrevenidos y, como la vieja
clase nobiliaria, no estamos ahora en condiciones de entender nuestra propia
decadencia, sino que nos rebelamos contra ella agitándonos contra el mundo.
No
hubo ocasión ni tiempo ni ganas para que aprovecháramos la libertad y el
bienestar para elaborar nuevas reglas de la vida colectiva. Del buen
liberalismo filosófico quedó nada más que el eco de lo que interesaba, el canto
al interés individual. Cada padre se apresuró a desterrar de la educación de
sus hijos las normas con que lo habían educado a él, pero no las sustituyó por
otras. El Estado derogó, y bendita sea, las normas del antiguo régimen, pero
las que puso en su lugar no supo engarzarlas con el aprecio del pueblo. Los
profesores cambiaron aquellos métodos, con los que nos adiestraban como se somete
a un salvaje o se doma una bestia, por sistemas para que el buen salvaje se
haga mayor y siga sintiéndose el rey de la Creación que a nadie debe nada y que
ante ningún obstáculo para su gusto debe detenerse. Las rígidas familias de
antaño se convirtieron en hoteles en régimen de todo incluido y con derecho a
echarle la bronca a la cocinera. Y así sucesivamente. En lo formal o superficial,
un sistema político-jurídico perfectamente parangonable a los más avanzados y
exquisitos del mundo. En lo profundo, un sistema social mayoritariamente
compuesto por individuos infantiloides que no dan la talla para ciudadanos. Un
país lleno de gente, pero sin ciudadanos, un Estado de Derecho donde no se
acata más derecho que el de cada cual a campar por sus respetos y a exigir para
sí todas la atenciones, con desconocimiento de los que nos rodean, con
extremada indiferencia ante las situaciones ajenas, fanáticos del ándeme yo
caliente.
Por
eso somos una sociedad anómica, un modelo de tal. Son escasísimas las personas
que entre nosotros dicen “ese comportamiento es inmoral porque daña así o asá
los fundamentos de nuestra convivencia” y que pueden añadir fiablemente un “yo
jamás lo haría si estuviera en la situación de ese al que critico”. En tal
sentido, los partidos políticos mayoritarios, con su discurso farisaico y su
modo de hacer en los parlamentos, son la quintaesencia de nuestro estrabismo
moral, pues aplauden en los suyos lo que critican en los otros, se guían mucho
más por el quién que por el qué, los mueve el egocentrismo y carecen de la
perspectiva de la norma en sí y sus efectos generales. Puede que sean nuestro
modelo, pero más parecen el reflejo de esta gente, nuestro reflejo. Otra vez,
la grey, el rebaño, la camada, la piara propia ante que la sociedad de todos o
cualquier asomo de interés común.
Anómicas
son las sociedades sin una consistente moral compartida, al margen de que
compartan la ausencia de moral y la burda instrumentalización de toda regla en
pro del interés particular y del grupo de los propios. España es un país sin
una moral social repartida, sin perspectiva general, sin pautas del hacer
colectivo. Se ve a cada rato y en cada gesto y los ejemplos se cuentan a diario
por miles. Cuando, una muestra más, los del CGPJ no se ponen hoy mismo de
acuerdo para nombrar un Presidente, no es porque esté cada uno buscando el
candidato con el perfil más conveniente para la institución y la Justicia, se
debe a que cada cual barre nada más que para los suyos, para su partido, su
grupo, su tendencia o su más vil interés.
No
tenemos una conciencia moral de nosotros y tampoco poseemos conciencia de
nosotros como grupo que vive bajo un Estado. En esto también habrá influido
nuestra peculiar historia. España, como concepto, no es una noción que une,
sino que divide y enfrenta. La idea de España es una idea de combate y pugna,
no un nombre para designar, aunque sea sin metafísica ni mitos, una consigna
para que cada uno progrese, pero de la mano de compañeros. Y, si no gusta el
nombre, podríamos quedarnos con la muy abstracta idea de un Estado que nos
integra, pero eso tampoco, pues, por las mismas razones ya expuestas, el
aglutinarse bajo una idea de Estado
presupone una concepción sumamente abstracta que no hemos podido asimilar. De
ahí que nos falte eso que se llama el cemento social, ya que carecemos de todo
acicate intelectual para el vivir juntos y colaborar de buena fe. A un niño
pequeño no se le puede venir con abstracciones, su natural e irrefrenable
tendencia a extremar su placer egoísta no se compadece con la asunción del
sacrificio ni con la reflexión distanciada sobre lo que al común conviene.
Formamos una sociedad muy mayoritariamente infantiloide, constituida por
sujetos no sanamente autointeresados, sino banalmente egoístas, egocéntricos,
consentidos y caprichosos, avezados a la elementalidad de los placeres menos
sutiles y más alejados de la ponderada ecuanimidad.
Y
en esto llegó la gran crisis económica, la hecatombe, y no estamos en
condiciones de asimilar sus causas ni sus efectos. Fallan, al mismo tiempo, las
bases morales y las intelectuales. Las culpas siempre serán de los otros y el
tratamiento nunca podrá perjudicarnos. Se renuncia a cualquier consideración de
lo que colectivamente se haya hecho mal, por acción o por omisión, y únicamente
se presentan facturas para pasar a los demás. No hay diagnóstico previo al
tratamiento, puesto que en ningún modo queremos diagnosticarnos. El que alguna
tacha ponga a lo suyo o a los suyos es tratado como traidor a su familia, su
clan, su oficio o su partido. Se activa, brutal, el pensamiento mágico y
clamamos para que toda solución nos resulte gratuita a nosotros, a cada cual y
a sus camaradas, y nos empecinamos en la imploración de la misma autoridad que
en los otros órdenes rechazamos: que lo arreglen los gobiernos, los partidos,
los sindicatos, las instituciones, sin que nuestro bienestar merme y sin que de
nada grato tengamos que prescindir.
No
hay arreglo porque objetivamente la situación es insostenible y porque
subjetivamente no contamos con capacidad para sobreponernos a ella y superarla.
Estamos completamente a merced de los
elementos y nos hundiremos berreando en lugar de remontar arrimando el hombro y
fijando nuevas reglas, las reglas que hasta hoy no tuvimos y sin las que tan a
gusto hemos vivido mientras nos mantenían por la cara. Yo, en lo mío, también
quiero seguir con pocas clases, sin que mayor rendimiento se me exija, que me
prejubilen todavía en edad de disfrutar de la vida y sus placeres, sin control
sobre lo que enseño o no a mis estudiantes, con algún sobresueldo que me
facilite ocasionales lujillos… Me rebelo si mi calidad de vida peligra por
culpa de todos los demás cabronazos, esos cabronazos con los que he sido uña y
carne hasta ayer mismo, o todavía.
Apreciado Sr. García Amado,
ResponderEliminarCelebro que haya escrito usted frases como: “Un país lleno de gente, pero sin ciudadanos”, “España es un país sin una moral social repartida, sin perspectiva general, sin pautas del hacer colectivo”, “No tenemos una conciencia moral de nosotros y tampoco poseemos conciencia de nosotros como grupo que vive bajo un Estado”, “De ahí que nos falte eso que se llama cemento social, ya que carecemos de todo acicate intelectual para el vivir juntos y colaborar de buena fe”.
Y lo celebro no sólo porque creo que tiene usted razón, sino también porque advierto un cierto distanciamiento con respecto a posiciones suyas anteriores, bastante más individualistas (vid. p. ej. http://garciamado.blogspot.com.es/2010/10/equivocos-en-el-debate-filosofico.html), escritas, eso sí, en tiempos de mucha menos crisis. Bienvenido al comunitarismo prudencial.
En España no ha habido revolución burguesa progresista. Hemos pasado del campo, de los señoríos clásicos, del obrerismo, de la moral de señores y jornaleros, del ambiente provinciano de Vetusta, al cosmpolitismo, a casi 10 millones de inmigrantes hispanoamericanos,islámicos y rumanos, al consumismo masivo, los grandes centros comerciales globalizados, al hundimiento de toda certeza y al descrédito de los políticos y de la democracia entendida como ardid publicitario de los grupos dominantes del neocapitalismo eurocrático, que ha llegado. Como la tremendísima recesión, el " sálvese quien pueda " y la intervención troikil.
ResponderEliminarLa moral social de esta país se puede resumir en: "nosotros no robamos, pero si hay cogemos"
ResponderEliminarLe veo muy preocupado por la anomia(refiriéndose siempre a los demás, por supuesto) para haberse definido usted siempre (incluso cuando era profesor titular en Oviedo) como individualista...
ResponderEliminarYo soy un simple ciudadano que cree en el AMOR, en el SEXO, y en el ESTADO DE DERECHO y reclamo un antivirus para el estado español. Limpieza en el poder Judicial. nuevas elecciones y que no repita ni un solo político veterano y trasnochado, y un juicio en caliente a nuestra historia reciente, y no a la la franquista ya, sino a la constitucional. De NUESTRA DEMOCRACIA solo quedan BABAS
ResponderEliminarY no firmo porque este pais es una casa de putas ya y no se merece la firma de ningun ciudadano solo la cara difusa de ciudadanos anonimos
ResponderEliminarEstimado profesor García Amado:
ResponderEliminarHacía tiempo que no leía un diagnóstico tan claro y, en mi opinión, tan certero de la evolución de los valores sociales. Puede que, en parte, la solución se halle en ese comunitarismo prudencial, del que habla el primer comentarista. Aunque me quedo con la duda de qué entiende él exactamente por "prudencial" (¿moderado?, ¿compatible con el individualismo autointeresado?). ¿Piensa usted que, efectivamente, en esa línea de mayor apuesta por el bien común y la virtud" debe ir la terapia en nuestra sociedad?.
Muchas gracias, y enhorabuena por su blog