07 agosto, 2012

Operarios


                Días de relax playero en Asturias, como se notará en la escasez de entradas aquí. Hemos dado un puñado de días de sol apenas interrumpido, lo que resulta casi milagroso por estos pagos. Así que habrá que quedarse otras tres o cuatro jornadas para aprovechar la excepcional ocasión.

                Pero ni con las corvas entre las olas se le pasa a uno del todo la mala uva. Hace dos días, playa de España (Quintes, Villaviciosa), una de mis favoritas y que fervientemente recomiendo a los degustadores. Comienzos de la tarde y va subiendo la marea. De pronto, aparece en la playa un equipo de currantes. Llevan ropa de trabajo y un peto que pone “Inteco Asturias. Gestión ambiental”. Cada uno porta en una mano una pequeña pala y en la otra un saquito amarillo. Se ponen a escarbar en el borde húmedo que va marcando el avance de las olas. Como eran tan sutiles y medidos sus movimientos, tan leves sus gestos, tan concentrados y lentos sus pasos, al principio pienso que están buscando algas raras o alguna sustancia especial. Pero parece que no. Luego se me ocurre que simplemente pretenderán recoger la basura que el mar va soltando, pero tampoco me parecen maneras. Por lo que luego supe, pudiera ser también que revisaran por si a la playa llegaba lo que en Asturias llamamos galipote, chapapote en otras partes, restos de algún vertido reciente de fuel o cosa así en el mar.

                La calma de aquellos hombres me fue adormilando. Al despertarme, aún seguían allí. Cada tanto, cada uno tomaba su palita, revolvía un poco de arena, recogía algo, lo echaba al saquito y volvía a extasiarse con la contemplación del horizonte y a dejarse mecer por el ruido de las  olas. Que si serían budistas,  se preguntaban algunas familias, mientras otros bañistas lanzaban la hipótesis de que pudiera tratarse de un grupo de ecologismo zen. Nadie sabe qué leches es eso del zen, pero lo imaginamos así, estar mucho rato sin hacer nada y como con cara de que ya me viene. En verdad, más que orientales, se veían bien astures, panzudos y sidreros, sonrientes y guasones, dispuestos a lanzar unos petardos si les cambia el humor. También gustaban de ponerse a hablar por parejas, apoyándose en la pala-báculo y soltando risotadas, quién sabe por qué historias de medioambientales andanzas.

                Me tomé la molestia de calcular, paso a paso, la extensión de aquel trozo de playa en el que se habían posado los guerreros del ecosistema: unos cuarenta metros. Ellos eran cinco. Así que tocaban a ocho metros. Les costó. Al cabo de hora y media o dos horas, se marcharon y se llevaban siete u ocho saquitos. Conseguí fisgar en uno de ellos. Había variadas basurillas, cosas de las que el mar trae o los turistas dejan en la arena. Puede que también, escondidos, contuvieran los saquetes restos de muy nocivas sustancias, no digo que no.

                Retrocedieron lentos y no saludaron al irse a quienes, acorralados ya por la marea, nos habíamos deleitado con su filosofía laboral y nos habíamos mecido bajo el sentido sublime de su carpe diem. Fueron dos horas sin pensar en la Merkel, sin acordarnos de holandeses o belgas, sintiéndonos como antes, riéndonos del mundo, Estado del bienestar y de playa, apoteosis sindical, corporativa y verde.

                Qué pena que acabó. Hoy volveré a la playa sin más ansia que la de encontrarlos de nuevo, para otra vez evadirme con ellos un rato, para soñar que España pueda seguir así for ever, de aquí a la eternidad.

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