Ayer
paseé por delante del piso en que vivían mi tía Obdulia y su marido, Rufino. Es
un bajo humilde y está en una barriada gijonesa llamada las Mil Quinientas, en
la zona de Pumarín. Bloques de aquellos que, cuando el franquismo, se hacían
para los obreros de la industrialización de entonces.
Entre
los diez y los dieciséis años viví en esa casa de lunes a viernes durante los
meses de colegio. Los viernes por la noche y en las vacaciones volvía a Ruedes.
Obdulia y Rufino no tenían hijos y me trataban con cariño y buen tino. Los
quise y los quiero mucho, aunque sea a esta manera mía distante y poco
expresiva. Obdulia murió hace unos años y a Rufino, con demencia senil o cosa
similar, se lo llevaron sus hermanas más jóvenes a su pueblo, para cuidarlo. Este
pisito suyo está cerrado y vacío desde hace tiempo. Muchas veces, cuando vuelvo
a Gijón, camino por esas callejuelas y repaso los lugares donde jugaba de crío
por las tardes, a la vuelta del colegio. También me paro un rato a contemplar
las persianas bajadas de esa vivienda.
A
Obdulia le encantaban las flores, como a mi madre. De esa rama familiar debe de
venir mi afición a la jardinería. Obdulia siempre tenía las ventanas y la
terraza llenas de macetas con geranios. El geranio es la flor del pueblo, tiene
la belleza discreta de quien no aspira a jardines aristocráticos y el ánimo de
quien se sabe más fuerte que camelias u orquídeas. El geranio resiste las
estaciones y hasta sobrevive a los olvidos puntuales de quien haya de atenderlo.
Mi tía tenía sus fachadas llenas de geranios de recios colores.
Ahora,
naturalmente, aquellas repisas están sin plantas, pero reparé en que en el
exterior del ventanuco del baño se les olvidó una flor de plástico, que debe de
llevar años sin que nadie le hable ni la toque. ¿Cuánto puede resistir la soledad y el abandono una flor de plástico? Debajo de la terraza y al lado
de la entrada del portal, vi que había unas macetas con geranios vivos y
viejos, deteriorados. Apuesto a que son los últimos que en la casa hubo y a que
alguien, caritativamente, los colocó ahí, en el suelo de la calle, para que la
lluvia los mantenga vivos a su pesar. Estuve un buen rato mirándolos y no me atreví a hacer lo
que el corazón me pedía, llevármelos para adoptarlos. Seguramente ellos querrán
seguir donde están, última huella de una mujer buena y generosa, alegre y
amable, una flor alegre y acogedora en mi recuerdo agradecido.
que bonito profesor, que agradables sensaciones ha debido de tener.
ResponderEliminarCuando lo he leído no se por qué me ha venido a la cabeza la romanza de Javier "de este apacible rincón de Madrid..." de la zarzuela Luisa Fernanda.
No está de más recordar nuestros orígenes proletarios normales y corrientes. La mayoría de españoles seguimos siendo obreros asalariados cualificados o no, luchando por sobrevivir y vivir lo mejor posible dentro de lo nos deja el neoliberalismo rampante.
ResponderEliminarDetesto intelectualmente el maniqueísmo, pero es que la gente normal cutre y sudorosa, de baja extracción trabajadora, sigue teniendo toda la dignidad del mundo, y muchas veces está llena de muchos más valores inmateriales: el cariño, la honradez, el afán por las cosas bien hechas,la constancia, el trabajo duro, la dignidad obrera.
Exacto Anónimo y siempre nos quedará a los que no somos señoritos el famoso : en mi hambre mando yo
ResponderEliminaruy, profe; le veo con morriña
ResponderEliminarpor cierto, que han echado ustedes el ayuntamiento a arder.
roland, quien te ha visto y quien te ve.
Otra cosa que me hace gracia es lo nombres. Parecen sacados de los casos prácticos de mi asignatura preferida. No he visto caso que no ponga unos nombres, que por menos; te descojonas. Seguro en su tiempo, estaban de moda. Los nombres de los niños muchas veces van por modas.
ResponderEliminar