Dije
autoridad y es como si mentara la bicha. Para qué queremos más, ya lo habrá que note indicios de feroz autoritarismo. Pues no, se puede reclamar que la
autoridad legítima cumpla sus necesarias funciones sin, por eso, ser
autoritario. Cuando en un restaurante yo me enfado con los padres que dejan a
sus hijos pequeños correr entre las mesas y molestar sin parar a los comensales,
no estoy pidiendo que esos padres muelan a palos a sus retoños ni que se
comporten como unos abusones con ellos, únicamente que los llamen al orden y
les enseñen de adecuada manera lo que deben saber.
Venía
hoy en un periódico, creo que El Mundo,
el enésimo reportaje sobre los males graves de la universidad española, y, como
siempre, se pedía opinión sobre posibles arreglos a expertos de diversa
catadura. Uno de ellos, Richard Vaughan (por cierto, un genio de la enseñanza
del inglés que me parece que está levantando un imperio con su método, que es
realmente magnífico), sentenciaba que no ve solución ninguna, pues habría que entrar
a saco y con medidas durísimas que acabaran con los vicios endémicos. No puedo
estar más de acuerdo. Y donde decimos universidad, podríamos citar otras muchas
instituciones. Mas hablemos de universidad, que nos queda cerca, y sirva de
ejemplo lo que se diga, y en lo que valga, para instituciones distintas.
Como
parece que intuye míster Vaughan, hay dos elementos interrelacionados que
convierten en irreversible la decadencia de una institución, como la
universidad misma. Uno es la apoteosis de derechos, la manía de ir llenándolo
todo de derechos fundamentalísimos que ocultan las obligaciones y que se
presentan como totalmente independientes de ellas. No es que uno esté en contra
de los derechos, no faltaba más, pero la sobredosis indiscriminada de derechos
también puede acabar con la salud de una institución y sus buenas prácticas,
igual que nos dañan a nosotros los excesos de azúcar o de sal. ¿Los eliminamos
de la dieta? No, ponemos azúcar o sal en la dosis adecuada, y hasta necesaria, y acompañados de una
alimentación con el debido equilibrio. Pues los derechos, igual. Claro que tendrá alguna razón de ser la autonomía universitaria, naturalmente que estará
justificada la libertad de cátedra, sin duda que habrá su parte buena en la
inamovilidad del profesorado, cómo no va a resultar conveniente que todos y
cada uno, estudiantes, profesores, personal administrativo, participen de
alguna forma en el gobierno de la universidad y tengan acceso a la debida
información sobre lo que se cuece. Vale, pero dentro de un orden, sin poner el
carro delante de los bueyes y viendo el bosque entre árbol y árbol. O sea,
podando los excesos. La autonomía universitaria no puede constituir excusa o
vía para que, por ejemplo, muchos rectores lleven a la pura ruina a las universidades,
la libertad de cátedra no cabe como subterfugio para que cada profesor explique
o no explique o cuente lo que le dé la realísima gana, venga a cuento o no, el
sistema participativo no ha de ser la puerta para que cada grupúsculo se torne
guardián nada más que de sus más infames intereses.
El
otro elemento es, precisamente, la democratización mal entendida y peor
aplicada. Convencido el personal que en la institución labora de que la
institución es suya y de que nada en ella puede sustraerse a su designio, se
vuelve dogma la idea de que ninguna reforma cabe que no salga de dentro y que
desde dentro no se apruebe.Y para eso estamos, para que no prospere ninguna que personalmente nos perjudique.
El
exceso de derechos o, sobre todo, el hábito de su torcido ejercicio, de su
ejercicio plenamente desvinculado del interés general y de la función que da su
razón de ser a la institución, hace que se vaya formando una masa de egoísmos
que entre sí se refuerzan y de consuno pactan para que pueda cada grupo conservar
y aumentar sus privilegios. Los estudiantes no presionan al profesorado para
que imparta sus clases como es debido, y los profesores corresponden bajando la
exigencia a los estudiantes. Y así sucesivamente, podrían ser infinidad los
ejemplos. Consumado ese divorcio entre los fines de la institución y los propósitos
de los que dentro de ella se mueven y en ella sacan su particular beneficio,
los mecanismos participativos y democráticos no son modos de decidir entre las
diversas propuestas o los distintos programas que mejor puedan hacer que la
institución funcione bien y rinda como a su sentido corresponde, sino manera de
hacerse fuertes, todos a una, ante todo intento de vencer corruptelas, de poner
un mínimo orden o de buscar que se trabaje como sería de esperar. No hay
deliberación verdadera entre intereses contrapuestos y que termine en dialéctica
síntesis en pro del interés general, sino variedad de añagazas para el
pacto en mutuo beneficio. Eso es así cuando cada uno y cada grupo mira por lo
suyo y ninguno se preocupa de lo de todos. Y si alguno de estos hubiera,
quedará de inmediato excluido de los órganos supuestamente deliberativos o no
tendrá en ellos pito que tocar.
En
esa situación estamos en las universidades y en tantos otros lugares que viven
del presupuesto público. No queda posibilidad ninguna de regeneración interna,
está bloqueada de antemano toda reforma razonable, y cuantas se intentan desde
la esfera política general, con mejor o peor criterio, son inmediatamente
adulteradas y adaptadas a la pedestre conveniencia de los de dentro. Es más,
ningún reformista cabal llegará a rector, ni a decano siquiera, ni se mantendrá
en el cargo si se lo toma con la seriedad debida. Toda racional exigencia de
obligaciones tendrá que ceder ante el sistema vigente de tolerancias. De
puertas adentro, gobernar ahí es tolerar, administrar las tolerancias e introducir
otras nuevas para internamente legitimarse y seguir en el carro y en el cargo.
Por
eso no hay arreglo. Por eso las soluciones, si las hubiera, tendrían que venir
de fuera, de un debido ejercicio de la autoridad legítima. Pero costaría
sangre, sudor y lágrimas, pues es poco menos que imposible desmontar esa trama
de intereses y complicidades, de tolerancias y tácitos acuerdos para que cada
uno se beneficie a costa de la institución y a costa del interés general, todo ello
adornado con el oropel de las grandes palabras y de los sacrosantos derechos
desvirtuados en su sentido: que si calidad de la enseñanza, que si autonomía
universitaria, que si libertad profesoral, que si comités y comisiones.
Mentiras, disfraces de la arbitrariedad, excusas para el gigantesco expolio,
maneras de estafar a la sociedad que paga y padece, envoltorio lustroso para
los más defectuosos productos. Y que siga la fiesta y después de mí el
diluvio.
Ay, pero
decir autoridad es pura quimera o remedio tan malo como la enfermedad cuando la
autoridad es parte del mismo sistema corrupto y funciona con idénticas claves.
De un sistema político sumido en la podredumbre por obra de partidos y clanes
no cabe esperar más que buena sintonía con lo peor de lo que daña las
instituciones, contubernios de ida y vuelta, sociedades de mutuo apoyo. Por eso
no hay esperanza ni para el buen profesor ni para el buen juez ni para el buen
alcalde, pongamos por caso. Sólo queda, quizá, la íntima resistencia y el
negarse a colaborar con los malditos roedores. Mientras el cuerpo aguante o
hasta que a los mejores los parta un rayo teledirigido o se les ofrezcan una
buena prejubilación.
Totalmente de acuerdo, lo ha descrito muy bien.
ResponderEliminarComo suelen decir los poetas fusilados: "lo nuestro es pasar"
Un saludo
Completamente de acuerdo, profesor.
ResponderEliminarY ahora como mera curiosidad: ¿tan pocos profesores universitarios hay "en su onda" como para que armen, al menos algo de ruido?