30 diciembre, 2012

El fin del mundo. Por Francisco Sosa Wagner



Recientemente se ha vuelto a suscitar el debate acerca del fin del mundo de la mano de una profecía maya y hay incluso quienes han vivido angustiados el pasado 21 de diciembre temiendo su veracidad. En una emisora de radio oigo una entrevista con un constructor español de refugios nucleares que estaba muy contento porque su cartera se había abultado por los encargos recibidos de personas que pensaban utilizarlos para conjurar la hecatombe anunciada. Al parecer están ideados para resistir hasta veinte años.

Me dí en cavilar qué tipo de sujetos son esos que deciden ponerse a salvo: ellos, es decir, la familia más el gato y un canario en su jaula, mientras el mundo se desconcierta y acaba pereciendo atraído por las fauces hambrientas de la desolación y la ruina. El sujeto que cree estar rodeado de bohemios irrecuperables y piensa ¡allá ellos! ¡que les zurzan! Morirán, padecerán la destrucción de sus bienes, la desaparición de sus seres queridos, mientras que yo, aquí dentro, en mi refugio, con mi María, con mis hijitos Aitor y Eva Luisa, con la perra Laila que está en celo ... bien calentitos, comiendo fabada y piña en lata. Es cierto que no se pueden comunicar con nadie ni usar el internet ni la tableta ni el washapp pues todo se va tornando en el exterior neblinoso, atrapado como ha quedado el universo en un pantano de olvidos hostiles, de piedras verdinosas, de mármoles aliquebrados, de versos marchitos, de tiempo exhausto, de pasado hecho cenizas. 

Y ellos en su refugio. Todavía con los pagos pendientes de la hipoteca pero en su pleno y gozoso usufructo.

¡Lo que es no haber leído la buena literatura, y especialmente la española de humor! Porque estas gentes ignoran que todo esto fue tratado por Enrique Jardiel Poncela en su obra “cuatro corazones con freno y marcha atrás” donde aparecen esas entrañables parejas que consideran que “morirse es un error” y deciden confabularse contra la maldita visita de la guadaña y además tomar el elixir de la juventud. A partir de ahí, empiezan una vida pletórica de aventuras, dulce de acontecimientos y deleitosa, llena de anhelos colmados hasta que ... advierten lo tedioso de una situación que carece de horizonte porque está vacía de sobresaltos, de amores inesperados, de versos nuevos, de lágrimas, de noticias de la bolsa y de los familiares, incluida la prima de riesgo, es decir, una existencia que tiene el atrevimiento de ignorar las jugarretas que guarda en su seno el arca misteriosa del Tiempo. 

Y eso ni es vida ni es nada pues lo excitante es ver delante de nosotros, como anuncia Kavafis en su poema, “los días venideros como fila de cirios encendidos, cirios ardientes, áureos y vivos”.  Por eso lo que gusta del fin del mundo es su comienzo. Pero su comienzo explicado por el Yavista en el relato mágico del Génesis con sus jardines, sus serpientes, sus manzanas, sus pecados, su carne tentadora, su Eva hirviente y su Adán cercado por el perfume de los deleites. 

¿El fin del mundo? Vendrá, claro que vendrá, pero será cuando ya no suene la música de Mozart ni se pueda avistar el espectáculo de una mujer enfundada en el traje de su voluptuosidad ni se pueda vivir en pecado o cuando perdamos el hilo de nuestras costumbres y extraviemos nuestras manías.

Ahora bien, la espera ha de ser en descampado, bajo la dictadura del sol y de los vientos, tiranizados por los cielos desmayados y sus nubes socarronas, luchando por el aire entre la algarabía de las vidas. No en el refugio nuclear, refugio de certezas secas.

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