Uno
es un ingenuo pueblerino y eso no se quitará nunca, para bien o para mal. Ser
ingenuo es lo que es y lo de pueblerino implica que te pasas la vida mirando el
mundo de más allá de las montañas como si fuera la primera vez, entre perplejo
y defraudado. Está bien, pero no era para tanto.
De
las cosas que más me siguen sorprendiendo, aun con canas, una es el vacío moral
de tantísima gente que trato, la peculiar anomia, la mudez de las conciencias.
A tantos, les quitas la pose ideológica, pura fachada, y en materia de normas
no llevan nada dentro. Por eso hay tan poca gente fiable. Por eso propiamente
no se conmueven muchos ni por la desgracia tuya, si la hay, ni con el delito
ajeno, que lo hay.
Se
supone que los humanos cargamos con varias capas normativas. Sobre el cuerpo,
casi literalmente, van las normas de la moral de cada cual, un conjunto de
preceptos que, más o menos, autónomamente has ido asimilando o que te has
procurado, convicciones de fondo sobre lo que para ti está bien o está mal y
que determinan tus actitudes ante determinados dilemas de conducta que a las
personas afectan. Luego, y relacionado, te forjas o asumes algunas convicciones
sociales o políticas, ya no directamente referidas a cómo debes comportarte en
tu trato con los demás, sino a cuál debería ser la configuración de una
sociedad más justa, a cómo tendrían que repartirse las cargas y los beneficios
en la vida colectiva. Se supone que a partir de lo uno y de lo otro te
adscribes en términos políticos y simpatizas con estos o aquellos movimientos
sociales o partidos.
Eso
parece que sería la teoría, pero no va así, visto lo que se encuentra uno a su
alrededor. Creo que para muchos que me tropiezo en mi entorno el proceso se
invierte. Primero se alinea cada cual con el partido o tendencia que puede dar
más réditos en términos de imagen y promoción personal o de simple camuflarse
en el medio. Y para de contar. La imagen política que te procuras no va a unida
a una reflexión ni a un propósito de coherencia, y lo que hablas o (dices que)
votas no se condice con tu manera de conducirte a diario. La moral personal
tampoco existe, es mero afán irreflexivo de medro y búsqueda de particular
beneficio, a menudo inane, con más de instinto elemental que de propósito
elaborado. Bueno para mí es lo que me favorece, caiga quien caiga y pase lo que
pase, pero me abstengo de toda teoría sobre lo bueno o lo malo, incluso sobre
lo que para mí lo sea. Mi conciencia, de ese modo, no adquiere compromiso
ninguno, a norma ninguna me debo yo, puesto que a ella la tengo muda. El sujeto
social, así, no es un sujeto moral, no es un individuo éticamente autónomo y
que trata de cuadrar su pensar con su hacer. Sencillamente no pensamos para poder
hacer lo que nos convenga. El hacer no críticamente meditado y no gobernado por
una conciencia normativa nos aproxima a un animalillo cualquiera, aun cuando
sepamos usar el cuchillo de pescado o la crema depilatoria. De ese calibre y
nada más que así acaban siendo las diferencias entre un ciudadano y una cucaracha
o una lombriz intestinal, cuestión de formas, que no de fondo.
El
sujeto moral es un sujeto fiable, sabes dónde y en qué lo vas a encontrar. Del
de la ley del embudo y el rabo entre las patas solamente puedes contar con el
egoísmo desnudo, con su elementalidad primaria y desarmante. El que nada más
que se quiere a sí mismo y sin condiciones no puede ser solidario ni hará jamás
cosa alguna por los otros si le reporta perjuicio. El diálogo entre el sujeto
moral y el ser anómico puerilmente narcisista es un diálogo imposible o, a los
más, un diálogo de sordos. No hay terreno común ni lugar de encuentro, la
incomunicación es plena, la incomprensión, total.
Tal
vez son obsesiones mías o una neurosis propia, discúlpeseme el desahogo, pero
no entiendo a los demás y me entiendo con muy pocos. Llega siempre un momento
en que percibes que muchos interlocutores se evaden, que se van del tema, se te
vuelven vapor de agua y escapan por cualquier rendija del techo. No es que no
escuchen, es que no pueden entender, se habla otra lengua, o hablan unos y se
vuelven afásicos los otros. Pero sabes a
qué atenerte: no hay con quien contar para nada que no sea el egocéntrico
disfrute de la ventaja o el homenaje al miedo.
Siempre
es más fácil con ejemplos. Supóngase que se desenvuelven unos cuantos en una
institución corrupta y plagada de abusos. A lo mejor cabe comentarlo con muchos
cuando el contexto garantiza impunidades. Ahí mantienen la sonrisa mientras te
replican que cómo eres y que no es para tanto y que el cretino es buen chaval a
la postre o cocina unas cocochas deliciosas o adora a sus hijos o cantaba en el
coro en su juventud. Hábil relación de culos y témporas para que entiendas que
no entienden cuando al interpelado lo llamas ladrón porque robó, por ejemplo.
Las divergencias vienen a la hora de decidir si se protesta o no, aunque sea
con el gesto más simple. Entonces es cuando el que tiene su moral se va a
quedar bastante solo entre los amorales retozones y alegres. Si en pleno
régimen los invitaran a la inauguración de un campo de concentración, acudirían
de peluquería o con camisa nueva, dicharacheros y animados por lo bonito que es
un día de campo y porque a ellos les parece muy útil el saber concentrarse. En
los prisioneros no repararían mayormente o comentarían que jo, qué mal huelen y
no sé por qué no los lavan un día como hoy que hay celebración. A Goering o
Himmler les sonreirían apretando los muslos o tocándose los pendientes de oro.
La
moral auténtica es la del hacer, la del señalar, la del diferenciarse. El
cobarde es consciente y no se atreve. Pero no estamos en una sociedad de
cobardes, esta es una sociedad de incapaces, de amputados del alma. Debajo no
hay cinismo ni asumido egoísmo, no es eso. Debajo no hay nada, la conciencia
está en blanco, vacía, virgen. El delincuente acarrea una pasión al fin, un
afán; pero los pequeñitos que forman la claque no gastan ni eso, son atrezo y
risas enlatadas, decorado amable de la tragicomedia. Ellos nunca apretarían por
sí un gatillo, pues no sabrían hacia dónde, pero prestan encantados su dedo si
alguien se lo pide y luego les pone un caramelito en la palma de la mano o les
da una palmada en el lomo. Son el mejor amiguito del hombre y cambian de dueño
cuanto haga falta y sin que la lealtad se resienta. No hay agujero de su psique
que no lleven encallecido de tanto mete-saca.
Es
fácil la comparación y la repito aquí de vez en cuando. Sé que si tuviéramos
judíos, como cuando los alemanes, y la consigna de los poderosos fuera
discriminarlos o exterminarlos, la mayoría de mis conocidos y compañeros no
movería un dedo. No he dicho todos, cuidado, solo la mayoría. No sería
propiamente una decisión, se trataría de un dejarse llevar sin meditar, un ser
arrastrados como bestezuelas sin conciencia. Los timoratos en el fondo sufren
por su incapacidad, pero los moralmente lisiados no sienten ni padecen, pues
dentro de sí no tienen nada, humanos demediados. El remordimiento es privilegio
del que carga normas y las incumple. El que no las tiene ni cumple ni falla,
simplemente se queda donde lo ponen, inerte y pacífico, ajeno al mal, impedido
para el bien, cómplice de la circunstancia que le toque, leal con el que lo
maneje.
Lo
que nos pasa en España no tiene mejor explicación que esta, creo. En lugares
como la Universidad choca en particular. Cabe ser un gran experto en tal o cual
materia, en la más rebuscada ciencia, y, al tiempo, un sujeto moralmente insensible,
una pompa ética, como un gas innoble. Viven sin desgarro ni angustia, si es que
a eso se le puede llamar vida. El éticamente indocumentado no percibe la
corrupción del corrupto ni la infamia del infame y, por eso y por ejemplo, si
mañana hay un homenaje al indecente, al que no comprende nuestro personaje es
al que se queda en casa para no mancharse; el amoral al que no entiende es al
objetor, mientras que al otro, al canalla, lo contempla como a un semejante, como uno que
tampoco halló en la conciencia suya traba ni límite para hacer lo que le
mandaban o lo que le daba placer.
Es
una enfermedad moral, es nuestra enfermedad moral. Este país nuestro no está
como está principalmente porque haya mucho sinvergonzón amigo de lo ajeno,
aunque también. Buena parte de la culpa la tiene aquella mayoría silenciosa,
que es mayoría y es silenciosa, pues no sabría qué decir, pues nada diría
aunque a otros los estuvieran gaseando y vieran las nubes de ceniza sobre las
villas y los campos. Parece que se nubla y que cambia el tiempo, se dirían unos
a otros, y seguirían haciendo calceta o explicando Trigonometría o Historia de
la Ética.
Estimado Juan Antonio,
ResponderEliminarCuidado con lo que escribe, que van a acabar tildándolo de "psicologismo". Que se ha puesto de última no hacerse personalmente responsable de nada. Salvo de lo que nos conviene. ¡Faltaría más! Toda responsabilidad concreta se diluye en la representación abstracta de la justicia universal, sistémica. Que decía el bueno de Adorno.
Volviendo a su artículo: estoy de acuerdo con que la amoralidad, que tan gráficamente disecciona, es una pandemia. Pero no descartaría tan alegremente como usted dos enfermedades no menos extendidas y mortales: la pereza y la cobardía.
¿Amorales? Más bien, atletas de las leyes del mínimo esfuerzo y del más fuerte.
La única moral que uno reclama para sí mismo, a estas alturas (a estas bajuras) de la vida, es la del Alcoyano.
Un saludo cordial.
He puesto en práctica en una reunión-comida familiar, hastiado ya de oir gilipolleces entorno a conversaciones políticas con transfondo de forofos de equipo de futbol... me propuse replicar entorno a una idea tu votas pp, psoe tú eres corrupto... el grado de impotencia, de rabia ante no saber contestar fue tal que casi que no me vuelve a hablar nadie más de la familia... pues normalmente las contestaciones se basan en justificar lo que hace el partido contrario... a madurar todos que esto no tiene arreglo, cuando lo tenga ya estaremos muertos... asi que casi mejor convivir en paz asumir nuestra inmadura cultura democrática y tomarnos unas aceitunitas relajadamente
ResponderEliminarY Adorno decía, obviamente, que se intenta diluir la responsabilidad concreta en la abstracción de la INjusticia sistémica.
ResponderEliminarPor cierto, Iurisprudent: los experimentos, con gaseosa. No vayan a atragantársele las aceitunas.
Lo que pasa es que en todo el ser humano requiere un liderazgo: en lo social, en lo político e ideológico y por supuesto, también en lo moral; hasta en lo religioso; y el liberalismo se ha encargado de desmontar liderazgos.¿podremos aceptar que nuestros peques lleguen a ver como líderes a quienes hoy por hoy reparten el queso en partidos, asambleas e iglesias?
ResponderEliminarUn maravilloso articulo el que nos compartes, un saludo.
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