24 enero, 2013

¿Inmorales o amorales?



                Uno es un ingenuo pueblerino y eso no se quitará nunca, para bien o para mal. Ser ingenuo es lo que es y lo de pueblerino implica que te pasas la vida mirando el mundo de más allá de las montañas como si fuera la primera vez, entre perplejo y defraudado. Está bien, pero no era para tanto.

                De las cosas que más me siguen sorprendiendo, aun con canas, una es el vacío moral de tantísima gente que trato, la peculiar anomia, la mudez de las conciencias. A tantos, les quitas la pose ideológica, pura fachada, y en materia de normas no llevan nada dentro. Por eso hay tan poca gente fiable. Por eso propiamente no se conmueven muchos ni por la desgracia tuya, si la hay, ni con el delito ajeno, que lo hay.

                Se supone que los humanos cargamos con varias capas normativas. Sobre el cuerpo, casi literalmente, van las normas de la moral de cada cual, un conjunto de preceptos que, más o menos, autónomamente has ido asimilando o que te has procurado, convicciones de fondo sobre lo que para ti está bien o está mal y que determinan tus actitudes ante determinados dilemas de conducta que a las personas afectan. Luego, y relacionado, te forjas o asumes algunas convicciones sociales o políticas, ya no directamente referidas a cómo debes comportarte en tu trato con los demás, sino a cuál debería ser la configuración de una sociedad más justa, a cómo tendrían que repartirse las cargas y los beneficios en la vida colectiva. Se supone que a partir de lo uno y de lo otro te adscribes en términos políticos y simpatizas con estos o aquellos movimientos sociales o partidos.

                Eso parece que sería la teoría, pero no va así, visto lo que se encuentra uno a su alrededor. Creo que para muchos que me tropiezo en mi entorno el proceso se invierte. Primero se alinea cada cual con el partido o tendencia que puede dar más réditos en términos de imagen y promoción personal o de simple camuflarse en el medio. Y para de contar. La imagen política que te procuras no va a unida a una reflexión ni a un propósito de coherencia, y lo que hablas o (dices que) votas no se condice con tu manera de conducirte a diario. La moral personal tampoco existe, es mero afán irreflexivo de medro y búsqueda de particular beneficio, a menudo inane, con más de instinto elemental que de propósito elaborado. Bueno para mí es lo que me favorece, caiga quien caiga y pase lo que pase, pero me abstengo de toda teoría sobre lo bueno o lo malo, incluso sobre lo que para mí lo sea. Mi conciencia, de ese modo, no adquiere compromiso ninguno, a norma ninguna me debo yo, puesto que a ella la tengo muda. El sujeto social, así, no es un sujeto moral, no es un individuo éticamente autónomo y que trata de cuadrar su pensar con su hacer. Sencillamente no pensamos para poder hacer lo que nos convenga. El hacer no críticamente meditado y no gobernado por una conciencia normativa nos aproxima a un animalillo cualquiera, aun cuando sepamos usar el cuchillo de pescado o la crema depilatoria. De ese calibre y nada más que así acaban siendo las diferencias entre un ciudadano y una cucaracha o una lombriz intestinal, cuestión de formas, que no de fondo.

                El sujeto moral es un sujeto fiable, sabes dónde y en qué lo vas a encontrar. Del de la ley del embudo y el rabo entre las patas solamente puedes contar con el egoísmo desnudo, con su elementalidad primaria y desarmante. El que nada más que se quiere a sí mismo y sin condiciones no puede ser solidario ni hará jamás cosa alguna por los otros si le reporta perjuicio. El diálogo entre el sujeto moral y el ser anómico puerilmente narcisista es un diálogo imposible o, a los más, un diálogo de sordos. No hay terreno común ni lugar de encuentro, la incomunicación es plena, la incomprensión, total.

                Tal vez son obsesiones mías o una neurosis propia, discúlpeseme el desahogo, pero no entiendo a los demás y me entiendo con muy pocos. Llega siempre un momento en que percibes que muchos interlocutores se evaden, que se van del tema, se te vuelven vapor de agua y escapan por cualquier rendija del techo. No es que no escuchen, es que no pueden entender, se habla otra lengua, o hablan unos y se vuelven afásicos los otros.  Pero sabes a qué atenerte: no hay con quien contar para nada que no sea el egocéntrico disfrute de la ventaja o el homenaje al miedo.

                Siempre es más fácil con ejemplos. Supóngase que se desenvuelven unos cuantos en una institución corrupta y plagada de abusos. A lo mejor cabe comentarlo con muchos cuando el contexto garantiza impunidades. Ahí mantienen la sonrisa mientras te replican que cómo eres y que no es para tanto y que el cretino es buen chaval a la postre o cocina unas cocochas deliciosas o adora a sus hijos o cantaba en el coro en su juventud. Hábil relación de culos y témporas para que entiendas que no entienden cuando al interpelado lo llamas ladrón porque robó, por ejemplo. Las divergencias vienen a la hora de decidir si se protesta o no, aunque sea con el gesto más simple. Entonces es cuando el que tiene su moral se va a quedar bastante solo entre los amorales retozones y alegres. Si en pleno régimen los invitaran a la inauguración de un campo de concentración, acudirían de peluquería o con camisa nueva, dicharacheros y animados por lo bonito que es un día de campo y porque a ellos les parece muy útil el saber concentrarse. En los prisioneros no repararían mayormente o comentarían que jo, qué mal huelen y no sé por qué no los lavan un día como hoy que hay celebración. A Goering o Himmler les sonreirían apretando los muslos o tocándose los pendientes de oro.

                La moral auténtica es la del hacer, la del señalar, la del diferenciarse. El cobarde es consciente y no se atreve. Pero no estamos en una sociedad de cobardes, esta es una sociedad de incapaces, de amputados del alma. Debajo no hay cinismo ni asumido egoísmo, no es eso. Debajo no hay nada, la conciencia está en blanco, vacía, virgen. El delincuente acarrea una pasión al fin, un afán; pero los pequeñitos que forman la claque no gastan ni eso, son atrezo y risas enlatadas, decorado amable de la tragicomedia. Ellos nunca apretarían por sí un gatillo, pues no sabrían hacia dónde, pero prestan encantados su dedo si alguien se lo pide y luego les pone un caramelito en la palma de la mano o les da una palmada en el lomo. Son el mejor amiguito del hombre y cambian de dueño cuanto haga falta y sin que la lealtad se resienta. No hay agujero de su psique que no lleven encallecido de tanto mete-saca.

                Es fácil la comparación y la repito aquí de vez en cuando. Sé que si tuviéramos judíos, como cuando los alemanes, y la consigna de los poderosos fuera discriminarlos o exterminarlos, la mayoría de mis conocidos y compañeros no movería un dedo. No he dicho todos, cuidado, solo la mayoría. No sería propiamente una decisión, se trataría de un dejarse llevar sin meditar, un ser arrastrados como bestezuelas sin conciencia. Los timoratos en el fondo sufren por su incapacidad, pero los moralmente lisiados no sienten ni padecen, pues dentro de sí no tienen nada, humanos demediados. El remordimiento es privilegio del que carga normas y las incumple. El que no las tiene ni cumple ni falla, simplemente se queda donde lo ponen, inerte y pacífico, ajeno al mal, impedido para el bien, cómplice de la circunstancia que le toque, leal con el que lo maneje.

                Lo que nos pasa en España no tiene mejor explicación que esta, creo. En lugares como la Universidad choca en particular. Cabe ser un gran experto en tal o cual materia, en la más rebuscada ciencia, y, al tiempo, un sujeto moralmente insensible, una pompa ética, como un gas innoble. Viven sin desgarro ni angustia, si es que a eso se le puede llamar vida. El éticamente indocumentado no percibe la corrupción del corrupto ni la infamia del infame y, por eso y por ejemplo, si mañana hay un homenaje al indecente, al que no comprende nuestro personaje es al que se queda en casa para no mancharse; el amoral al que no entiende es al objetor, mientras que al otro, al canalla,  lo contempla como a un semejante, como uno que tampoco halló en la conciencia suya traba ni límite para hacer lo que le mandaban o lo que le daba placer.

                Es una enfermedad moral, es nuestra enfermedad moral. Este país nuestro no está como está principalmente porque haya mucho sinvergonzón amigo de lo ajeno, aunque también. Buena parte de la culpa la tiene aquella mayoría silenciosa, que es mayoría y es silenciosa, pues no sabría qué decir, pues nada diría aunque a otros los estuvieran gaseando y vieran las nubes de ceniza sobre las villas y los campos. Parece que se nubla y que cambia el tiempo, se dirían unos a otros, y seguirían haciendo calceta o explicando Trigonometría o Historia de la Ética.

5 comentarios:

  1. Estimado Juan Antonio,

    Cuidado con lo que escribe, que van a acabar tildándolo de "psicologismo". Que se ha puesto de última no hacerse personalmente responsable de nada. Salvo de lo que nos conviene. ¡Faltaría más! Toda responsabilidad concreta se diluye en la representación abstracta de la justicia universal, sistémica. Que decía el bueno de Adorno.

    Volviendo a su artículo: estoy de acuerdo con que la amoralidad, que tan gráficamente disecciona, es una pandemia. Pero no descartaría tan alegremente como usted dos enfermedades no menos extendidas y mortales: la pereza y la cobardía.

    ¿Amorales? Más bien, atletas de las leyes del mínimo esfuerzo y del más fuerte.

    La única moral que uno reclama para sí mismo, a estas alturas (a estas bajuras) de la vida, es la del Alcoyano.

    Un saludo cordial.

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  2. He puesto en práctica en una reunión-comida familiar, hastiado ya de oir gilipolleces entorno a conversaciones políticas con transfondo de forofos de equipo de futbol... me propuse replicar entorno a una idea tu votas pp, psoe tú eres corrupto... el grado de impotencia, de rabia ante no saber contestar fue tal que casi que no me vuelve a hablar nadie más de la familia... pues normalmente las contestaciones se basan en justificar lo que hace el partido contrario... a madurar todos que esto no tiene arreglo, cuando lo tenga ya estaremos muertos... asi que casi mejor convivir en paz asumir nuestra inmadura cultura democrática y tomarnos unas aceitunitas relajadamente

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  3. Y Adorno decía, obviamente, que se intenta diluir la responsabilidad concreta en la abstracción de la INjusticia sistémica.

    Por cierto, Iurisprudent: los experimentos, con gaseosa. No vayan a atragantársele las aceitunas.

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  4. Lo que pasa es que en todo el ser humano requiere un liderazgo: en lo social, en lo político e ideológico y por supuesto, también en lo moral; hasta en lo religioso; y el liberalismo se ha encargado de desmontar liderazgos.¿podremos aceptar que nuestros peques lleguen a ver como líderes a quienes hoy por hoy reparten el queso en partidos, asambleas e iglesias?

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  5. Un maravilloso articulo el que nos compartes, un saludo.

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