12 marzo, 2013

Una reforma alicorta. Por Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes



(Publicado el 8 marzo en El Mundo)

Comentar un anteproyecto de ley es arriesgado al estar todavía falto de la maduración que ha de prestarle la opinión de órganos como el Consejo de Estado o, en este caso, la Comisión Nacional de Administración local. Pero el jurista debe estar expuesto a peligros que son los que nosotros asumimos adelantando nuestras opiniones. Si sirven además para desterrar errores o introducir alguna mejora, miel sobre hojuelas. Digamos de entrada que no nos gusta nada el título, entre pedante y tecnocrático, que el Gobierno ha puesto a su texto. Desde las discusiones sobre la Administración local que protagonizó Antonio Maura a principios del siglo XX hasta las recientes del actual sistema democrático pasando por las vividas en las dos Dictaduras o en la II República, la regulación de los entes locales se ha llamado “régimen local” o “derecho de las Administraciones locales”. Ahora se recurre a unos conceptos como los de “sostenibilidad” y “racionalización” que de puro manoseo se han quedado en los huesos y carecen de sabor y de olor. Solo falta añadir la “excelencia” o la “competitividad” para completar el bodrio.

Ahora bien, el peor celofán puede acoger productos apreciables y este es el caso del Anteproyecto. Así, se aborda en parte el problema de la función pública local pues parece que el legislador por fin se ha enterado de algo que los especialistas llevamos años denunciando: su degradación a base de trufarla con interinos, eventuales, amiguetes entrañables y familiares menesterosos. Ahora se rescata lo que de bueno tuvo la ley de 1985, es decir, el funcionario con habilitación de carácter nacional. Lástima que se le echara a perder con invenciones de innegable tufo caciquil: desorden en las convocatorias de plazas, excesiva descentralización en las pruebas, contenidos locales de los programas... Y sobre todo, la máxima degeneración aportada por la “libre designación”, un truco que puso en manos de muchos alcaldes y presidentes de Diputación a secretarios, interventores y tesoreros, eliminando la neutralidad en el ejercicio de su profesión. Los casos de represalias a estos funcionarios, cuando se han mostrado poco complacientes, podrían formar un lastimoso retablo de la picaresca de los últimos años. Pero el contento al anotar estas virtudes positivas del nuevo texto se oscurece cuando se advierte que la fementida “libre designación” se mantiene aunque “excepcionalmente” como de igual modo se conserva la previsión referida a los nombramientos de carácter provisional, interino o accidental que puede realizar la comunidad autónoma.

Para cualquiera que conozca el paño el asunto es muy clarito: todo lo que no sean pruebas públicas, tribunal profesionalmente competente para examinar (nada de compañeretes del sindicato), puestos de trabajo atribuidos por riguroso sistema de concurso, y sistema retributivo reglado es abrir la puerta al clientelismo, una puerta que ya se encargan los responsables públicos de convertir en anchuroso portalón. Tales principios, por cierto, procede aplicarlos pari passu al personal propio de las entidades locales.

Las limitaciones al gasto en las retribuciones del personal político es otro acierto del texto. Con todo, veremos qué efectos tiene en el sistema democrático la supresión de sueldos a concejales porque se puede estar destruyendo la leva de políticos nuevos que han de empezar justamente en puestos modestos de sus ayuntamientos para ir adquiriendo experiencia en la gestión de los asuntos de interés general. Es esta la mejor forma de evitar que una persona acabe sentada en el Consejo de Ministros sin haber visto nunca las tripas a un presupuesto público.

Las cuestiones que más han aireado los medios de comunicación son, de un lado, las duplicidades y, de otro, la supresión de ayuntamientos y diputaciones. Respecto al primer punto hay que decir que la atribución de competencias a los entes locales es compleja en un Estado descentralizado y no se puede resolver en un par de artículos de una ley local porque los municipios -como las provincias e islas- asumirán aquellas competencias que les sean atribuidas por la legislación sectorial procedente de las comunidades autónomas o del Estado (urbanismo, medio ambiente, abastecimiento de aguas, etc.) de acuerdo con la distribución competencial establecida en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. El texto aquí analizado avanza en la buena dirección al suprimir, por ejemplo, las competencias “impropias” pero pensar que de un plumazo se van a extinguir todas las duplicidades imaginables es pensar en lo excusado. Por lo que se refiere a la supresión generalizada de términos municipales, el texto del Gobierno calla. Un silencio que a nosotros nos parece acertado porque esta es una cuestión atribuida o bien de manera voluntaria a los propios Ayuntamientos a través de los acuerdos de fusión, agregación etc o bien a las leyes de las Comunidades autónomas. Esto no es extraño en un Estado como el nuestro y, a tal efecto, recordemos que fueron los länder alemanes los que impulsaron toda la reforma territorial de aquel país.

¿QUID de las Diputaciones? Puestas en el punto de mira de unos y de otros, es evidente que no son por su naturaleza inalterables. Pero sorprende que, a la hora de sostener el discurso de las duplicidades, nadie recuerde las que propicia la Administración periférica de las comunidades autónomas que bien podría reducirse si se utilizara a las diputaciones provinciales como administración indirecta de las comunidades autónomas, tal como propuso en su día el Dictamen de la Comisión García de Enterría.

De otro lado, el relevante problema de la prestación, en determinados casos, de los servicios públicos locales se resuelve de una forma discutible pues no se confía en las mancomunidades ya existentes sino que la responsabilidad se traslada a las Diputaciones. Es decir, que unas Administraciones geográficamente más distantes y sin la adecuada representación democrática de los Ayuntamientos de menor población, serán las que gestionen servicios esenciales para esos vecinos. Entre todas las opciones organizativas posibles, se ha optado por la menos democrática y la que podrá generar más problemas.

Un juicio igualmente negativo merece la degradación que sufren las entidades locales de ámbito inferior al municipal al ser desposeídas de su carácter de Administraciones y decapitada su personalidad jurídica. Se trata de un asunto muy sensible en algunas regiones españolas que no se puede resolver desde una óptica madrileña y uniforme. Tales entidades administran bienes importantes (pastos, montes, maderas, etc.) y son un factor de asentamiento de las poblaciones. Suprimir su capacidad de actuar como personas jurídicas es acabar con ellas proporcionándoles el beso traidor del ocaso. Fuera de la mirada del legislador han quedado aspectos trascendentales de nuestra vida local que una vez más se desatienden: así, la financiación que clama por un nuevo diseño, agotados como están sus recursos y el modelo que los sustenta. Sin atender a los dineros públicos no se puede pensar ni en unas Administraciones serias ni en unos servicios públicos adecuados.

Y, por último, sorprende que de nuevo quede en el aire la renovación de la legislación electoral y en el limbo la introducción de las “segundas vueltas” a la hora de la elección de los alcaldes, lo que devolvería la voz a los ciudadanos y evitaría las componendas espurias entre los partidos. Sin duda el Gobierno ha oído campanas pero no acierta a echarlas al vuelo. Porque estamos ante una reforma de campanario.

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