(Publicado el 8 marzo en El Mundo)
Comentar un anteproyecto de ley
es arriesgado al estar todavía falto de la maduración que ha de prestarle la
opinión de órganos como el Consejo de Estado o, en este caso, la Comisión
Nacional de Administración local. Pero el jurista debe estar expuesto a
peligros que son los que nosotros asumimos adelantando nuestras opiniones. Si
sirven además para desterrar errores o introducir alguna mejora, miel sobre
hojuelas. Digamos de entrada que no nos gusta nada el título, entre pedante y
tecnocrático, que el Gobierno ha puesto a su texto. Desde las discusiones sobre
la Administración local que protagonizó Antonio Maura a principios del siglo XX
hasta las recientes del actual sistema democrático pasando por las vividas en las
dos Dictaduras o en la II República, la regulación de los entes locales se ha
llamado “régimen local” o “derecho de las Administraciones locales”. Ahora se
recurre a unos conceptos como los de “sostenibilidad” y “racionalización” que
de puro manoseo se han quedado en los huesos y carecen de sabor y de olor. Solo
falta añadir la “excelencia” o la “competitividad” para completar el bodrio.
Ahora bien, el peor celofán puede
acoger productos apreciables y este es el caso del Anteproyecto. Así, se aborda
en parte el problema de la función pública local pues parece que el legislador
por fin se ha enterado de algo que los especialistas llevamos años denunciando:
su degradación a base de trufarla con interinos, eventuales, amiguetes
entrañables y familiares menesterosos. Ahora se rescata lo que de bueno tuvo la
ley de 1985, es decir, el funcionario con habilitación de carácter nacional.
Lástima que se le echara a perder con invenciones de innegable tufo caciquil:
desorden en las convocatorias de plazas, excesiva descentralización en las
pruebas, contenidos locales de los programas... Y sobre todo, la máxima
degeneración aportada por la “libre designación”, un truco que puso en manos de
muchos alcaldes y presidentes de Diputación a secretarios, interventores y
tesoreros, eliminando la neutralidad en el ejercicio de su profesión. Los casos
de represalias a estos funcionarios, cuando se han mostrado poco complacientes,
podrían formar un lastimoso retablo de la picaresca de los últimos años. Pero
el contento al anotar estas virtudes positivas del nuevo texto se oscurece
cuando se advierte que la fementida “libre designación” se mantiene aunque
“excepcionalmente” como de igual modo se conserva la previsión referida a los
nombramientos de carácter provisional, interino o accidental que puede realizar
la comunidad autónoma.
Para cualquiera que conozca el
paño el asunto es muy clarito: todo lo que no sean pruebas públicas, tribunal
profesionalmente competente para examinar (nada de compañeretes del sindicato),
puestos de trabajo atribuidos por riguroso sistema de concurso, y sistema
retributivo reglado es abrir la puerta al clientelismo, una puerta que ya se
encargan los responsables públicos de convertir en anchuroso portalón. Tales
principios, por cierto, procede aplicarlos pari passu al personal propio de las
entidades locales.
Las limitaciones al gasto en las
retribuciones del personal político es otro acierto del texto. Con todo,
veremos qué efectos tiene en el sistema democrático la supresión de sueldos a
concejales porque se puede estar destruyendo la leva de políticos nuevos que
han de empezar justamente en puestos modestos de sus ayuntamientos para ir
adquiriendo experiencia en la gestión de los asuntos de interés general. Es
esta la mejor forma de evitar que una persona acabe sentada en el Consejo de
Ministros sin haber visto nunca las tripas a un presupuesto público.
Las cuestiones que más han
aireado los medios de comunicación son, de un lado, las duplicidades y, de
otro, la supresión de ayuntamientos y diputaciones. Respecto al primer punto
hay que decir que la atribución de competencias a los entes locales es compleja
en un Estado descentralizado y no se puede resolver en un par de artículos de
una ley local porque los municipios -como las provincias e islas- asumirán aquellas
competencias que les sean atribuidas por la legislación sectorial procedente de
las comunidades autónomas o del Estado (urbanismo, medio ambiente,
abastecimiento de aguas, etc.) de acuerdo con la distribución competencial
establecida en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. El texto aquí
analizado avanza en la buena dirección al suprimir, por ejemplo, las
competencias “impropias” pero pensar que de un plumazo se van a extinguir todas
las duplicidades imaginables es pensar en lo excusado. Por lo que se refiere a
la supresión generalizada de términos municipales, el texto del Gobierno calla.
Un silencio que a nosotros nos parece acertado porque esta es una cuestión
atribuida o bien de manera voluntaria a los propios Ayuntamientos a través de
los acuerdos de fusión, agregación etc o bien a las leyes de las Comunidades
autónomas. Esto no es extraño en un Estado como el nuestro y, a tal efecto,
recordemos que fueron los länder alemanes los que impulsaron toda la reforma
territorial de aquel país.
¿QUID de las Diputaciones?
Puestas en el punto de mira de unos y de otros, es evidente que no son por su
naturaleza inalterables. Pero sorprende que, a la hora de sostener el discurso
de las duplicidades, nadie recuerde las que propicia la Administración
periférica de las comunidades autónomas que bien podría reducirse si se
utilizara a las diputaciones provinciales como administración indirecta de las
comunidades autónomas, tal como propuso en su día el Dictamen de la Comisión
García de Enterría.
De otro lado, el relevante
problema de la prestación, en determinados casos, de los servicios públicos
locales se resuelve de una forma discutible pues no se confía en las
mancomunidades ya existentes sino que la responsabilidad se traslada a las
Diputaciones. Es decir, que unas Administraciones geográficamente más distantes
y sin la adecuada representación democrática de los Ayuntamientos de menor
población, serán las que gestionen servicios esenciales para esos vecinos.
Entre todas las opciones organizativas posibles, se ha optado por la menos
democrática y la que podrá generar más problemas.
Un juicio igualmente negativo
merece la degradación que sufren las entidades locales de ámbito inferior al
municipal al ser desposeídas de su carácter de Administraciones y decapitada su
personalidad jurídica. Se trata de un asunto muy sensible en algunas regiones
españolas que no se puede resolver desde una óptica madrileña y uniforme. Tales
entidades administran bienes importantes (pastos, montes, maderas, etc.) y son
un factor de asentamiento de las poblaciones. Suprimir su capacidad de actuar
como personas jurídicas es acabar con ellas proporcionándoles el beso traidor
del ocaso. Fuera de la mirada del legislador han quedado aspectos
trascendentales de nuestra vida local que una vez más se desatienden: así, la
financiación que clama por un nuevo diseño, agotados como están sus recursos y
el modelo que los sustenta. Sin atender a los dineros públicos no se puede
pensar ni en unas Administraciones serias ni en unos servicios públicos
adecuados.
Y, por último, sorprende que de
nuevo quede en el aire la renovación de la legislación electoral y en el limbo
la introducción de las “segundas vueltas” a la hora de la elección de los
alcaldes, lo que devolvería la voz a los ciudadanos y evitaría las componendas
espurias entre los partidos. Sin duda el Gobierno ha oído campanas pero no
acierta a echarlas al vuelo. Porque estamos ante una reforma de campanario.
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