Uno
de mis propósitos más firmes para esta temporada primavera-verano es hacerme
menos sociable. Estoy en ello desde hace algo de tiempo, pero se trata de
ahondar, como diría un político hortera. ¿Que a qué me refiero en particular?
Pues a dar menos conversación en general a la gente. Con ese puñado exiguo de
amigos de primera no hay problema y a seguir escuchándolos y largando con
ellos, que para eso están y estamos. Hablo de los otros, de los conocidos que
un día se te arriman un poco más o de esos con los que tienes un trato cordial
pero que están un peldaño más abajo del amigo fetén. A esos les voy a poner
cara de palo en cuanto pretendan colocarme dos frases de más o amaguen el menor
desplante cuando sea yo el que les dice cuatro palabras porque se las buscaron
ellos.
El
mundo de la conversación está llenito de pajilleros. Llamo tales a quienes,
pudiendo dialogar contigo educadamente y con mutuo disfrute, prefieren
escucharse solamente a ellos y ponerte como frontón en el que rebotan y del que
a sus propios oídos vuelven las palabras con las que tanto se gustan. Ese
narciso oral te quiere de asentidor, y a ser posible que pongas caras de que
cuánta sapiencia y qué excelsa locuacidad, mientras él perora y se recrea y se
alza y se crece mecido por su mismísimo verbo y por tu cara de idiota mientras
piensas cómo diantres te puedes zafar antes de que te salpique.
Sin
ir más lejos, no hace tanto que en no sé qué celebración académica fui a caer
con un abogado que dirige, al parecer, alguna cosa para abogados, una de esas
en las que cuatro picapleitos y algún otro profesional del Derecho se matan por
dar dos horitas de clase y sentirse profesor por un día, de paso que se ganan
sesenta euros que, oye, te dan para unos calamares congelados y unas lombardas.
Bueno, pues se me viene encima el hombre con sonrisa ecuménica y presto para el
abrazo, abrazo que le devuelvo junto con una mueca en mi cara, ya que su pinta
me sonaba pero no conseguía recordar quién diablos era ese sujeto que me abordaba
como si desde la infancia nos conociéramos o hubiéramos hecho la mili juntos. Esa
es otra cosa por la que hay que dejar de cortarse, que noten que no tienes ni
puñetera idea de quiénes son, y no por una precoz demencia tuya, sino por su
inmanente inanidad. Nada de torturarse y disimular, el día que consigamos salir
con un y tú quién (coño) eres habremos madurado de verdad y seremos hombres y
mujeres libres y no estos cuitados de diván argentino y pastas con té entre
cuñadas.
Al
fin caí en quién era, aunque el nombre no me vino entonces ni lo recuerdo
ahora, ni falta que hace. Mientras mi mente buscaba su misérrima identidad, él
ya había tomado carrerilla. Pude concentrarme un poco más y descubrí que me
estaba contando no sé qué cosa de lo importantísima que resulta la teoría de la
argumentación para los abogados y que precisamente había visto él el otro día
un libro sobre eso y que aquí hay mucho ignorante togado y que no se dan cuenta
de que sin argumentar no somos nadie, no sé si me entiendes, y que, jolín, no
le sale el nombre del autor pero que le parece que había también una tía, y que
si los abogados están así, imagínate los fiscales, como burros auténticos, pero
que él va a organizar unos cursos sobre teoría de la argumentación y poner a
todos a leer a ese, cómo se llama, un nombre con una tía que parecía checa o
así. Como había vino y canapés, se interrumpió dos segundos para tomar uno de
tortilla, y cuando ya se disponía a escupirme la mitad en pleno rostro, erre
que erre con lo suyo, metí baza y le dije que a lo mejor se refería a Perelman.
Réplica suya: sí, creo que sí, ¿cómo es que lo sabes tú? Hombre, le respondí,
es muy conocido y ya precisamente en mi juventud y cuando la tesis doctoral…
Corcho, no había pasado yo de esas cuatro palabrejas, dichas con gesto bien
modesto, y el sujeto ya se me había esfumado. ¿Dónde se metió? Miré a derecha e
izquierda y lo vi en otro grupillo ya, lanzando las últimas migajas del pincho
al ojo de un procurador de los tribunales y disertando sobre lo importante que
es la teoría de la argumentación y que si ellos no leyeron a Perelman o qué. Me
acordé de la dudosa virtud de su progenitora y seguí a lo mío, que básicamente
consistió en buscarme algún amigo de confianza y sustraerme al riesgo de que me
topara otro como aquel, pues abundan, y más donde se come gratis y de vomitorio
están tus orejas.
También
es cierto que la incontinencia ajena a veces lo libra a uno de cometer errores
o de explayarse como no debe. Esto me ha pasado muchas veces, muchas, en particular
cuando me he tomado unos traguitos de algún elixir espirituoso. El alcohol en
dosis moderada me produce dos reacciones que no siempre acierto a combinar sin sobresalto.
Por un lado, me hace confianzudo y me lleva a pensar que estoy entre amigos y que
a qué tanta discreción; por otro, me exacerba la sensibilidad ante pelmazos, groseros
y gritones. Consecuencia: muchas veces estoy en un tris de contar algo bien
secreto o indudablemente sabroso para la concurrencia, comienzo con un exordio
de nada y a la cuarta palabra ya hay uno que me interrumpió o que se viene con
alguna frase hecha de hondo lirismo, como la que entre intelectuales se suele
mencionar cuando uno pronuncia la palabra cinco. Ya me entienden, que está la
concurrencia graciosa, dicharachera y gustándose, vaya. Consecuencia: uf,
gracias a ese modo de regurgitar gilipolleces los de al lado o al empeño de
alguno en regalar él primero un chiste de un norteamericano, un alemán y un
español, me da tiempo a recapacitar y a dar marcha atrás. Compartir secretillos
en tal ambiente es bien parecido a aquello de echar margaritas al que da los
jamones.
Además,
ya he aprendido también a recrearme vengativamente durante el rato posterior.
Tú habías empezado con lo de voy a descubriros una historia que nunca he
contado y que tiene mucho morbo, y fue entonces cuando el zascandil aprovechó
para, a propósito de morbo, preguntar si habíais visto el otro día las tetas de
no sé cuál de la tele. Pero, al cabo, el más sereno o mejor educado del grupo
te recuerda que ibas a narrar algo picante, y ahí es donde hay que aprovechar
para fastidiarlos bien, con frases tal que así: jolín, creo que era alguna anécdota
reciente de cuernos entre conocidos o de que habían pillado a un amiguete en
grave renuncio, pero se me ha ido de la cabeza justo hace un minuto. Es
mentira, pero conviene adornarse de esa manera para verlos sufrir y hasta
increpar al tontaina que te atajó con el chiste sobre aquella vez que Jaimito
le dijo a la maestra.
También
ayudan dichos incontinentes masturbatorios a mantener a buen recaudo los
detalles de tu vida, tengan importancia o no. Esto funciona mucho con
compañeros de trabajo, según tengo entendido. Tú llegas después de un fin de
semana o un puente y te encuentras con alguien de la oficina a la hora del café
y que te pregunta qué tal lo has pasado estos días. Resulta, que, por un
casual, han sido unos días excepcionales por mil y una razones, y, sin que sirva
de precedente, te dispones a explicar el caso con brevedad, pensando, además,
que al otro puede interesarle eso que tú has descubierto. Así que comienzas:
pues verás, como el sábado nevaba… Y no te deja la contraparte articular ni una
palabra más, pues te corta de esta guisa: Aaaaaaaaay, pues para nieve la que
había aquí el domingo en la estación de San Isidro, que fuimos y a quién te
crees que nos encontramos, a Mariano y Mariana que se han reconciliado, y
comimos con ellos un cocido que tenía unos garbanzos así de pequeños pero
sabrosísimos y… A tomar por el saco, ya se te pasaron las ganas de explicarle tú
eso que seguramente podría beneficiarlo a él o de descubrir alguna faceta de ti
mismo bastante más curiosa que los putos garbanzos con Mariano y Mariana y toda
su árbol genealógico.Por cierto, ¿quiénes son Mariano y Mariana?
Así
que ya está, decidido. El día que quiera ponerme plasta o desahogarme o tender
mi corazón al sol, me aprovecho de los amigos auténticos o escribo una entrada
para el blog. Y a mandar a la porra a quien me busque para explicarme que
fíjate tú cómo le quedaron el otro día las truchas con jamón o que su prima de
Cercedilla se ha operado de los juanetes, sin que tenga yo el gusto de conocer
ni a la prima ni sus amputados juanetes. Lo que pasa que he tardado en averiguar cómo se
factura hacia la porra a semejantes pelmazos ociosos, pero ya lo tengo: por
ejemplo, explayándote sobre el último artículo que estás escribiendo: mira, Fulano/a,
andaba loco con lo del fin de protección de la norma como criterio de
imputación objetiva, hasta que el otro día leí una sentencia… No te dejarán
llegar ni a lo de la sentencia, habrán huido antes a buscar otra oreja para
ellos. Que les vaya bonito y que nos dejen en paz, rediez.
Si esto fuera siempre duralex seria agotador. Menos mal que la maruja social se asoma de vez en cuando. Y que bien narra !!!
ResponderEliminarPerelman, Rawls, con lo áridos que me parecían en tiempos de Don Luis Martínez Roldán en la Uniovi.
ResponderEliminarEstimado profesor,
ResponderEliminarComparto esa castidad de oídos que predica.
El mundo se divide entre aquello que saben escuchar (para su provecho). Y aquellos que sólo saben escucharse (para ruina propia y desesperación ajena).
Hacer oídos sordos es, en el fondo, un acto de filantropía.
Disculpe el inciso, profesor, pero ¿no es este el caso del que hablo en una entrada anterior de su blog?
ResponderEliminarhttp://www.cadenaser.com/espana/articulo/hombre-condenado-homicidio-haber-cadaver-testigos-arma/csrcsrpor/20130425csrcsrnac_32/Tes
Igual le merece algún comentario nuevo, ahora que el veredicto es bien distinto...
Saludos.
Profesor, pero ese plasta de abogado, tiene razón en el Fondo y por supuesto, ese Curso lo debería dar Usted
ResponderEliminarAhora mismo, junto al metro de Ciudad Universitaria, en Madrid, hay un autobús de donaciones de sangre de Cruz Roja. Donen sangre, por favor, también en Ávila y Castellón
ResponderEliminarGracias, profesor.
David.