Si
le pasara nada más que a un servidor, sería un problema que yo tengo,
simplemente, y en mí estaría resolverlo o quedarme así de tonto para siempre.
Pero no es rasgo peculiar de la personalidad mía, soy uno más de los millones
de españoles que así obran de continuo. Pues lo más característico de esta
sociedad española de ahora es que todos nos indignamos muchísimo con lo que mansamente
consentimos. Nos enfadamos tanto y tan en el cielo ponemos el grito, que nos
olvidamos de que si no fuera por nuestro dejar hacer, nuestras sonrisas y
alguna puntual complicidad no habría tanto malandrín ni estarían tan podridas
las instituciones públicas y las privadas. Resulta que puede que ésa sea la
función del cabreo, taparnos a nosotros mismos las vergüenzas, ayudarnos a
olvidar que sin nuestra domesticada aquiescencia los otros no harían su agosto ni
seguirían con sus felonías y felices en el abuso.
Recalcando
que no soy caso especial sino del montón grandísimo, me voy a poner como ejemplo
o representante de la nación entera, me disculparán ustedes y lo comprenderán.
Donde
yo trabajo hay buena gente y profesionales muy esmerados o sencillamente
dignos, un buen puñado de ellos, esto que vaya por delante. Pero también
tenemos sinvergüenzas de libro, zánganos redomados y personajes con una
naturaleza moral que parece más propia de lombrices. En cualesquiera
coyunturas, sean encuentros en las escaleras, coincidencia en las reuniones,
cruces en las calles o ante la barra de una cafetería, yo a todos saludo con
una cortesía digna de mejor causa. Qué digo saludar; si, como a menudo ocurre,
ellos andan dicharacheros y propicios, entablo conversación cordial y les sigo
la corriente cuando se duelen de maltratos y escaso sueldo o si me señalan la
enorme afrenta de que no los asciendan ni los agasajen como, en su muy personal
opinión, ellos merecen. ¿Que uno de ésos que no da golpe me explica que no
deberíamos trabajar tanto puesto que no nos suben la paga? Pues le digo que sí
y que mucha injusticia. Otro me narra que está en vías de gestionar un premio
para sí mismo y que por qué no le echo una mano para que su prodigiosa carrera
tenga ese lucido reconocimiento y yo, débil de carácter, le contesto que bueno,
que cuente con mi firma y mi apoyo en lo que le puedan valer. Alguno que tiene
al año cuatro clasecillas de nada y que otra cosa de valor no hace, amén de que
la mitad de su docencia se la salta a base de variados trucos y pretextos, me
dice que es agotadora la enseñanza y que está hasta el moño de sacrificarse por
los estudiantes y yo, idiota, pongo expresión de solidaridad con su sufrimiento
laboral y su profesional agotamiento. Y así todo el rato. Cuando me consta que
alguien es capaz de vender a su propia madre por una ventajilla de veinte euros
al mes o por mantener un carguete a las órdenes de cualquier pazguato sin
escrúpulo ni seso y porque a lo mejor el puestecillo en cuestión puntúa dos
décimas para promoción y ascenso, no soy capaz de soltarle cuatro frescas y
dejarlo con la palabra en la boca si en tal o cual evento me viene sonriente a
fingirse amigo y colega de pro, aunque yo sepa que si yo fuera judío y su jefe
se llamara Goebbels dejaría de inmediato de hablarme y se movería en la sombra para
quedarse con mi piano y con la casa de mis hijos.
Pero
no queda en eso mi particular idiocia. Pues los hay que, soberbios y ofendidos,
me niegan el saludo porque nada más que los saludo, en lugar de ponerme a sus
órdenes o cuadrarme ante su impostura, y todavía así sigo dándoles los buenos
días para sentirme señor o para que no se diga. Tan bajo caigo. Algún cretino
de los que tuercen el morro cuando nos cruzamos, se hace pasar por amiguísimo
cuando coincidimos en reuniones y entonces, ante los compañeros, me habla como si fuéramos íntimos, y
Juan Antonio para arriba y Juan Antonio para abajo y se pensaría que me aprecia
y me trata con consideración principesca, sin que a mí me salgan arrestos para
ciscarme públicamente en sus maneras de sabandija o para preguntarle al menos,
ante los demás, a qué se debe que hoy me reconozca y si será que se ha metido
unas bolas chinas en salva sea la parte y por eso se ve al fin dichoso y tan
educado.
Ah,
pero eso sí. Cuando me junto con la gente de mi real confianza arde Troya. Qué
críticas feroces vertemos contra los bellacos, aprovechando que no están
presentes, qué furibundas puyas se nos ocurren, cómo nos solazamos en el
desprecio y cuánto placer al imaginar para los malos castigos y desplantes.
Aparece allí de pronto uno de los otros y, oh milagro, se nos pone otra vez la pía
sonrisa, lo convidamos a unos vinos si se tercia y le preguntamos que cómo va
lo suyo y, llegado el caso, le reiteramos nuestra comprensión y camaradería
mientras nos cuenta que fíjate que son malvados los alumnos que le protestan o
que no hay justicia en el país pues no le han dado a él todavía el título de
hijo predilecto de la Comunidad Autónoma y que si no conoceremos a alguien en
la Consejería que le pueda echar un cable para el ascenso a procónsul.
Es
inapelable la conclusión, aunque duela y no cicatrice: los pérfidos y ladinos
viven de los que se quieren honrados, los perezosos trepan y cabalgan a lomos
de los cumplidores, los cínicos traban con los productivos relaciones de
parasitismo cruel. Tú no te atreves ni a castigarlos con tu silencio o tu gesto
serio o tu distancia, aun sabedor de que a ellos nada les costaría condenarte a
la muerte o el destierro en cuanto sacaran de su gesto el más somero beneficio.
Tú no sabes quitártelos de encima ni en el bar ni en la sala de reuniones ni
aunque estés convencido de que se pasan por el arco del triunfo toda esa
caballerosidad que les regalas como quien echa margaritas a los cerdos. Porque
en el fondo tú y ellos sabéis y reconocéis que son socialmente superiores e
institucionalmente supremos, y porque los sabes torcidos y peligrosos, en el
fondo temes su perfidia y sus planes. Te reconoces judío y quieres aplazar la noche
de los cristales rotos, al sonreír y repartirles parabienes no abrigas más
aspiración que la de conservar el estatus que todavía tienes, mantenerte en lo
tuyo en medio de tanta iniquidad.
Es
el mundo al revés, aunque haya en el fondo que quitarse el sombrero ante la
pericia social y política de los menos. Porque en verdad son menos, pero se
unen y se amparan entre sí y consiguen que los más y los normales los teman y
les bailen el agua. Pero sería tan fácil acabar con ellos y que ellos fueran
los aislado y fracasados… Bastaría que los bobos como yo les dijéramos lo que
en el fuero interno pensamos o lo que de ellos hablamos los débiles cuando nos
reunimos para desahogarnos, alcanzaría con que no diéramos nuestra firma cuando
nos la piden para que les mejoren el sueldo o los pongan de directores de la
orquesta, con que los echáramos con cajas destempladas de nuestro despacho
cuando, ronroneantes, vienen para rogarnos la recomendación y el enchufe o el
favor para sus parientes y paniaguados, que cuando alguno por ellos seriamente
perjudicado nos los denuncie no saliéramos con evasivas de mal pagador.
A
gran escala, a escala del país entero, es exactamente lo mismo. No tendríamos
que ir corriendo y con el rabo entre las patas a saludar sumisos a los de
aquella mesa que nos consta que son ladrones, promotores corruptos y concejales
vendidos, no habríamos de palmearle la espalda al juez que sabemos prevaricador
ni al político que ayer veíamos sin un duro y que ahora encontramos cargado de
oro y enseñando billetera repleta. Tampoco es presentable que los votemos, y
menos si es con la esperanza de que no nos cierren el chiringuito nuestro o de
que nos den el estanco que nos andan prometiendo.
La
cuestión de fondo no hemos de soslayarla. Por qué nos quejamos tanto para
nuestros adentros o con los otros impotentes, si no sólo no hacemos nada para
que las cosas cambien, sino que hasta damos lo que nos piden y sonreímos y
marcamos posturitas ante los violadores del alma nuestra y le guiñamos el ojo
al que nos usa y nos desprecia a partes iguales. Habrá que plantearse la
hipótesis más desasosegante, por mucho que escueza: pudiera ser que no fuéramos
mejores y que en el fondo admiremos, nosotros, tan apocados, al ladrón que roba
con descaro, al pícaro que vive del cuento, al descarado que usa a los demás
como material de desecho, al verdugo que se recrea con la condena que ha de
venirnos. Será por eso que volvemos a votarlos para lo que sea y cuando sea,
aunque después nos rasguemos las vestiduras en casa o con los amiguitos, será
por eso que ni pedimos la palabra ni salvamos nuestro voto cuando toca aprobar
una nueva arbitrariedad o ratificar un abuso, que achantamos cuando nos quitan
lo nuestro, con la esperanza de que nos dejen algo o, al menos, que nos
permitan algo de comodidad en el gueto. Enfadadísimos, sí, enfadadísimos
siempre de puertas adentro, pero con pánico al martirio y hasta temor del
perjuicio más leve. Nacidos para la humillación pública y el consuelo casero,
condescendientes alevosos y conejillos entusiasmados cuando los cuidadores se
acercan con un poquito de comida y nos tocan el lomo para ver si estaremos
listos para el banquete de navidad. Luego, de nuevo a solas en la jaula y en la
sobremesa, disertamos sobre los derechos de los animales y concluimos que no
hay derecho.
O
no somos mejores o somos masoquistas.
Ya decia un apreciado abogado con quien colabore: tenga cuidado, hay mucha gente que se aprovecha de la educacion de los demas..., y bien en lo cierto que estaba
ResponderEliminarHay una novelita de Fernández Flórez en la trata un poco de todo esto, de quien es bueno porque nopuede ser otra cosa: "El malvado Carabel". También se hizo una película, protagonizada por Fernán Gómez.
ResponderEliminarEnhorabuena por este tan valioso artículo. Me ha gustado mucho. Gracias por expresar, el sentir de muchas personas en la Universidad.
ResponderEliminar"Somos muchos, me llaman Legión" Marcos 5,9
ResponderEliminarÉl era uno, claro, pero decía que era muchos -una legión- porque llevaba muchos demonios dentro de él.
Así que ¿quién era él?
En una primera aproximación podríamos decir que él era el otro, siempre el otro...
Saludos varios.