Va
camino de acabarse un año que no me ha gustado. No digo en lo personal, la vida
ha seguido dándome alegrías y buenos momentos, hasta sorpresas bien gratas. En
lo personal no tengo queja, bien al contrario, aunque el destino siga enredando
con el revólver con el que juega a la ruleta rusa y algún dolor toque muy de
cerca a personas que quiero.
Me
refiero al ambiente general, al país. Acabo de ir a un supermercado en el
barrio cercano a mi casa. Los supermercados de mi zona se han convertido en
metáforas, están medio vacíos en fechas en que solían llenarse, los
dependientes de pescaderías y carnicerías miran con gesto hosco y caras largas,
los pescados tienen los ojos velados, no
sorprendería que sobre las carnes apetitosas fueran apareciendo moscas
fúnebres. Las madres tiran de los niños que, aun ajenos al ambiente, se
detienen ante los estantes más coloridos. Parece como si no hubiera amanecido
del todo, llueve y el viento bate los árboles. Mi hija echa de menos las luces
navideñas en las calles, en los balcones apenas cuelgan guirnaldas o adornos, los
papanoeles que hace unos años se pusieron de moda y se colocaban en las
terrazas se han ido o hacen cola en el paro, tal vez están mandando sus
currículos a algún lugar del Norte.
No
se me van las imágenes de aquella ciudad alemana en la que estuve hace diez
días, todas aquellas luces, la apoteosis del consumo navideño, la fiesta
callejera, los mercadillos atestados, tanta gente sonriente. Aquí nuestro pesar
es resignado, mansedumbre de brazos caídos, abandono de condenados, conformidad
pesarosa y gris.
El
Gobierno repite que vamos bien y que ya casi se ve la luz. La luz al final del
túnel, se dice, gastada imagen tonta. No es verdad. De una crisis también se
puede salir reforzado, como de la enfermedad o de un tiempo de suerte aciaga.
Pero no es eso, no es el caso. Toda la esperanza que nos quieren insuflar es
perseverancia en la decadencia, ilusión de nuevas alucinaciones, afán por que
volvamos a emborracharnos en la mentira, como el que busca la luz de fuegos
fatuos para orientarse y no caer de nuevo.
Hacía
falta rectificar tantas cosas, y ninguna se ha cambiado, se necesitaba un poco
de justicia para reconfortarnos y la injusticia nos abruma, habíamos de
plantarle cara a las verdades y terminamos el año embadurnados de mentiras
nuevas y bien poco piadosas. Después de tanto espejismo, tocaba recapacitar y
recuperar el seso, pero las fuerzas fallan y no quedan reservas de ilusión ni
ganas. Los ricos se han hecho mucho más ricos y los pobres marchan cabizbajos y
numerosos. La política se olvida de la polis y se torna apurada gestión de
egoísmos e iniquidades. No se hace justicia, las instituciones se vuelven
fortines, la ley no oculta ya su trampa, el interés general es despedazado por
los perros de presa, las conciencias se tiñen de moho, dejamos de vivir para ir
tirando, el futuro no puede nacer de este presente sin sangre en las venas, nos
hemos rendido a la apatía y una sociedad apática es una sociedad sin vida.
Somos
afortunados los que aún podemos escapar hacia adentro, sentarnos con un libro y
algo de música a resguardo del frío, viajar de vez en cuando, evadirnos en el
trabajo por amor al arte, besar a nuestros hijos con la ilusión de que podremos
sacarlos de aquí, llevarlos lejos y ofrecerles vida donde la haya. Es la última
frontera, la de la resistencia interior, la del desprecio sin atenuantes, la de
la pena de tanta pena.
Tuvimos
pequeños ídolos que no eran más que miserables con ínfulas, cedimos nuestro
poder a los que nos desapoderaban, pusimos el porvenir en manos de salteadores
de caminos, creíamos que nos movían ideologías y eran cantos de sirenas
rijosas, vivíamos de prestado hipotecando el alma, cantábamos himnos en
nuestros propios funerales. Ahora, desnudos, defraudados, solitarios y oscuros,
bajamos la vista ante los espejos, no nos rebelamos por temor a un nuevo
engaño, nos aceptamos, al fin, prosaicos y deprimidos, inermes,
desesperanzados, vulgares, mansos, innobles. Mientras, las radios, las televisiones,
los periódicos hablan de lo que ya no tiene por qué importarnos.
Ayer
fui al cine con mi hija y dos primos suyos. Tonto de mí, partí para allá con
mucho tiempo, pues temía que las calles estuviesen llenas de coches o que
hubiera larga cola para comprar las entradas. No fue así, me engañaba el
recuerdo de navidades pasadas. Hicimos tiempo en una cafetería y éramos los
únicos clientes, los tres pequeños y yo. Las entradas para la película ya no se
vendían en la ventanilla, sino en el quiosco de las palomitas, palomitas no
compraba casi nadie. Al salir, la calle estaba oscura y sin paseantes, pero
cuando, ya en el coche, puse la radio, contaban no sé qué cosa sobre la
pregunta del referéndum en Cataluña. Manda cojones.
Hombre, professor, llámeme tonto pero yo buscaría la navidad en su hija.
ResponderEliminarAhí afuera no hay nada, aunque lo busque el SETI. No hay nada pero quizá lo hubo.
Esta navidad que nos toca es una navidad de adentros. Lo del corte inglés es otra cosa, la cosa de los que no tienen adentros, ni sonrisas que buscar.
Busque una sonrisa. Encontrará una feliz navidad.
Con mis mejores deseos para todos los que aquí nos hacemos los encontradizos.
"Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad."
ResponderEliminarLe tomo la palabra a Gramsci y les deseo, a Juan Antonio y a la pequeña comunidad de los sospechosos habituales, temple y alegría para el nuevo año.
Donen sangre, por favor.
ResponderEliminar¡Viva España! Donen sangre.
Feliz Año Nuevo, Profesor.
David.