La democracia lo invade y lo justifica todo. ¡Ay de
cualquier decisión que no haya sido tomada siguiendo los cánones de sus reglas!
Desde que los clásicos de la Ilustración atisbaron el asunto y después los
pensadores de los siglos XIX y XX teorizaron sobre los sistemas democráticos y
sus ritos y faustos ha habido tiempo para que estas ideas se hayan infiltrado
en cualquier colectividad: desde la organización del Estado hasta la gestión de
los asuntos de una humilde comunidad de vecinos. Los beneficios han sido
enormes, también los estropicios (véase el caso de la Universidad) pero de
estos no se debe hablar si quiero ser fiel al lenguaje festivo de estas
“soserías” mías. Saludo pues el reinado de la mayoría y le dirijo las salvas y
los aplausos más sentidos y sinceros.
Cavilo sin embargo sobre el salto que el espíritu
democrático ha dado desde las más variadas agrupaciones (el municipio, los
amantes del jilguero híbrido o los tiradores con arco) hasta la mesa y las
costumbres gastronómicas.
En un principio fue el pollo. Para el joven de hoy
comer las distintas partes del pollo, pongamos su pingüe pechuga o su opíparo
muslo, forma parte de las rutinas más fastidiosas que se ve obligado a padecer.
Y, sin embargo, sabe este joven ¿quién comía pollo en los años cincuenta? Pues
preciso es recordarle que este simpático animalito era a la sazón símbolo,
alegoría o metáfora de holgura económica, el alimento que se podían permitir tan
solo las clases adineradas, los señorones de cuenta corriente y fluida y con
los chicos estudiando el bachillerato con los reverendos padres jesuitas.
Carpanta, el célebre personaje de Escobar que salía
en el “Pulgarcito”, deliraba por las noches, se sumergía en sudor y en procesos
febriles lastimosos cuando soñaba con un pollo. Y cuando podía dar con uno de
verdad, con sus muslitos sonrosados y su sobremuslo sencillo y a la vez
delicado, entonces vivía un festín de dioses, de esos que salen en algunos cuadros
barrocos donde retozan seres sobrenaturales. Carpanta entonces reía,
chorreándole la grasa por la barbilla y el cuello, pletórico de dicha,
sabiéndose un ser envidiado y odiado por sus compañeros de infortunio con
quienes, por supuesto, nada compartía. Antes de zampárselo tenía tiempo para
decirle ternuras y toda la escena convertía el puente bajo el que vivía en un
palacio de sueños orientales.
Hoy el pollo es tan común que no lo aprecian ni los
eslabones más débiles de la sociedad. Ha perdido su gracia y su marchamo de
distinción habiéndose visto degradado de tal manera que es invitado permanente
de esos horribles lugares donde se vende comida rápida cocinada en inglés.
Parecido recorrido, o aun más acusado, ha vivido el
langostino. ¡Ah, los langostinos!
Fueron en el ayer glorioso éxtasis del paladar,
armonía de reflejos rosas, desatador de ansias vehementes, el colmo de la
gloria en los manteles. Los langostinos, en su época mejor, no se trataban con
cualquiera pues frecuentaban tan solo a varones blasonados y de alcurnia y a
hermosas hembras sicalípticas y, cuando salían, era solo para visitar
restaurantes de lujo, de cornupias con espejos reverberantes a lo Maxim´s de
Paris y por ahí seguido.
En el hoy por el que nos arrastramos el langostino
ya no se aparece solitario y altivo, deseado como una miss de certamen,
encumbrada entre tules y focos, sino en confuso montón, agarrotado por el frío,
congelado hasta los huesos de los que carece, aterido hasta que un humilde
funcionario lo mete en la olla de agua hirviendo y se lo zampa, no con un
champán mecido en oscuras galerías por venerables monjes, sino en la triste
compañia de una cerveza proletaria.
Si se piensa con sosiego, preciso es convenir que el
recorrido vivido por estos crustáceos resulta escalofriante pues, para mayor
vértigo, han pasado por varios capítulos de la historia a uña de caballo,
atropellando tiempos y ritmos. Se han convertido a la fe democrática pero, en
homenaje a su prosapia ¿no habrá algún ser misericordioso que se preste a
rescatarlo apuntalando las ruinas de un pasado glorioso y elitista?
Desengáñese, Don Francisco: la aristocracia puede retornar hoy a los manteles sólo cabalgando un pepino como dios manda (sin segundas), un tomate extraordinario, unas acelgas de ensueño.
ResponderEliminarHace unos pocos años me contó un amigo diplomático una anécdota curiosa, que capturó mi imaginación: corrían los tiempos de la crisis de Georgia, y Tblisi pululaba, de lunes a viernes, de toda suerte de diplomáticos y altos funcionarios, de ésos de sueldo mensual de cinco cifras... Pues el viernes por la tarde, en el aeropuerto, cuando partían los aviones hacia Berlin, hacia París, hacia Bruselas, hacia Londres, cargados con nuestros sufridos héroes de la paz, ¿con qué riquezas locales embarcaban, en bolsas de mano? Ni caviar, ni champán, ni chocolates. Hortalizas, simplemente: cebollas, pepinos, tomates, lechugas, pimientos, puerros... que las babushkas vendían en cada esquina y que eran de una calidad egregia, ya para siempre inconcebible en nuestras grandes capitales. Eso era lo que llevaban orgullosos a cónyuges, hijos, amantes...
Salud,
Donad sangre y comprad el ABC.
ResponderEliminarPor favor.
David.