Llevo
una temporada rodeado de virus por doquier y al fin pudieron conmigo hace unos
días. Mi sistema respiratorio hecho unos zorros, asma, tos, fiebre, dolor de
cabeza y del cuerpo entero… En suma, tiempo de cama para pensar, para
entremezclar recuerdos y proyectos, para explicarse por qué el tiempo no
alcanza, cuando lo hay, y parece tan largo cuando en verdad no lo tienes, pues
nada puedes hacer con él que no sea devanarte los sesos.
Todavía
no estoy repuesto, aunque sí mejorado, y no he podido ir hoy con la pequeña
Elsa a la cabalgata de Reyes. Y resulta que lo lamento, mira por dónde. Lo
lamento pese a que no me gusta ni el fondo ni la forma, ni el significado ni el
significante, ni el cuentecillo bastante chorras que se les cuela a los niños
para que descrean de nosotros desde bien pronto y se acostumbren a creer, sin
pensar, en variopintas patrañas, ni la parafernalia horterilla de carrozas,
disfraces de baratillo y pequeños y adultos disputándose unos infames caramelos
a codazo limpio. Vean, pero un año que no he podido ir, estoy pesaroso. ¿Por
qué? Porque recuerdo a Elsa sobre mis hombros, sus comentarios con chispa, las
preguntas comprometidas y hasta el gusto con que después se va de cafetería a
tomarse su vaso de leche con espuma. Porque resulta que experiencias de ésas
con ella me quedan poquitas, mientras que para despotricar contra el mundo y
sus habitantes tengo toda la vida que me quede.
Mis
ideas o mis manías cambiarán o se mantendrán, se volverán más frágiles o se
tornarán obsesión, quién sabe. Lo único seguro es que llegará, mejor tarde que
pronto, el día en que sea ya muy poco lo que uno pueda hacer y entonces habrá
que vivir en los recuerdos y de los recuerdos. Pero para recordar mañana es
necesario hacer hoy y haber hecho ayer. Hacer, experimentar, disfrutar,
arriesgarse, jugar, saltar algunas barreras, vencer tal o cual prejuicio,
compartir hasta lo inusitado, rozar tenuemente la imprudencia, actuar algún rato como si nada se
temiera… vivir, caray, vivir. Cuando para pasar los días haya que ir sacando de
la cuenta corriente de los recuerdos, ¿qué cara se nos quedará y cuánto más
envejeceremos si sólo somos capaces de enumerar cuanto no hicimos, acompañado,
en su caso, de una exhaustiva relación de temores, complejos, poses y manías de
tres al cuarto, de ese vacuo narcisismo del que se ve único al no
diferenciarse, del que se cree distinto al cumplir cada mandamiento antiguo o
nuevo?
En
esta época de flojera y ñoñez, todo invita a la alienada contención, a la
represión consentida con cara de estar cumpliendo con algún propósito de cósmica
envergadura. Cuentos, añagazas, falsa conciencia en pildoritas para pazguatos.
Haga usted, apreciado lector, un experimento sencillo, coja al azar diez amigos
o conocidos suyos y pase revista. Este no come de no sé cuántas cosas por si le
cuelan un transgénico, aquél no viaja a cuatro quintas partes del mundo ni
aunque se lo paguen todo porque cree que hay mucha inseguridad y no vaya a ser
que le pase algo, el otro se levanta a los postres de la cena porque mañana la
niña tiene piano y luego ellos van a la manifestación por lo del nuevo
encauzamiento del río (¿alguien ha ido reparando en cuán conservadores son hoy
en día los progresistas? Hay un camino sin asfaltar en las afueras, el
ayuntamiento dice que le van a poner asfalto y de inmediato se convoca una manifestación
en pro de la conservación de las viejas piedras, aunque no las haya allí de
valor ninguno y aun cuando los vecinos de la zona lleven siglos clamando por una
vía más decente), hay un par de ellos que eran graciosos pero que ya no cuentan
ni un simple chiste por si se les escapa alguna expresión políticamente
incorrecta, varios se han convertido en censores y comisarios de la corrección
política y se creen la mar de interesantes repitiendo las consignas de los que
hoy son los nuevos curas, igual que las beatonas de antaño daban la matraca con
las de los párrocos aquellos. Y así. La gente se ha dado a una vida tan sana,
en lo físico y lo ideológico, que están toda como muerta, o casi. Robar, se
roba aún más que antes, eso también es cierto.
A
propósito, de pasada y aunque sobre eso habrá que escribir otro día alguna
historieta. ¿Se ha fijado usted en que todo grupo un poco consistente tiene su
comisario político? Últimamente, cuando viajo por ahí y me reúno con algún
grupo de colegas o amigos que conviven bastante y se tratan mucho, me
entretengo averiguando para mis adentros quién hace ese papel. Siempre hay uno
y muchas veces no es el de mayor jerarquía institucional o formal, mucho menos
el de más edad. ¿Qué indicios hay para descubrirlo? Por ejemplo éstos. Cuando
sale a relucir algún tema con ribetes políticos y los otros opinan, siempre se
les escapa una mirada al comisario, pues no quieren contrariarlo. ¿Por qué?
Porque él es el que reparte tácitamente las acreditaciones de ortodoxia y ay de
ti y cuántas amables recriminaciones y cuántas maliciosas bromas te pueden caer
si ese censor decide que eres dudoso o que no tienes las ideas tan claras como
debieras y que no haces tus ejercicios espirituales leyendo lo que debes y
oyendo las emisoras que manda el canon.
Supongo que
será así en grupos de diversa orientación, pero yo les tengo cogido el
tranquillo a los progres. He visto, incluso, grupos en lo demás fortísimamente
disciplinados en los que el comisario llama al orden al catedrático con mando y
éste agacha las orejas o replica con un “te juro que eso que digo lo oí ayer en
la SER”, a lo que el otro, tan ancho, contesta que le parece a él que alguno
anda leyendo el ABC a escondidas. En los diez minutos siguientes se quitan
todos la palabra para citar al Gran Wyoming, un artículo de Público o una
noticia comentada en algún periódico virtual libre de toda sospecha. En ese
momento una sencilla mención de un editorial de El País, que normalmente te
deja muy bien y satisface al vigilante, resulta tibia y hasta sospechosa.
Una
característica adicional que suelen tener esos comisarios políticos, sean de la
tendencia que sean ellos y los grupos que apacientan, es que no son los más
trabajadores del equipo, pues se han especializado en esa tarea y por mor de su pureza ideológica y de los riesgos ligados a su rol inquisitorial les van otorgando ascensos y
mejoras.
Cierro ese
paréntesis y regreso brevemente al tema del principio. Entre mis arrepentimientos
en esta vida está la gran mayoría de las veces en que dejé de hacer algo
interesante o divertido porque tenía que trabajar. Ya ve usted lo que me voy a
acordar de mis escritos “científicos” cuando esté en la residencia de ancianos
y busque algo para pensar y pasar el rato. En concreto, y con los hijos, ya me
pasó la primera vez y no puedo volver a permitírmelo, Un articulejo sobre la zarandaja
de los principios constitucionales o sobre el tocomocho de la ponderación
constitucional puedo escribirlo igual este año o dentro de cinco, si hay salud,
y tampoco pasa nada si se queda en el tintero, absolutamente nada. En cambio,
para jugar en la playa con Elsa, para bañarme con ella en cualquier piscina,
para acompañarla a comprar las cartulinas con las que hace esas manualidades
que le encantan, para cumplir con ella cualquiera de los simpáticos ritos de la
infancia…, para todo eso me quedan muy poquitos años. Dentro de veinte o
treinta, si uno está vivo, no recordará ni palabra de lo que escribió para
aquella revista de su especialidad (francamente, ya se me ha olvidado ahora),
pero habrá recuerdos y habrá fotos y variadas remembranzas de las otras
vivencias, de la vida como tal. El trabajo es básico, fundamental, necesario,
puede ser apasionante cuando uno labora en lo que le gusta. Pero refugiarse en
el trabajo y no vivir, con la excusa del trabajar, es una forma cruel de suicidio
lento. No está bien, no se recomienda.
He puesto
ejemplos con mi hija, pero caben con todo. Con la pareja, para qué hablar. Hace
menos de un mes nos fuimos juntos Pilar y yo a Alemania, alguna impresión conté
aquí ya. Costó decidirse, estábamos cansados, mi suegro había enfermado
gravemente, había que organizar el cuidado de Elsa, era tiempo invernal, a mí
me daba pereza volver a engrasar mi alemán hablado, que nunca fue gran cosa,
había compromisos sociales y académicos, el viaje se hacía complicado, con
cuatro trayectos en tren y dos en avión, en total… Y resultó una experiencia
fascinante e inolvidable para los dos y por variadas razones. Enésima prueba de
lo que no debería necesitarla: en cuanto empiezas a decir no me apetece o estoy
cansado o no tengo tiempo, has comenzado a morir, porque ya estás renunciando a
lo que un día podrías recordar. Vivimos gestionando las materias primas
del recuerdo y no hay más vida que la que se recuerda.
Feliz año y
ánimo.
Estupendo artículo con el que, como no, solo puedo coincidir, profesor.
ResponderEliminarClaro que tampoco puedo evitar una cita, también un título, de Caballero Bonald al aire de sus palabras:
"Somos el tiempo que nos queda."
Pues eso. No me canso de leerle y que nos quede.
Gran entrada, nunca había pensado acerca de lo que menciona en su reflexión. Me ha hecho replantear ciertas ideas que no había tomado en cuenta.
ResponderEliminarGracias y feliz año.
Feliz año, y gracias por su blog.
ResponderEliminarMis mejores deseos y agradecimiento, con el permiso de Elsa, por tu Blog.
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