Consecuencia de las modas y de otros desvaríos es la
aparición de nuevos oficios cuya identificación suele venir en inglés y así nos
encontramos con el “community manager”, el “trafficker”, el experto en
“analítica web” ... Por esos mundos me he encontrado hasta con un especialista
en “usabilidad”, un tipo de las Américas, espiritado, esponjado y ciertamente
superfluo.
Frente a esta realidad, procede recordar que quienes
conservamos la vieja sindéresis estamos más por el tradicional agente de
seguros, el carpintero de toda la vida o el dentista pero nadie puede oponerse
a la aparición de profesiones destinadas a enriquecer ámbitos laborales nuevos,
a los que ahora -por cierto- se les llama “nichos”, expresión que los más
catetos reservábamos al lugar donde depositábamos un jarrón importuno o los
residuos mortales de un pariente igualmente importuno.
Pero lo que no se puede admitir por ningún estrato
de la población es la desaparición de viejos oficios, especialmente los que
tienen una historia detrás entrañable y llena de significantes. Es el caso del
cartero que ha sido suprimido de un plumazo -malintencionado y rencoroso- por
las autoridades canadienses. El hecho de que los mensajes vuelen por vía
electrónica ha hecho por lo visto innecesario a ese honrado funcionario al que
han esperado llenos de desasosiego los soldados de todos los frentes y sobre
todo los enamorados de todos los tiempos.
Señor ministro del Canadá ¿cómo se puede valorar lo
mismo un correo electrónico, no digamos un sms o un wahtsaap, y una carta
escrita a mano en la que los rasgos de la escritura son como un plano de los
sentimientos y que, encima, es llevada artesanalmente por un cartero en pleno
desafío del clima? ¿Aceptaremos impávidos para el cartero el mismo amargo
destino que dimos al sereno? Recordemos que a este simpático nocherniego,
habitante de todas las comedias de enredo y de todas las zarzuelas le
despedimos dedicándole tibios homenajes cuando se podía haber vengado
desvelando secretos y picardías que hubieran hecho temblar a más de una familia
respetable.
Con estos antecedentes se comprenderá que el asunto
del cartero canadiense, por la influencia que pueda tener en otros ambientes,
debe ser objeto de meditación para no adoptar decisiones precipitadas.
Porque cavilo -y me estremezco- sobre qué hubiera
sido de la literatura epistolar si se suprime al personaje del cartero: del
Werther de Goethe o de nuestra Pepita Jiménez o incluso de Jaime Balmes que
zarandeó a los escépticos en materia de religión con brío y probablemente con
fruto pues más de un destinatario de sus cartas volvería a misa y a la comunión
turbado por los razonamientos del fogoso vigitano. Ya sé -no estoy tan en la
higuera- que existen experimentos de relatos trenzados por medio de internet y
habrá por supuesto quien los siga pero a mí me parece algo similar a la
reproducción de la música de una ópera de Mozart por medio de un organillo de
la calle Carretas de Madrid.
Pensar en una carta y en su porteador, el cartero,
es pensar en unas letras que han quedado dormidas, que atraviesan montañas y
caminos y que despiertan a la vida no más oyen el rasgado del sobre
esparciendo, a partir de ese momento, su mensaje de alegría o de ansiedad.
Medítese que, si suprimimos al cartero, la única carta que nos llegará será la
que nos traiga el mar en la botella ebria de soles y tempestades que lanzó el
náufrago desesperado. Y lo más angustioso: puestos a mostrarnos crueles
¿acabaremos también con las inocentes palomas mensajeras?
Dr. García, buenas noches. Le escribo desde Perú. Disculpe, le dejé un mensaje importante al inbox de su cuenta de facebook.
ResponderEliminarAtte.
Roger Vilca