II.2. El Derecho ya no defiende la
institución y hace de papel sus deberes.
El estatuto normativo de los
preceptos del Código Civil referidos a “Los derechos y deberes de los cónyuges”
es revelador respecto de cómo el Derecho ya no protege una institución, la familia,
que tenga, como tal, perfiles definidos, características estructurales
precisas y que, sobre todo, posee un
valor de algún tipo (social, moral, religioso, económico...) que la hace
acreedora de protección como bien en sí, a fin de salvaguardar tales perfiles
y, con ello, la función esencial en cuestión. Venimos sosteniendo que lo que el
Derecho ve en la familia es nada más que un conjunto de muy heterogéneas
posiciones personales individuales que o bien protege, como derecho, o bien
vincula con obligaciones para con otros sujetos individuales, nunca para la
familia como tal. Y, sobre todo, la tendencia es a que dichos derechos y
deberes tengan una dimensión directamente económica o sean fácilmente
traducibles a términos económicos. Lo otro, lo que no tenga esa faz dineraria,
se considera perteneciente a la vida privada y a la conciencia íntima y al
libre desarrollo de la personalidad de cada cual, de manera que no se pueden
limitar tales derechos individuales (libre desarrollo de la personalidad,
intimidad, libertad de conciencia...) por mor de la protección de la
institución familiar en sí o como institución con valor propio y signos
estructurales definidos.
De ese modo, además, la relación
que se traba entre un sujeto con derecho a obtener determinada prestación
económica o traducible a dinero y el sujeto acreedor de la misma se hace
aleatoria en gran medida. El hecho de que A se encuentre en la situación S se
toma por el ordenamiento jurídico como razón para que rinda determinada
prestación en favor de B, prestación con la que a B se le compensa un daño o
pérdida o se le auxilia por la situación de necesidad, indefensión o
desprotección en que se encuentra. Si no estuviera constituida -por el Derecho-
esa relación entre A y B, éste último o bien se quedaría en dicho estado
menesteroso, o bien serían instituciones públicas antes que nada las llamadas a
brindarle esas prestaciones.
Pues bien, si llamáramos familia
o relaciones familiares a todo ese entramado de relaciones que dan origen a esa
correlación de derechos y deberes entre sujetos particulares como A y B,
tendríamos que el concepto (jurídico) de familia acoge las más variopintas de
las situaciones, y que, sea cual sea el criterio no jurídico que apliquemos
como delimitador o definitorio de lo que sea la familia, va a resultar que ni
están todos los que son ni son todos los que están; es decir, que el criterio
jurídico de familia vigente en un momento dado y los conceptos sociales de
familia no coinciden por completo. Y esto es tanto más así cuanto más
pluralista y heterogénea es una sociedad, cuanto más carece de una densa red de
convicciones comunes y cuanto más el Derecho deja de ser reflejo del sentir
social “prejurídico” y se torna instrumento de manipulación y transformación de
dicho sentir, cuanto más asume funciones pedagógicas, políticas, ideológicas,
etc.
El estatuto normativo de aquel mentado
capítulo del Código Civil que alude a derechos y deberes de los cónyuges se ha
vuelto básicamente ocioso, porque de tales derechos y deberes no quedan más,
como decimos, que los económicos y prestacionales con valor económico. Los
otros carecen de consecuencias jurídicas, son, todo lo más, recordatorios
morales o de buenas costumbres o resabios de la manera antigua de concebir la
institución familiar y matrimonial.
Así, cuando el art. 67 Código
Civil dice que “Los cónyuges deben respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en
interés de la familia”, o el 68 que “Los cónyuges están obligados a vivir
juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente. Deberán, además, compartir
las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de ascendientes y
descendientes y otras personas dependientes a su cargo”. La gran pregunta para
la cuestión que en este momento estamos planteando es: ¿y qué pasa si no viven
juntos, si se guardan fidelidad -se supone que estamos hablando aquí de
fidelidad sexual, pues las de otro tipo parece que nunca se han tomado en
cuenta como deberes conyugales- o no se socorren o ayudan mutuamente o si cada
uno va a lo suyo en lugar de actuar en interés de la familia?
No pasa nada, salvo en los casos
patológicos en que, por ejemplo, la falta de respeto se traduzca en excesos que
constituyan delito o falta, Código Penal en mano. En tal sentido, el cambio
decisivo ha venido con la supresión de todo requisito de culpabilidad para que
pueda instarse la separación[1] o el
divorcio[2]. Por
malo que sea mí cónyuge, por mucho que me sea infiel, insolidario, egoísta y
poco respetuoso y aunque no me ayude nada en mis cosas y se desentienda por
completo de las comunes, si yo sigo adelante con nuestro matrimonio, nada de
éste se conmueve, en nada pierde su condición jurídica plena; y, si me canso y
quiero divorciarme, para nada necesito probar, ni alegar siquiera, que me
desatiende, me humilla y me pone los cuernos, pues me basta con decir que
quiero divorciarme y debe mi demanda ser atendida por el juez[3]. El
Derecho ya no quiere saber nada de lo que pasa de puertas adentro en un
matrimonio y que no sea delictivo, ya que mientras alguno de los miembros de la
pareja no proteste y diga que lo deja, el matrimonio lo es plenamente y a todos
los efectos; y cuando ése decide divorciarse, el Derecho tampoco quiere
escuchar excusas ni razones, le dan igual los motivos y tanto vale que yo
quiera divorciarme porque mi mujer no colabora en las tareas domésticas como
porque he dado con otra que ahora me apetece más para compartir techo y tálamo.
Dicho de otra manera, la
infidelidad, el egoísmo o cualquier cualidad de uno de los cónyuges que el otro
considere negativa o que para el Derecho de antes y el Código Civil de otro
tiempo fueran contra la esencia del matrimonio o sus deberes constitutivos
podrán contar ahora, si acaso, como móviles subjetivos para que el otro cónyuge
quiera tomar las de Villadiego, pero jurídicamente son irrelevantes. Y lo son
porque ya no existe para el Derecho lo que podríamos llamar un modelo
sustancial de matrimonio, sino solamente un modelo formal o meramente
institucional.
Llamo modelo sustancial a aquel a
tenor del que el matrimonio se defina por dos rasgos combinados: una función
esencial, o varias, y un modo esencial de relacionarse los cónyuges. La función
principal, o una de las principales, fue tradicionalmente la reproductiva[4], y un
modo esencial de relacionarse era la fidelidad, sobre todo como exigencia para
la mujer[5] [6]. Ya
no es, hoy, que el derecho consagre como matrimonio cierta forma de
relacionarse social e históricamente establecida y caracterizada por esas
funciones y unos modos de comportamiento, respaldando
coactivamente lo uno y lo otro, sino que es el propio sistema jurídico el
que determina qué sea matrimonio, y lo hace por dos razones o móviles
combinados: por el valor simbólico que la institución matrimonial aún posee,
aunque sólo sea para los que hasta ahora no podían o no pueden acceder a ella y
que se sentían por eso discriminados y con ganas de casarse, si bien dichas
ganas se les pasan en cuanto ya pueden hacerlo[7], y,
sobre todo, a efectos de imputar a ciertos individuos determinados deberes
económicos y prestacionales.
Es más, ese proceso ha conducido
igualmente a que los mismos efectos, tanto los simbólicos como los económicos,
se invoquen y en muchos casos se apliquen con pleno respaldo del sistema
jurídico a las parejas no matrimoniales, a las llamadas uniones de hecho. De
nuevo jugó el argumento de la discriminación, unido a la invocación del libre
desarrollo de la personalidad. Si en el caso de los que no podían casarse
(paradigmáticamente los homosexuales) se alegaba que estaban discriminados frente
a los que sí podían (los heterosexuales), ahora lo que se aduce es que si yo,
por mis personales razones y mi manera de querer el desarrollo libre de mi
personalidad, aun pudiendo casarme, no quiero, padezco discriminación porque
las ventajas simbólicas, en su caso, y, sobre todo, económicas a las que sería
acreedor como cónyuge o ex cónyuge no se me aplican. En la medida en que el
Derecho ha entrado también por esta última senda de asimilación al matrimonio
de las uniones no matrimoniales, resulta que siguen sin ser definitorios
aquellos elementos funcionales y comportamentales, pero, además, ya tampoco lo
son los formales o meramente institucionales.
El matrimonio se distingue por
sus efectos cada vez menos de las uniones que no son matrimoniales, se forma un
núcleo de efectos comunes y se plantea de inmediato, y como inevitable
consecuencia, la urgencia de reformalizar y/o resustancializar esas uniones, a
fin de delimitar cuáles generan esos efectos que antes eran sólo del
matrimonio, y cuáles no. Porque, sin esa reformalización y/o resustancialización,
sería imposible saber, de entre la infinita amalgama de relaciones que en
sociedad pueden establecerse entre dos o más personas -hermanos, amigos,
compañeros de piso, empleador y empleado, amantes ocasionales, cliente y
prostituto/a, etc., etc., etc.- cuáles cuentan como desencadenadores de
obligaciones tales como la de pensión compensatoria o de derechos como el de
percepción de pensión de viudedad, entre otros muchos ejemplos posibles, y
cuáles no.
En tal sentido, las uniones
estables o parejas de hecho se reformalizan, como cuasimatrimonios y para que
puedan desplegar esos efectos, mediante requisitos como, entre otros[8], el
de la inscripción en registros públicos o el de la formalización de la relación
o sociedad convivencial en documento notarial. Mientras que se resustancializan
cuando la mayor parte de las normas reguladoras del estatuto jurídico de este
tipo de parejas requieren o les imputan como condición definitoria una relación
afectiva “análoga a la matrimonial”.
Y resulta una espectacular
paradoja, como es que los requisitos tanto formales, a veces, como sustanciales
pueden terminar por ser para la pareja de hecho más, o más intensos, que los
del matrimonio mismo. Pensemos que para ningún efecto del matrimonio se pide el
empadronamiento idéntico de la pareja, bastando la inscripción en el Registro
Civil, cosa que sí se requiere por ejemplo, para que en algunos casos el
miembro supérstite de una pareja de hecho pueda percibir pensión[9]. Y,
si vamos a los atributos de la relación que hemos denominado sustanciales o
comportamentales, tenemos que a veces el derecho de la pareja de hecho a tener
los derechos mismos del matrimonio se vincula a que esa pareja tenga hijos en
común o a que se den esas relaciones afectivas que en el matrimonio no se
exigen, pues en ninguna parte del Código Civil se dice que los cónyuges tengan
que amarse y sea este requisito de ningún género para la validez de la
institución matrimonial. Esto es, mientras que el matrimonio de conveniencia es
perfectamente admisible, salvo que se pueda probar alguna causa de nulidad,
como error en el consentimiento, la pareja de hecho por conveniencia y con poco
amor parece que queda por definición excluida, aunque bien sabemos que todo
ello es una gigantesca ficción y que con lo uno y con lo otro, con el
matrimonio propiamente dicho y con las relaciones a él asimiladas, lo único que
en esta época se pretende es que los particulares echen una mano a la Seguridad
Social y a los servicios públicos asistenciales en general. ¿Cómo? Pagando a
otros particulares con los que al Estado le conviene decir, por tanto, que hay
o hubo familia. Visto así, es el Estado también el que sale ganando al hacer
que la pareja de hecho igualmente lo sea de Derecho a efectos de pensión
compensatoria o que el hijo meramente biológico nacido de concepción “estándar”
sea un hijo más, como cualquier otro[10] y al
que no se puede renunciar.
Respecto de esa
desustancialización del matrimonio, y volviendo atrás, es oportuno recordar
también que la impotentia coeundi ya
no resulta, por sí, causa de nulidad del matrimonio civil[11].
Desde el momento que, cumplidas las exiguas condiciones para su celebración[12]
(consentimiento, edad, falta de vínculo matrimonial en vigor, y ausencia de
parentesco en cierto grado y que el que se casa no haya matado dolosamente al
cónyuge anterior del otro contrayente) y se celebre de alguna de las formas
prescritas (arts. 49ss C.C.), poco importa que haya amor y sexo o que falten
las dos cosas o se extingan poco a poco, pues no tiene ya el matrimonio ningún
objetivo material que cumplir[13].
Parémonos un instante en una
consecuencia sorprendente que se liga a lo que acabamos de explicar, si en todo
ello estamos en lo cierto. Si la ecuación entre matrimonio y sexo ya no es en
modo alguno constitutiva[14], si
el matrimonio puede nacer válidamente y no se vuelve anulable por falta de
cualquier tipo de práctica sexual, incluido el coito entre hombre y mujer, y si
tampoco es condición la aptitud o actitud de ninguno de los cónyuges para
engendrar hijos, ¿qué obstáculo resta para cuestionar el matrimonio homosexual,
y máxime cuando en una pareja de dos hombres o dos mujeres sí pueden existir
formas de comunión sexual?
Es momento para corregir una
expresión que anteriormente empleamos, a sabiendas, de un modo impropio o no
totalmente pertinente. Decíamos unos párrafos más atrás que los homosexuales
habían estado discriminados porque no podían casarse. No es exactamente así. Sí
podían, y seguro que muchísimos se casaron, la mayoría. Lo que no podían era
casarse unos con otros. Pero ¿unos con otros? ¿Dónde se dispone que el llamado
matrimonio homosexual deba ser homosexual?
En ninguna parte, como en ninguna parte se obliga a que el matrimonio
heterosexual tuviera que ser heterosexual[15]. Igual que podían
y pueden casarse dos personas de distinto sexo, hombre y mujer, aunque uno o
los dos no sean dados a o rechacen la práctica sexual heterosexual, puede
ocurrir que dos hombres o dos mujeres se casen y resulte que uno es
heterosexual o lo son los dos. Si cada uno sabe lo que hay y a lo que va, nada
se opone a la validez de esos matrimonios. Yo puedo casarme con mi amigo Pepe
porque me cae bien, porque me gusta su casa y para repartir gastos y conversar
apaciblemente después de las cenas, pero ambos estamos absolutamente de acuerdo
en que no compartimos ni lecho ni tocamientos y en que cada uno sigue con su
respectiva(s) amante(s) de toda la vida, más lo que haya de nuevo. Nada obsta
legalmente para tal matrimonio, pues a nadie nos obliga el Derecho a explicar
por qué ni para qué contraemos matrimonio, igual que, cuando nos cansemos o
deje de convenirnos estar juntos, se nos permite separarnos o divorciarnos sin
encomendarnos a Dios ni al diablo.
Porque no se nos puede olvidar
que lo que el Código Civil ha hecho, con la reforma introducida por la Ley
13/2005, es añadirle al art. 44 del Código Civil este párrafo: “El matrimonio
tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo
o de diferente sexo”; y, además, cambiar la expresiones “el marido y la mujer”
y similares por la expresión “los cónyuges” allí donde la anterior significara
o indujera a pensar que sólo hombre y mujer pueden componer matrimonio entre
sí. Y también se sienta en la Disposición Adicional Primera que “Las
disposiciones legales y reglamentarias que contengan alguna referencia al
matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus
integrantes”. Así que ya vemos, lo que estrictamente se dice es que el matrimonio
entre personas del mismo sexo vale con las mismas condiciones y los mismos
efectos que el que se celebre entre hombre y mujer y entre tales condiciones y
efectos no está, repito, que haya que practicar sexo o practicarlo de
determinada manera[16].
Simplemente, si a uno de los esposos le parece que el que hay es poco o es malo
y que por ello no le compensa seguir adelante con el trato, insta la separación
o el divorcio, que son estrictamente libres, y sanseacabó. Como si fuera una
unión libre, o casi.
Con todo, el legislador actual
es, en lo hondo, consciente de que pisa arenas movedizas en las que tal vez
acabe regulando los efectos de una institución que no se sabe ni lo que es ni
cuando surge, lo que debe de ser tan desconcertante como, pongamos, pretender
peinar a un calvo o pedirle solidez a un fantasma. Seguramente está ahí la
razón para que se empeñen los padres de la patria que hacen las normas
matrimoniales y afines en fingir que, al menos, afecto habrá de existir y que
algo es algo y ya sabemos a qué atenernos, pues habrá afectos sin matrimonio,
pero, al menos, nadie querrá casarse si no hay afecto. Cosa que cualquiera que
camine a la dudosa luz del día sabe que ha sido y es rigurosamente falsa, amén
de que a ver cómo definimos ese afecto matrimonial para diferenciarlo de los
que ligan a padres e hijos, a hermanos, a amigos o a amantes sin ganas de compartir
casa ni de aparecer ayuntados ante el Derecho ni los vecinos, y a ver cómo lo
diferenciamos también de la simple afectio
libidinosa.
Esta
obsesión con el afecto se ve de nuevo en la referida Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en
materia de derecho a contraer matrimonio, cuya exposición de
motivos comienza en estos términos que harían las delicias de cualquier rancio
iusnaturalista, si luego no viniera en la misma Ley lo que viene: “La relación y convivencia de pareja, basada en el afecto, es expresión
genuina de la naturaleza humana y constituye cauce destacado para el desarrollo
de la personalidad” (el subrayado es nuestro; pero deberíamos subrayar cada
palabra).
Como el orden secular y
el religioso acaban complementándose, para cubrir conjuntamente toda la
realidad social, sin escapatoria, y reflejándose en un juego de espejos, ese
afecto que la legislación civil presume, aunque sea testimonialmente o como
ficción caritativa, en la regulación canónica ni aparece, pues, sabia y experta
como es la institución eclesiástica, invocarlo sería dejar al desnudo lo poco
que de matrimonios basados en el amor o el afecto han tenido tantas uniones
matrimoniales apañadas por razones políticas, sociales y económicas que la
Iglesia ha bendecido como sacramento a lo largo de los siglos, empezando por la
mayor parte de los matrimonios reales, es decir, los de miembros de las casas
reales; o sea, de miembros de la realeza, vaya. De lo que habla el Código de
Derecho Canónico en este punto es de “un
consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los
cónyuges y a la generación y educación de la prole” (canon 1055), de que “El consentimiento matrimonial es el acto de
la voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente
en alianza irrevocable para constituir el matrimonio” (canon 1057.2) y de
que “Los cónyuges tienen el deber y el
derecho de mantener la convivencia conyugal, a no ser que les excuse una causa
legítima” (canon 1151). En ningún lugar se dice en ese Código que el amor
sea requisito previo o el desamor razón para que el vínculo se rompa. Al
contrario, “El matrimonio rato y
consumado no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa
fuera de la muerte” (canon 1141) y, en cuanto a la mera separación, el no
quererse, o no quererse ya, no es por sí razón bastante, hace falta también el
peligro: “1. Si uno de los cónyuges pone
en grave peligro espiritual o corporal al otro o a la prole, o de otro modo
hace demasiado dura la vida en común, proporciona al otro un motivo legítimo
para separarse, con autorización del Ordinario del lugar y, si la demora
implica un peligro, también por autoridad propia. 2. Al cesar la causa de la
separación, se ha de restablecer siempre la convivencia conyugal, a no ser que
la autoridad eclesiástica determine otra cosa”.
Siguen
las paradojas, pues. En el Derecho Civil el matrimonio cada vez se ve más como
contrato puro y simple, uno más, pero se mantiene el empeño en mentar el afecto
como su razón de ser o condición desencadenante; como si el afecto pintara
tanto en los contratos[17]. Por
su parte, el Derecho Canónico ve en el matrimonio sacramento, nada menos -y
bien está-, pero la necesidad de afecto la omite, pues hay cosas más
importantes que hacer, como reproducirse aunque sea sin amor ni ganas.
Tenemos
que enlazar otra vez con la cuestión en la que andábamos, la del misterioso
estatuto jurídico de los deberes que para los cónyuges mencionan los arts. 66 y
67 C.C. En estos tiempos nuestros, en los que la ley se utiliza con fines
pedagógicos y la pedagogía se llena de legislación (si bien este último es
asunto que aquí no nos interesa) y en los que las normas se hacen para que el
legislador se finja moderno y a la última (aunque ahora ya no es la última moda
de París, sino la última consigna de corrección política salida de los campus
norteamericanos y asumida aquí por dizque fieros izquierdistas enemigos del
imperio yanqui), no pueden ya sorprendernos estos dos efectos combinados: que
el legislador hasta en el Código Civil diga cositas muy monas que parece que no
tienen más efecto que el de hacerlo quedar bien ante la burguesía ociosa y
televisiva, y que, a la postre, sí puedan esas disposiciones tener efectos,
aunque insospechados para quien las redactó, que andaba a otras cosas y en la
norma no paró más mientes después de logrado -o pretendido- el efecto puramente
simbólico.
Viene
lo anterior al caso del bonito fragmento añadido en 2005, con la Ley 15/2005,
al artículo 68 Código Civil. Antes prescribía dicho artículo que “Los cónyuges
están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente”.
Ahora, desde la mencionada reforma, se enumera un deber más, jurídicamente tan irrelevante como los
otros tres: “Deberán, además, compartir las responsabilidades domésticas y el
cuidado y atención de ascendientes y descendientes y otras personas
dependientes a su cargo”. Entiéndase, ni en esto ni en nada de lo que en este
escrito vengo exponiendo se trasluce la nostalgia de anteriores modelos
sociales, éticos, políticos o económicos; en modo alguno, y menos en lo que
tiene que ver con el oprobioso papel que a la mujer se asignaba en la vida
familiar y matrimonial. Pas du tout.
Lo único que trato de resaltar es que en
Derecho nada cambia por el hecho de llenar las normas de llamadas a la
bondad universal y a la ecuanimidad de los ciudadanos. Esa es la función de la
moral social y quién sabe si hasta de la religión y otros órdenes normativos.
En Derecho es papel mojado y declaración formal de impotencia el deber que no
va respaldado por sanción, aunque sea en el sentido más amplio de este término,
como consecuencia tangible, negativa o positiva, que se anuda al cumplimiento o
incumplimiento de tal deber. Por eso venimos diciendo que si es deber de los
cónyuges el guardarse la fidelidad y, jurídicamente,
no pasa nada si se dan a la más estrepitosa infidelidad, pues ninguna consecuencia
jurídica se desprende ni de la
fidelidad ni de la infidelidad, ese deber sólo nominal o aparentemente es
jurídico. Otra forma de verlo es preguntándonos qué cambiaría ahora del régimen
jurídico del matrimonio si del Código Civil elimináramos la mención de ese
deber de fidelidad, y veríamos que no cambiaría nada. Así que la prescripción
contenida en un texto legal y cuyo incumplimiento carece de toda consecuencia
es una prescripción que sólo caritativamente o retóricamente podremos denominar
jurídica. Yo, ante la infidelidad de mi señora y en el supuesto de que tal
proceder me ofenda tremendamente, puedo gritarle que es una traidora y que,
además, ha vulnerado el art. 66 C.C: “¡Antijurídica, que eres una
antijurídica!”. Bonito consuelo el consuelo jurídico así. Para que luego nos
llamen leguleyos y normativistas a los que defendemos el positivismo jurídico.
¿Será
otro de esos brindis al viento ese nuevo deber “jurídico” de que los cónyuges
compartan “las responsabilidades domésticas y el cuidado y atención de
ascendientes y descendientes y otras personas dependientes a su cargo”?
Pareciera que sí, pero... Pero podríamos, y quizá hasta deberíamos, ligar esto
con la pensión compensatoria del art. 97 Código Civil Veamos cómo.
¿Tendría
presentación decente que si yo no trabajo ni aporto bienes al matrimonio y si
mi mujer es la que trae con su trabajo los dineros y, además, cumple con el
mandato aquel de compartir las tareas domésticas y el cuidado de los parientes,
aún me tenga que pasar a mí pensión compensatoria porque me quedo yo
económicamente desequilibrado? ¿No debería ser ese cumplimiento suyo del deber
de marras razón bastante para exonerarla al menos del deber de mantenerme
después del divorcio igual que me mantenía antes de él?
Pero
eso no es todo. Ya que nos topamos con ese mandato de repartir tareas hogareñas
y familiares y que nos andamos interrogando sobre cuánto de normas tienen esas
normas y de qué tipo serán, podemos ahora plantearnos si ese deber -tomémoslo
en serio un rato, en cuanto deber jurídico-
es absoluto o rige sólo en defecto de pacto en contra o nada más que ante
ciertas circunstancias. ¿Convierte en antijurídico de alguna manera un
matrimonio en el que mi esposa y yo acordamos con total libertad y en pleno uso
de nuestras facultades mentales que yo me ocuparé de la atención de la casa y
el cuidado de la prole y los demás parientes que de nosotros puedan depender y
que ella trabajará fuera de casa y traerá los ingresos de dinero? ¿Qué es lo
obligatorio ahora, a tenor de ese trozo final del art. 68 Código Civil, que los
dos cónyuges trabajen tanto fuera como en casa o que, sea como sea, trabajen
los dos en casa? Si yo estoy desempleado, por propia voluntad -incluso con el
visto bueno de mi cónyuge- y mi mujer tiene un muy exigente horario laboral y
un trabajo agotador en su empresa, ¿seguimos considerándola, en razón de ese
precepto, obligada a compartir conmigo “las responsabilidades domésticas y el
cuidado y atención de ascendientes y descendientes”? Reconozco que empieza a
tentarme la idea de hacerme “amo de casa” bajo tales condiciones.
III. 3. ¿Y la responsabilidad civil por
daño extracontractual?
Lo primero que, a lo mejor y
atrevidamente, podríamos mirar es si no cabría exigir responsabilidad
contractual ordinaria, pues parece que del matrimonio no va quedando más
esencia que la de ser un contrato más. En alguna ocasión el Tribunal Supremo ya
ha admitido que la maquinación dolosa de uno de los contrayentes, que hace nulo
el contrato matrimonial, ha de dar lugar a indemnización, también por daño
moral. Así, en la STS de 26 de noviembre de 1985, los hechos eran del siguiente
jaez. Doña Marina y don Ángel habían contraído matrimonio en 1971 y habían
tenido un hijo en 1972. “Después de tres años de normalidad matrimonial surgieron
desavenencias que condujeron a que en 4 de marzo de 1976 la esposa presentase
demanda de separación contra el marido por adulterio y abandono del hogar”. Entonces,
don Ángel presenta “demanda de nulidad ante el Tribunal Eclesiástico el 12 de
junio del mismo año 1976, en cuyo escrito, entre otras cosas, el demandante de
nulidad manifiesta que como antes del matrimonio no había podido tener acceso
carnal con su novia veía en dicha ceremonia la única posibilidad para obtener
de Doña Marina el que ésta aceptase el yacimiento carnal (hecho tercero), que
el contrato matrimonial era para él un medio de vencer la resistencia de Doña
Marina y así lograr su apetencia carnal; una vez decidido a contraer
matrimonio, éste se celebró, pero manifiesta que «mantendría su unión con Doña
Marina mientras que la atracción física que por la misma sentía perdurase, o al
menos mientras que se encontrase a gusto con ella, pero sin considerarse atado
permanentemente». El Tribunal Eclesiástico concede la nulidad del matrimonio por
tal defecto del consentimiento del marido y, seguidamente, doña Marina presenta
demanda por daños materiales y morales.
El Tribunal Supremo inserta la
conducta del marido en el art. 1269 Código Civil[18] Que
el hombre provocara dolosamente, con su reserva mental y su insidia, la nulidad
del contrato matrimonial es razón para que deba indemnizar. Así que tengamos en
cuenta que no es el incumplimiento de
deberes matrimoniales lo que aquí se ventila, sino la provocación deliberada de
la nulidad del matrimonio. Con todo, veamos cómo terminó el asunto, pues
interesa observar qué peculiares consideraciones se le escapan al Tribunal
sobre el valor del matrimonio para la mujer. En efecto, se dice que el marido
“en casos como el ahora contemplado origina sin duda para la parte perjudicada
y engañada un evidente daño moral, como consecuencias de carácter patrimonial
resultantes de la conducta dolosa de la otra parte, y ello sin considerar la unión matrimonial como únicamente determinada por una
perspectiva de ganancias o adquisiciones para
la mujer, en cuanto que para
ésta, a la idea lucrativa o de asistencia material, ha de añadirse el daño no
patrimonial que se origina con la frustración de la esperanza de lograr una
familia legítimamente constituida. De ahí que la
indemnización haya de determinarse en estos casos no sólo atendiendo a
criterios puramente materiales, sino que éstos muchas veces tendrán menos
importancia que los espirituales” (los subrayados son míos, JAGA). Sólo hace
veinticinco años, pero aún se tenía muy en cuenta que la mujer busca en el
matrimonio “ganancias o adquisiciones”, “asistencia” material, aunque no sólo,
y también sufre y debe ser compensada si se frustra su propósito adicional de
“lograr una familia legítimamente constituida”. Esas palabras nos sonarán
antiguas y cargadas de prejuicios, pero no nos vienen mal para preguntarnos si
no será ese mismo entendimiento del matrimonio y lo que con él se busca lo que
un cuarto de siglo más tarde permite mantener todavía la pensión compensatoria
por “desequilibrio económico en relación con la posición del otro”.
El caso
terminó con la ratificación por el TS de la condena del marido a indemnizar a
la esposa frustrada con dos millones de pesetas por los daños materiales y
morales irrogados.
Vayamos a la responsabilidad
extracontractual. Si es posible que el daño que me reporta el incumplimiento
por mi cónyuge de alguno de aquellos deberes de los arts. 67 y 68 dé pie a una
reclamación aceptable en concepto de daño extracontractual -normalmente por daño
moral- y dándose todos los requerimientos de este tipo de responsabilidad,
tendríamos que sí hay al menos este tipo de consecuencia jurídica por
desatender los deberes matrimoniales. Ahora bien, la pregunta aquí es si se
responde precisamente por atentar contra una obligación dimanante del
matrimonio o si se responde por el simple hecho de causarle a alguien un daño,
sin que la relación conyugal quite ni ponga. Concretando más, si el daño y la
consiguiente obligación de indemnizar por él, por concurrir todos los
requisitos al efecto, son independientes y al margen de que sean o no
matrimonio el dañador y el dañado, en nada incidirán las normas matrimoniales
para el establecimiento de esa responsabilidad.
Pues bien, a día de hoy se pude
sostener que los tribunales o bien consideran que la desatención de
“obligaciones” matrimoniales como la de fidelidad no pueden dar lugar a daño
indemnizable, o bien, cuando conceden que hay daño moral y toca compensarlo, no
es tanto por la infidelidad en sí y el “dolor[19]” que
provoca a quien ni la esperaba ni la deseaba, sino por otro tipo de
consideraciones, como que el marido “pierde” unos hijos, a los que quería como
suyos, cuando se entera de que son de otro. Además, para disponer que hay
obligación de indemnizar por este tipo de daños los jueces vienen exigiendo que
el comportamiento causante sea doloso. Eso debe de significar que no es la
infidelidad en sí lo que se “castiga”, sino la pertinacia y regodeo con que el
infiel la practica, o su torpeza o poca consideración al no ocultársela como es
debido al cornudo[20].
¿Qué será lo que detiene a los
jueces a la hora de ordenar reparaciones por daño moral cuando uno de los
cónyuges no se porta con el otro con esa lealtad, generosidad y exquisitez que
dibujan los arts. 67 y 68, y especialmente en los casos de infidelidad alevosa?
Probablemente la conciencia de que con ello se abriría la caja de los truenos y
saldría una intratable avalancha de demandas. O se hace del matrimonio, con sus
requisitos e incluido el mandato de fidelidad, un bien en sí mismo merecedor de
amparo civil y hasta de protección penal, con lo que la responsabilidad civil
cobra tintes de sanción para quien atente contra su esencia, y hasta tocaría
revitalizar la responsabilidad penal por adulterio o, al menos, por abandono de
familia por vida desordenada, como hacía el anterior Código Penal, o, de lo
contrario, asumimos que esos asuntos de quererse, ayudarse, respetarse y mantenerse
fieles son de la estricta competencia de los cónyuges y no materia en la que el
Derecho deba husmear[21].
Mas un cambio no puede pasarnos
desapercibido. Tradicionalmente y hasta hace poco, se estimaba que era
precisamente el carácter propio y peculiar que, como institución con sus
propias reglas, tenía el matrimonio, lo que excluía que se aplicasen los
mecanismos de la responsabilidad civil a los daños entre los cónyuges, y no
digamos al daño moral[22]. En
el matrimonio, y, precisamente, por el bien del matrimonio como tal y el de la
familia, toca aguantar y aguantarse, o pelear y castigarse, incluso, con otras
armas, con herramientas no jurídicas. Hoy es al revés[23]:
precisamente porque del matrimonio ya no queda más sustancia que la
jurídico-formal (y aun de ésta, poco) y porque todos sus perfiles anteriores y
sus funciones se han ido disolviendo, no hay razón especial que justifique que
el Derecho proteja en el matrimonio lo que no ampara en otro tipo de relaciones
humanas, ni motivo para que el Derecho deje de inmiscuirse entre los cónyuges
de la misma manera que lo puede hacer entre amigos, compañeros o amantes sin
compromiso.
Es de interés detenerse en la
evolución del significado jurídico de esos “deberes” conyugales. Antes de la
reforma de 2005, su incumplimiento servía como causa admisible para instar la
separación o el divorcio. Pero desde que la una y el otro ya no requieren culpa
ni más causa que la voluntad de uno o los dos cónyuges, o damos con alguna otra
consecuencia jurídica para tales infracciones o las dejamos en ese curios limbo
al que la doctrina civil envía a las normas que no tienen consecuencia, pero
que no quiere declarar ajurídicas, puesto que están en el Código y todo lo que ahí
figure será de los civilistas: declararlas expresión de obligaciones naturales
o deberes jurídicos de naturaleza meramente moral, lo cual es una sugerente
cuadratura del círculo[24].
A día de hoy, no parece muy
acertado creer que la vulneración del deber de fidelidad conyugal del art. 68 Código
Civil haya empezado a operar, por sí, como detonante de un daño que dé lugar a
indemnización con base en el art. 1902 Código Civil Sí hay ya sentencias que
ordenan la compensación el daño moral de quien ha padecido la infidelidad de su
cónyuge, pero siempre concurren razones adicionales, especialmente la
existencia de hijos de otro que el marido creía suyos. Lo que se manda
indemnizar es ese dolor, el de “perder” un hijo que se tenía por propio, el de
haber descubierto que no lleva nuestra sangre, como pensábamos, sino sangre
ajena, y hasta el haber dedicado tiempo y dinero a su cuidado por creerlo carne
de nuestra carne. Ése daño y no el de que haya yacido con otra persona la
pareja de uno es el que los tribunales están considerando, y más cuando la
mujer procedió con dolo al no asegurarse de que con su amante extramatrimonial
no hubiera descendencia o al contarle al marido perversamente que la que
llegaba era suya[25].
Dio que hablar hace pocos años la
sentencia de la Audiencia Provincial de Valencia (sección 7ª) de 2 de noviembre
de 2004. Un marido descubre que, de los cuatro hijos nacidos durante su
matrimonio, tres eran hijos biológicos de otro hombre, con el que su esposa
mantenía “una relación extraconyugal estable y duradera[26]”. La
Audiencia, acogiéndose a doctrina anterior del Tribunal Supremo, explica que
“el daño moral generado en uno de los cónyuges por la infidelidad del otro no
es susceptible de reclamación económica”, si bien recuerda también, en ese
momento, 2004, que tal infidelidad tiene como “única consecuencia jurídica” “la
ruptura del vínculo conyugal”. Sabemos que ahora ya no hay tampoco esta
consecuencia que, por lo demás, antes tampoco era automática, obviamente. En
cuanto al hecho de que la esposa infiel haya concebido tres hijos con su
amante, se escandalizan los magistrados por “la negligencia de los demandados
en sus relaciones íntimas”, si bien, no estiman “que actuaran de forma dolosa o
intencional, para generar un daño al demandante, al engendrar los tres hijos”.
Ciertamente, habría sido todo un exceso que se hubieran dedicado a hacer hijos
con el propósito principal de fastidiar al marido. Donde sí se admite que hubo
dolo fue en el ocultamiento de la paternidad real, que la esposa y su relación
estable sí conocían. Así que se les condena, al amparo del art. 1902 Código
Civil, a pagar solidariamente cien mil euros como indemnización al esposo, pero
no por la infidelidad, sino “porque a la negligencia propia de engendrar a los
tres hijos (…) hay que sumar el dolo en el ocultamiento de la paternidad
verdadera al actor”. Sobre por qué se condena a la mujer y a su amante a pagar solidariamente
esa indemnización, explica la sentencia que “el dolo en el ocultamiento de la
no-paternidad, puede ser reprochable moralmente, en mayor o medida a la que era
su esposa, pero jurídicamente lo es a los dos por igual”. O sea, que para el
Derecho tan obligado estaba la esposa como el otro señor a contarle la verdad
al consorte que vivía en la inopia, de lo que se deduce, una vez más, que a la
hora de considerar el daño que se indemniza no se está teniendo en cuenta la
infracción de ningún deber conyugal, pues obvio parece que deberes conyugales
no tenía el amante de la señora frente al marido de ésta.
Pero humano es contradecirse y
los magistrados no van a ser menos, por lo que acto seguido declaran que esa
suma indemnizatoria es la adecuada porque “los padecimientos del demandante, no
pueden imputarse sólo al descubrimiento de su no-paternidad sino, en gran
medida, al conocimiento de la infidelidad de su esposa, siendo el
acontecimiento que ahora analizamos el que determina el agravamiento de sus
dolencias anteriores”. O sea, que por la infidelidad no cabe indemnizar, pero
aquí se toma en cuenta a la hora de fijar la suma indemnizatoria; o se toma en
cuenta, quizá, no la infidelidad en sí, sino el que ésta haya sido conocida por
el marido.
Poco a poco, se va ampliando el
alcance del daño y la responsabilidad, si bien, hasta hoy, única y
exclusivamente cuando hay paternidad extraconyugal y nunca por la mera
infidelidad sin descendencia ocultada. La sentencia de la Audiencia Provincial
de Barcelona de 16 de enero de 2007 otorgó una indemnización de quince mil
euros al marido que durante cuatro años tomó por suya a la hija que no lo era.
Con buen criterio afirma esa sentencia que “La culpa o negligencia a la que se
refiere el art. 1902 del Código Civil constituye un concepto más amplio que el
dolo o intención maliciosa[27]”. En
efecto, de dónde habían sacado antes los tribunales, empezando por el Tribunal
Supremo, que sólo cabe responder por esos daños, y a tenor del art. 1902 Código
Civil, cuando hay dolo y no otro tipo de culpa?
Tampoco la desatención de otros
deberes matrimoniales de aquellos que poéticamente estipulan los arts. 67 y 68 Código
Civil se considera apta para engendrar responsabilidad extracontractual por el
daño que se provocan. Así se aprecia en la sentencia de la Audiencia Provincial
de Segovia de 30 de septiembre de 2003, en un caso en el que la mujer
solicitaba del marido una indemnización por no haber cumplido el marido el
deber de socorro y ayuda mutua, a lo que dicha sentencia responde que “aunque
el cese de la convivencia no hubiese sido consentido por la esposa, el supuesto
abandono por el marido del hogar conyugal no está contemplado en el Código
civil como comportamiento que dé lugar a indemnización alguna, sino exclusivamente
su concurrencia es causa para solicitar la separación, el divorcio[28], o
también se considera causa de desheredación. No hay que olvidar que, a pesar de
la proliferación de supuestos en que se considera indemnizable el daño moral
por la jurisprudencia actual, (como la pérdida de agrado, por lesiones físicas
que dejan a una persona impedida para actividades normales y ordinarias de la
vida, perjuicio estético, por deformidades o fealdades físicas ocasionadas a un
individuo, perjuicio de afecto, en virtud del cual se indemniza el daño moral
que experimentan determinadas personas vinculadas a las víctimas de lesiones o
muerte o el daño causado al propietario del objeto dañado o destruido, o bien
el pretium doloris, entendido como dolor físico que causan las lesiones a una
víctima) entre tales supuestos no se encuentran los daños causados por
infidelidades, abandonos o ausencia de lealtad en las relaciones personales,
amistosas o amorosas, pues tales supuestos entran en el terreno de lo
extrajurídico, no debiendo proliferar categorías de daños morales indemnizables
que encarnen intereses que no sean jurídicamente protegibles, y en los que el
derecho no debe jugar papel alguno ni debe entrar a tomar partido. Si bien es
cierto que los deberes de ayuda y socorro mutuos entre ambos cónyuges están
proclamados en los arts. 67 y 68 y son comprensivos no sólo de lo que
materialmente pueda entenderse como alimentación, sino de otros cuidados de
orden ético y afectivo, se trata de deberes incoercibles que no llevan aparejada
sanción económica alguna -con excepción del deber de alimentos, que en este
caso no fue incumplido- sino, como decimos, son contemplados exclusivamente
como causa de separación, divorcio y desheredación” (F. 2º).
Llegados aquí, nuestra tesis es
sencilla y se resume en dos puntos. Primero, no queda razón para que el Código
Civil siga enumerando deberes matrimoniales ligados a un modelo de matrimonio
que el propio sistema actual desmiente o contradice punto por punto; es decir,
ese matrimonio que los cónyuges tienen por institución que a ellos mismos los
rebasa y que expresa un interés que está por encima de los intereses
individuales de cada uno, ese modelo de matrimonio con compromiso de ayuda,
entrega y fidelidad, es una opción que el Derecho permite, cómo no, a quien así
lo quiera, pero que en modo alguno impone o ni siquiera respalda como
preferente. Segundo, esa pérdida de identidad institucional, funcional y
sustancial del matrimonio y su creciente concepción como mero contrato entre
individuos autointeresados antes que nada, echa por tierra toda razón para
aquella tradicional inmunidad del matrimonio frente a las reclamaciones por
daños y abre con toda coherencia la posibilidad de que entre sí los cónyuges se
reclamen por los daños contractuales o extracontractuales, exactamente igual y
con los mismos requisitos con que puedan darse tales reclamaciones en
cualesquiera otras relaciones entre ciudadanos.
Pero nos resta un aspecto por
examinar aún, en lo referido a las consecuencias jurídicas que pueden
desprenderse de la vulneración de alguno de aquellos “deberes” matrimoniales.
Puesto que esa última sentencia aludía al abandono del hogar, veamos ahora, con
brevedad, si existe respaldo penal para aquellos deberes matrimoniales cuya
naturaleza jurídica nos tiene en ascuas.
En ese tema, la evolución sigue
idéntico rumbo y el Derecho penal se retira de la protección de un modelo de
familia basado en una determinada concepción del matrimonio. De 1942 hasta 1995
se penalizaba el abandono de familia, entendido como incumplimiento doloso de
algunos de los deberes convivenciales que definían el matrimonio[29]. El
Código Penal vigente sólo sanciona, respecto de los deberes matrimoniales,
ciertos incumplimientos de obligaciones económicas, en particular, el dejar de
prestar “la asistencia necesaria legalmente establecida para el sustento” del
cónyuge que se halle necesitado (art. 226 C.P.) y el dejar de pagar durante dos
meses consecutivos o cuatro meses no consecutivos “cualquier tipo de prestación
económica” a favor del cónyuge “establecida en convenio judicialmente aprobado
o resolución judicial en los supuestos de separación legal, divorcio,
declaración de nulidad del matrimonio…”.
En cambio, el anterior art. 447, introducido en 1942, castigaba
comportamientos como el abandono malicioso del hogar conyugal, abandono debido
a vida desordenada. Así, todavía en 1981 declaraba el Tribunal Supremo (Sala de
lo Penal, sentencia de 9 de diciembre de 1981), al ratificar la condena del
marido que “se fue a vivir con otra mujer”, que “cuantos requisitos exige el
C.P., se han reunido en el presente caso, esto es un incumplimiento de los
deberes legales inherentes al matrimonio, un abandono malicioso del domicilio
conyugal, sin causa, razón, ni justificación de clase alguna, unido a una
segunda etapa en su conducta que es convivir con una manceba, lo que equivale a
la conducta desordenada del art. 487-2º del C.P., puesto que aquella
convivencia es radicalmente incompatible con el cumplimiento de los deberes
propios del matrimonio, con lo que se han reunido los dos requisitos esenciales
para la consumación del delito: el negativo del incumplimiento de deberes y el
positivo de la conducta desordenada del culpable”.
Tengo un amigo apreciado que hace
unos años dejó –no maliciosamente, sino de modo muy civilizado- la casa en la
que convivía con su mujer y sus dos hijas y se fue a vivir “maritalmente” con
un hombre, con quien ahora ya está casado y con el que comparte un hijo
adoptado. Qué le habría ocurrido en los tribunales hace solamente veintitantos
años y qué buen ejemplo para comprobar la evolución social y jurídica de un
país.
Este tipo de cambios que llevan,
incluso, a la despenalización, provocan en algunos autores fuerte melancolía.
Así, Camino Sanciñena Asurmendi, probablemente soltera, escribe que “La
supresión del delito de abandono de familia en cuanto incumplimiento de los
deberes legales de asistencia inherentes al matrimonio por abandono del
domicilio o por conducta desordenada supone un paso más en la equiparación del
matrimonio a las parejas de hecho, no por la vía de otorgar a las uniones de
hecho los efectos propios del matrimonio, sino por la otra vía de desvirtuar la
institución matrimonial, mediante el debilitamiento del compromiso o del
vínculo conyugal en lo que significa la protección de los deberes inherentes al
matrimonio[30]”.
[1] Artículo 81 Código Civil: Se
decretará judicialmente la separación, cualquiera que sea la forma de
celebración del matrimonio:
1.
A petición de
ambos cónyuges o de uno con el consentimiento del otro, una vez transcurridos
tres meses desde la celebración del matrimonio. A la demanda se acompañará una
propuesta de convenio regulador redactada conforme al artículo 90 de este
Código.
2.
A petición de uno
solo de los cónyuges, una vez transcurridos tres meses desde la celebración del
matrimonio. No será preciso el transcurso de este plazo para la interposición
de la demanda cuando se acredite la existencia de un riesgo para la vida, la
integridad física, la libertad, la integridad moral o libertad e indemnidad
sexual del cónyuge demandante o de los hijos de ambos o de cualquiera de los
miembros del matrimonio.
A
la demanda se acompañará propuesta fundada de las medidas que hayan de regular
los efectos derivados de la separación.
[2] Art.
86 Código Civil: Se decretará judicialmente el divorcio, cualquiera que sea la
forma de celebración del matrimonio, a petición de uno solo de los cónyuges, de
ambos o de uno con el consentimiento del otro, cuando concurran los requisitos
y circunstancias exigidos en el artículo 81.
[3] Art.
89 Código Civil: La disolución del matrimonio por divorcio sólo podrá tener
lugar por sentencia que así lo declare y producirá efectos a partir de su
firmeza. No perjudicará a terceros de buena fe sino a partir de su inscripción
en el Registro Civil.
[4] Y lo
sigue siendo para el matrimonio canónico.
[5]
Seguramente ligada a la búsqueda de seguridad sobre la paternidad de los hijos:
seguridad de que el padre matrimonial sea el padre biológico; y esto, a su vez
y más que nada, para que los títulos y bienes del padre no pasen a quien lleve
la sangre de otro, salvo que sea el propio padre el que consienta que así sea,
por ejemplo mediante la adopción.
[6] No
echemos en saco roto que en nuestro propio país y en pleno siglo XX, bajo el
franquismo, existía el delito de adulterio, pero únicamente para la mujer
casada, no para el marido adúltero.
[7] De
ahí que no quepa sorprenderse tanto de que el número de matrimonios de parejas
homosexuales no sea tan alto como algunos esperaban.
[8] Como
el de empadronamiento en la misma dirección.
[9] Vid.
art. 174 de la Ley General de Seguridad Social (en adelante, LGSS).
[10] A
esto no pretendo objetar.
[11] Sí
es impedimento dirimente del matrimonio canónico, a tenor del canon 1084 del
Código de Derecho Canónico:
1. La impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyugal,
tanto por parte del hombre como de la mujer, ya absoluta ya relativa, hace nulo
el matrimonio por su misma naturaleza.
2. Si el impedimento de impotencia es dudoso, con duda de derecho o de
hecho, no se debe impedir el matrimonio ni, mientras persista la duda,
declararlo nulo.
3. La esterilidad no prohíbe ni dirime el matrimonio, sin perjuicio de
lo que se prescribe en el canon 1098.
En el Código Civil ha
desaparecido la referencia que antes hacía el art. 83.3, según el cual no
podían contraer matrimonio los que adolecieran de impotencia física, absoluta o
relativa, para la procreación, con anterioridad a la celebración del
matrimonio, de una manera patente, perpetua e incurable. La doctrina discute si
el error de uno de los cónyuges sobre esta condición del otro encaja dentro de
la causa de nulidad que el art. 73.4 describe como “[E]rror en la identidad de
la persona del otro contrayente o en aquellas cualidades personales que, por su
entidad, hubieren sido determinantes de la prestación del consentimiento”. Lo
que parece claro es que si dos se casan sabiendo perfectamente de la
impotencia, esterilidad o cualquier otro defecto o incapacidad sexual, el
matrimonio vale y como tal “funciona” para nuestro sistema jurídico. Esta
licencia para que válidamente puedan casarse los impotentes, y no digamos los
transexuales y homosexuales, le parece a José Ramón Polo Sabau: “los síntomas
de la extinción de esa vertiente procreativa admiten poca discusión, siendo la
eliminación del impedimento de impotencia su manifestación más palmaria” (Polo
Sabau, José Ramón, Matrimonio y Constitución
ante la reforma del Derecho de Familia, Cizur Menor -Navarra-, Civitas,
2006, p. 83). Lo malo es que “sin esa dimensión generativa, el matrimonio no
dejaría de ser un pacto entre particulares sin una especial trascendencia al
ámbito de la comunidad política. En poco o nada se diferenciaría el pacto
conyugal de cualquier otra relación interpersonal de base contractual o
asociativa, protegida por el ordenamiento en tanto que manifestación de la
libertad y autonomía individuales, pero no por ello merecedora de un
tratamiento privilegiado o más beneficioso” (ibid.). Y a nosotros nos parece
que así es, sólo que no lo lamentamos, mientras que el referido autor sí opina
que nos aboca al desastre de la pérdida de “garantía del relevo generacional”
(ibid., p. 84), por lo que insiste en mantener el matrimonio, con sus signos
tradicionales, como garantía institucional por imperativo de la Constitución.
Todavía hay quien piensa, al parecer, que sólo cabe la reproducción dentro del
matrimonio y que la gente que no se case no tendrá hijos de ninguna manera.
[12]
Arts. 44 a 48 CC.
[13] En
cambio, el canon 1096 dice un tanto chistosamente, que “Para que pueda haber
consentimiento matrimonial, es necesario que los contrayentes no ignoren al
menos que el matrimonio es un consorcio permanente entre un varón y una mujer,
ordenado a la procreación de la prole mediante una cierta cooperación sexual”.
[14] Es
evidente que estamos hablando del matrimonio civil, pues qué duda cabe de que
la Iglesia sí vincula matrimonio y sexo, y además no sexo de cualquier manera,
sino sexo consumado ortodoxamente. Por eso, además de lo ya expuesto en alguna
nota anterior, el matrimonio rato y no consumado “entre bautizados, o entre
parte bautizada y parte no bautizada, puede ser disuelto con causa justa por el
Romano Pontífice, a petición de ambas partes o de una de ellas, aunque la otra
se oponga” (canon 1142).
[15]
Prescindiendo de que si, por ejemplo, un hombre se casa con un hombre creyendo
que éste no es dado a la práctica heterosexual, sino a la homosexual, y luego
resulta que lo que más le gusta en el mundo es acostarse con damas, puede
haber, quizá, aquel error en las condiciones personales del contrayente que sea
causa de nulidad del consentimiento. Pero lo mismo en cualquier otro caso y en
cualquiera otra de las combinaciones en las que un contrayente pensaba que el
otro era de una manera y luego resultó que era de otra. Por cierto, ¿y si uno
cree que su cónyuge es homo o hétero y luego resulta que es bisexual? Ah, qué
incierto y misterioso es el Derecho.
[16] Sin
ánimo de hacer ironía en materia dada a la political
correctness en estos tiempos de neopuritanismo y estreñimientos
ideológicos, y con propósito serio de que se vea la envergadura auténtica de
los problemas jurídicos, me permito recordar que la admisión del matrimonio
homosexual corta de raíz la posibilidad de exigir cierto tipo de consumación o
de fertilidad, pues sería discriminatorio para los miembros de los matrimonios
heterosexuales. Seguramente por eso la Iglesia católica tendría que cambiar más
de un canon para que el matrimonio homosexual fuera “legal” en su ordenamiento,
o entender que la consumación cabe también por vías analógicas y alternativas,
a las que la tradición canónica, al menos la oficial, no es muy dada.
[17]
Sírvanos una comparación al llegar aquí. Presuponer en quien se casa el afecto
hacia la otra parte es como presuponerle al donante la generosidad para con el
donatario: ni es descriptivamente exacto en todo caso ni es condición para que
el contrato valga. Yo puedo donarle a usted este libro mío para ver si con ello
le soy simpático y lo animo a que usted, a su vez, me regale una finquita de
las muchas que tiene. Decir, entonces, que yo le regalo lo mío por puro
desprendimiento personal (habrá que interpretar de otro modo el término
“liberalidad” del art. 618 Código Civil) es como pretender que contraía nupcias
por afecto aquella pobre mujer que se casaba embarazada y nada más que por
presión social y para, como se decía, “darle un padre” al hijo en camino, odiando
incluso al que va a ser su marido; y no digamos los o las candidatas a casarse
con el/la agraciado/a por el premio más grande de la lotería primitiva:
inmaculado amor a primera vista y afecto sin tacha.
[18] 1269
Código Civil: “Hay dolo cuando, con
palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, es
inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera hecho”.
[19] La
indemnización por daño moral es, a fin de cuentas, pretium doloris, que decían los clásicos, o Schmerzensgeld, que siguen diciendo los alemanes.
[20] Como
comenta Carrasco Perera a propósito de una conocida sentencia de la Audiencia
de Valencia en este tema, “[H]ipócritamente, no se reprocha el adulterio, ni el
engaño, sino la falta de prudencia que llevó a que todo se supiera” (Carrasco
Perera, Ángel, “El precio de la infidelidad”, Actualidad jurídica Aranzadi, nº 666, 2005).
[21] Además
de que, para mayor dificultad, en aras de la no discriminación, ya sea de
burladores casados o de burlados en unión estable, no habría a día de hoy razón
tampoco para no valorar el daño moral del que, sin estar casado, se entera un
día de que su pareja lo alternaba con parte del vecindario.
[22] “En
los daños que se producen en la vida familiar o en las relaciones de
convivencia es muy cuestionable el papel que deben jugar los remedios
indemnizatorios propios del derecho de la responsabilidad civil. A estas dudas
contribuye, en primer lugar, la naturaleza misma de estas relaciones, que
suelen generar vínculos de solidaridad y altruismo contrarios a la formulación
de reclamaciones jurídicas entre las partes afectadas. La experiencia indica
que los daños entre familiares, pese a su frecuencia y variedad, rara vez
llegan a compensarse conforme a derecho. En la práctica sólo se reclama si se dan
circunstancias que permiten hacerlo sin contravenir la regla de moralidad que
habitualmente inhibe la interposición de una acción judicial contra las
personas con quienes se convive o contra parientes muy próximos” (Ferrer i
Riba, Josep, “Relaciones familiares y límites del derecho de daños”, InDret, 4/2001, p. 3).
[23]
“Esta inmunidad, sin embargo, viene en la actualidad a reducirse ante la
tendencia, asociada al individualismo liberal, a realizar los derechos
individuales de las personas en el seno de la familia, a potenciar la autonomía
privada en la configuración de las relaciones conyugales o de pareja
–tradicionalmente muy restringida-, y a facilitar que la persona pueda, en el
marco de dicha autonomía, reevaluar si mantiene o rompe sus compromisos de convivencia
a la vista de sus costes y beneficios individuales” (Ferrer i Riba, Josep, op.
cit., p. 3).
[24] En
la doctrina española reciente, De Verda y Beamonte, por ejemplo, ha escrito que
“El hecho de que los cónyuges no puedan reclamarse el cumplimiento de sus
obligaciones recíprocas por vía judicial no significa que no tengan carácter
jurídico, sino que ello se explica por su naturaleza personalísima, que lleva a
la imposibilidad práctica de su imposición coactiva por parte del Estado, lo
que mermaría la libertad personal y la integridad física y moral de los
esposos” (De Verda y Beamonte, José Ramón, “Responsabilidad civil y divorcio en
el Derecho español: resarcimiento del daño moral derivado del incumplimiento de
los deberes conyugales”, Diario La Ley,
nº 6676, 21 de marzo de 2007). Y uno, más bien lego en teoría civilística, se
pregunta si no son igual de personalísimas las obligaciones de alimentos y
asistencia a los hijos y si tal condición impide que el Estado aplique su
coacción para que se cumplan. Entiéndaseme, nada me horrorizaría más que
imaginar a un guardia vigilando para que el marido o la mujer no le pongan los
cuernos al otro, o a un carcelero encerrándolos por haberlo hecho. Sólo quiero
decir que no es ninguna naturaleza peculiar de esas obligaciones, en tanto que
obligaciones jurídicas, la que determina su no coercibilidad, sino al revés: es
la total ausencia tanto de coercibilidad como de otras consecuencias jurídicas
lo que hace que no estemos ante obligaciones jurídicas. Añadía acto seguido
nuestro autor esto, abundando en su idea: “No se puede pretender aplicar al
matrimonio los esquemas propios del contrato, en concreto el cumplimiento
forzoso en forma específica de las obligaciones; y ello porque el
matrimonio no es un contrato, sino un negocio jurídico de Derecho de familia,
que afecta profundamente a la persona de los cónyuges, en la medida en que les
impone una plena comunidad de vida, material y espiritual, la cual no tiene
parangón posible con ninguna de las relaciones jurídicas nacidas de la
celebración de un contrato” (ibid.). Suena bonito, pero es apabullantemente
irreal. Ése sería el ideal antiguo (de la teoría) del matrimonio y seguirá
siendo el de algunas personas, pero no encaja ni en lo más mínimo con la
situación jurídica y con la visión y la vivencia social actual del matrimonio.
Mas seamos justos con De Verda y Beamonte, pues él si
es de los pocos que defiende que el incumplimiento de los deberes
matrimoniales, como el de fidelidad, pueda dar lugar, al menos, a responsabilidad
con base en el art. 1902 Código Civil Capta, perspicazmente, que o se va por
ese camino o lo jurídico de los arts. 67 y 68 Código Civil se esfuma por
completo: “una vez suprimida la causa de separación basada en el incumplimiento
de los deberes conyugales, parece inevitable hacer entrar en juego el art. 1902
del Código Civil, para asignarles alguna consecuencia, sino no (sic.) se les
quiere privar de trascendencia jurídica y convertirlos en meros imperativos
éticos, lo que no casa con el claro tenor de los arts. 67 y 68 del Código que
–recuerdo- hablan de <> y de <>”
(ibid.). Las preguntas que se me ocurren son dos. Una, si con la que está
cayendo en forma de pensiones compensatorias, liquidaciones de sociedades de
gananciales y de comunidades de bienes, pleitos por alimentos y demás, y si
añadimos que lo de la fidelidad en el matrimonio va en serio y paga el que la
infringe, aún se casarían más de cuatro. La otra, si, dada la asimilación en
curso, habría que aplicar analógicamente esos preceptos a las parejas de hecho,
o al menos para aquellas que se hayan hecho la ilusión de la ayuda mutua y la
fidelidad constante, más que nada para evitar la discriminación o el agravio
comparativo de los casados y para que no sea un factor disuasivo a la hora de
optar por casarse.
[25] En
la STS de 22 de julio de 2007 la no condena de la esposa a indemnizar al marido
se basa en que no hubo dolo en la ocultación de la paternidad real, pues hasta
veinticuatro años después la propia mujer no supo con certeza que el hijo no
era del marido, sino de su amante. Ella qué culpa tenía, al fin y al cabo, si
el hijo lo mismo podía ser del uno que del otro y, ante la duda, consideró que
era del marido que lo alimentaba.
En la
STS de 30 de julio de 2007 si se reconoce dolo, tanto, que la esposa, que sabía
y había ocultado que su marido no era el padre de los hijos que tenía por
suyos, después de la prueba biológica hasta informa en un periódico del engaño
al que había sometido a su cónyuge. Con todo, la sentencia insiste en que “Indudablemente,
el quebrantamiento de los deberes conyugales especificados en los artículos 67
y 68 del Código Civil, son merecedores de un innegable reproche ético-social,
reproche que, tal vez, se acentúe más en aquellos supuestos que afecten al
deber de mutua fidelidad, en los que , asimismo, es indudable que la única
consecuencia jurídica que contempla nuestra legislación sustantiva es la de
estimar su ruptura como una de las causas de separación matrimonial en su
artículo 82 pero sin asignarle , en contra del infractor, efectos económicos,
los que, de ningún modo es posible comprenderlos dentro del caso de pensión
compensatoria que se regula en el artículo 97 e), igualmente, no cabe
comprender su exigibilidad dentro del precepto genérico del artículo 1101, por
más que se estimen como contractuales tales deberes en razón a la propia
naturaleza del matrimonio , pues lo contrario llevaría a estimar que cualquier
causa de alteración de la convivencia matrimonial, obligaría a indemnizar”. Y concluye
que “el daño moral generado en uno de los cónyuges por la infidelidad del otro,
no es susceptible de reparación económica alguna”.
[26] En
esos términos se describe esa relación en la sentencia. No deja de tener su
interés esa noción de pareja estable y duradera que también podríamos llamar
pareja de hecho, si bien con la peculiaridad de que había de por medio
matrimonio no roto de uno de los miembros de tal pareja fáctica y estable.
[27]
Inmediatamente antes dice la sentencia que “Si el embarazo se produjo tras
diecisiete años de matrimonio, durante los cuales no quedó embarazada pese a
los tratamientos y durante la época de la concepción mantuvo relaciones
sexuales con Don. Carlos María , debió haberse planteado la posibilidad de que
el padre de la niña no fuera su marido. La diligencia que debe exigirse a la
demandada, en este supuesto, debe ponerse en relación, como se ha señalado con
anterioridad, con el contexto social actual, que le permite, cuanto menos haber
podido excluir mediante una simple extracción de sangre, la paternidad de la
persona con la que mantenía relaciones sexuales de forma paralela a las
relaciones matrimoniales, persona con la que mantenía una relación personal”.
Parece que algo de negligencia sí hay, sí. Y se añade de inmediato: “Puede
afirmarse que la Sra. María Luisa no tenía la certeza o no sabía que el padre
de la menor no era su marido, pero pudo y debió sospechar que podía ser otro el
padre de la menor, al haber mantenido relaciones sexuales con dos personas al
tiempo de su concepción y debió adoptar las medidas tendentes a su veraz
determinación. La omisión en la adopción de dichas medidas debe calificarse
como un comportamiento o conducta negligente a los efectos de lo dispuesto en
el artículo 1.902 del Código Civil , por lo que de su actuación u omisión se
deriva responsabilidad extracontractual. No resulta cuestionable la
concurrencia del nexo causal entre la conducta negligente de la madre que no
hizo en su día las comprobaciones pertinentes en cuanto a la paternidad y el
resultado producido cual es la extinción de la relación paternofilial”.
[28]
Recordemos que la sentencia es anterior a la reforma de 2005 que suprime la
necesidad de causa o culpa para la separación y el divorcio.
[29]
Decía el art. 487 del anterior Código Penal:
“Será castigado con las
penas de arresto mayor y multa de 20.000 a 100.000 pesetas el que dejare de
cumplir, pudiendo hacerlo, los deberes legales de asistencia inherentes a la
patria potestad, la tutela o el matrimonio, en los casos siguientes:
1º Si abandonare
maliciosamente el domicilio familiar
2º Si el abandono de sus
deberes legales de asistencia tuviere por causa su conducta desordenada.
Cuando el culpable dejare
de prestar la asistencia indispensable para el sustento a sus descendientes
menores o incapaces para el trabajo, o a sus ascendientes o cónyuge que se
hallaren necesitados, a no ser, repecto al último, que estuvieren separados por
culpa del referido cónyuge, será castigado con la pena de arresto mayor en su
grado máximo y multa de 20.000 a 200.000 pesetas.
En todo caso, el Tribunal
podrá acordar la privación del derecho a la patria potestad o de la tutela o
autoridad marital que tuviere el reo.
El delito previsto en este
artículo se perseguirá previa denuncia de la persona agraviada o, en su caso,
del ministerio fiscal. Será de aplicación a este delito lo dispuesto en el
artículo 443 en cuanto a la extinción de la acción penal y de la pena,
presumiéndose el perdón del agraviado por el restablecimiento de la vida
conyugal y cumplimiento de los deberes asistenciales”.
Recordemos, con sorpresa,
que el aludido art. 443 disponía que en los delitos de violación, abusos
deshonestos, estupro y rapto “el perdón expreso o presunto del ofendido, mayor
de dieciocho años, extingue la acción penal o la pena impuesta en ejecución. El
perdón no se presume sino por el matrimonio del ofendido con el ofensor”.
Tampoco es para echar en
saco roto lo que decía el art. 488: “La mujer que, para ocultar su deshonra,
abandonare al hijo recién nacido será castigada con arresto mayor”. “La misma
pena se impondrá a los abuelos maternos que, para ocultar la deshonra de la
madre, realizaren el abandono”.
Para que veamos cómo ha
cambiado el tratamiento jurídico de la familia. Y para que no sintamos excesiva
nostalgia.
[30] Sanciñena
Asurmendi, Camino, “El abandono de hogar y el abandono de familia”, en Perspectivas del derecho de familia en el
siglo XXI: XIII Congreso Internacional de Derecho de Familia, coord. por
Carlos Lasarte Álvarez, Araceli Dorado Vara, María Fernanda Moretón Sanz,
Fátima Yáñez Vivero, 2004.
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