16 febrero, 2014

La realeza británica y sus ritmos. Por Francisco Sosa Wagner



De entre las virtudes que adornan a los británicos se encuentran la paciencia y los ritmos pausados, propios de un país que vive entre calores tibios, fríos neblinosos y brisas de seda húmeda.
                                                                                 
Y, sin embargo, a veces se embarcan en aventuras trepidantes y ponen a sus decisiones la cadencia desbocada del caballo en plena carrera. Es el caso de la sucesión en el trono. Asumido por la real casa que, entre los designios de la divina providencia, no se halla en las próximas décadas la llamada a la morada eterna de la actual reina, que tan solo cuenta con 88 años, ésta ha decidido, con desprendimiento que la engrandece, realzar la figura de su augusto hijo, joven heredero de 65 años. Para ello se han dado ya algunos pasos ciertamente irreversibles.

¿La abdicación de la anciana señora? No, en ningún caso, pues se ignora esta decisión drástica en el prontuario de la casa de Windsor (de soltera, Sajonia-Coburgo-Gotha). Esto queda para otras dinastías reales caracterizadas por improvisar y dejarse llevar por repentes, fuente de postreros arrepentimientos. Pero sí se ha ocupado la augusta dama de emitir señales del cambio que se avecina. De momento al príncipe se le ha visto acompañando a su madre al hipódromo y también en un paseo por Trafalgar Square en plan burguesote y cercano. Se ha sacado la lógica conclusión de que algo -y algo relevante- está en marcha. 

Pero es que, en el atrevimiento real, hay más: parece que las habitaciones que Carlos comparte con su morganática esposa en el palacio de Buckingham se van a acercar a las que ocupan las personas regias. Incluso -se dice-en voz baja- que lo mismo va a ocurrir con los cuartos de baño y que en breve se darán instrucciones a los reales suministradores para que utilicen en ambos la misma marca de champú para el cabello.

Esto último ha alarmado a los guardadores del tarro de las esencias monárquicas quienes han puesto el grito en el cielo -un cielo que de seguir así amenazaría perfiles de sombras fúnebres- denunciando lo apresurado de tales prácticas y preguntándose si no se estará haciendo el caldo gordo de una forma atolondrada a fementidos republicanos que, agazapados, esperan, con los dientes afilados por la codicia, instalar sus plebeyas posaderas en los palacios y castillos de la Casa.

Desde el gabinete real se han ofrecido explicaciones para tranquilizar a los fieles servidores pero éstos, con la mosca detrás de la oreja, se revuelven inquietos y bullen llenándolo todo de embustes.

Con todo, el anuncio más inquietante ha sido el de unificar las oficinas de la reina y el heredero. ¿Ponerles frente a frente como se amontonan los becarios de una cátedra de provincias? No, por cierto. Se trata de ir avanzando con cautela aunque con determinación sostenida: de momento ocuparán estancias distintas pero compartirán la misma pluma y el mismo secante para trabajar en los documentos regios. Detrás vendrán los pos-its y los clips más la grapadora.

Así, sin darse cuenta nadie, llegará un día en que la reina ya no reinará sino en la figura de su hijo y este no recibirá al primer ministro sino en veste de reina. Ambos vivos y ambos desafiantes a las leyes de la biología que, al final de cuentas, nadie puede tomar en serio porque no han sido aprobadas por la Cámara de los Comunes.

Y las luces de ambos quedarán unificadas proyectando para toda la Commonwealth la fuerza resplandeciente de un símbolo único e imperecedero.

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