23 febrero, 2014

Verdad y prueba ilícita en el proceso penal. Algunos enigmas teóricos.



(He estado hace poco en el tribunal de una buena tesis doctoral. Volví en coche a casa y me pasé una parte grande del trayecto dando vueltas a una cuestión teórica que en la tesis se tocaba, la de la relación entre verdad procesal y prueba ilícita. Esto de uno se llama vocación o trastorno. O puede que haya de ambos elementos. 
 El caso es que me he puesto a pensar y escribir y ha salido esto. Sospecho que al final me he liado bastante, pero ahí lo comparto todo, en barbecho, para que algún amigo caritativo me diga si por ahí vamos bien o si es mejor tachar y empezar de nuevo).

                Interesan los supuestos de conflicto entre verdad, por un lado, e ilicitud de la prueba por otro. El ejemplo de siempre es éste: un sujeto es procesado bajo la acusación de haber cometido un delito y las pruebas de que se dispone son todas débiles o bien poco convincentes, tanto una a una como sumadas, pero hay una prueba que es contundente y definitiva, plenamente demostrativa. Mas el problema es que esa única prueba que puede respaldar la convicción de culpabilidad del acusado más allá de toda duda razonable es una prueba ilegalmente obtenida, una prueba ilícita, y que, por tanto, no debe o no debería tomarse en cuenta como prueba incriminatoria. Esto significa que aunque el juez y todo el mundo sepa, en virtud de los resultados conocidos de tal prueba ilícita, que aquel sujeto es culpable, deberá ser absuelto, a falta de otras pruebas convincentes, a no ser que estimemos que la verdad prevalece sobre la licitud de la prueba. Pongamos, además, que la prueba es ilegal porque se obtuvo en violación de un derecho fundamental (el derecho a la intimidad, el derecho al secreto de las comunicaciones, el derecho a no ser torturado…). Lo que entre teóricos del Derecho y algún que otro procesalista se debate es si en estos casos debe primar la verdad o si en consideración al derecho violado debe ceder la verdad y resultar absuelto el que en verdad es culpable.
                La respuesta no debería ser precipitada ni darse pensando solamente en esa tesitura, sino como parte de una teoría general. Y para eso puede resultar útil diferenciar cuatro situaciones. Vamos a examinar los cuatro tipos de casos o combinaciones y se formarán dos pares, como ahora se verá.
                Primera situación.- Mediante una prueba ilícitamente conseguida se consigue que se dé por probada en el proceso la inocencia del que empíricamente es culpable. Pero si empíricamente ese sujeto es culpable, esa prueba necesariamente tiene que ser una prueba falsa, una prueba que lleva a dar por cierto lo contrario a lo que en los hechos ocurrió. Por ejemplo, mediante la declaración falsa de un testigo, declaración obtenida mediante chantaje del grupo delictivo en cuestión, se prueba en el proceso que el acusado no mató a le víctima, pero en verdad sí la mató. Aquí no hay conflicto entre verdad de lo probado e ilicitud de la prueba, ya que la prueba procesal en cuestión adolece de dos vicios que se suman, no de dos cualidades que entran en conflicto; pues, obviamente, además de ser ilícita, la prueba es falsa.
                Pensemos un ejemplo posible de esta primera situación. Hay una banda de delincuentes que sospecha o que por alguna infidencia sabe que la policía está interceptando ilegalmente sus comunicaciones. Esa banda comete un grave delito, pero organiza sus conversaciones telefónicas de esa temporada para dar pistas falsas sobre la autoría ajena de dicho delito, y a partir de dichas conversaciones y de una serie de hábiles maniobras (dejar en ciertos lugares ropa manchada de sangre de la víctima y arma homicida, etc.), logra que el que sea finalmente absuelto el homicida real y que acabe procesado el falsamente incriminado. Sin esa prueba falsa (pero que se cree verdadera) y dado el peso de otras pruebas obrantes, ese acusado culpable habría sido condenado. Pero como el juez ha admitido como prueba válida las grabaciones ilegales de la policía, resultará absuelto.
                Segunda situación.- Pensemos ahora en un caso en el que una prueba ilícitamente obtenida se emplea para producir en el juez la convicción plena de que es culpable un acusado que en verdad y empíricamente, en la realidad objetiva de los hechos, es inocente. Estamos ante lo mismo de antes, no hay conflicto entre verdad de lo probado e ilicitud de la prueba, ya que lo que con esa prueba ilícita se prueba es falso, no verdadero.
                Un ejemplo también aquí. Nos vale el mismo de antes, pero por el otro lado. A partir de aquellas primeras intervenciones telefónicas ilegales, la policía es puesta en la pista (falsa) de la autoría delictiva de un tercero, y llevada por las falsas revelaciones grabadas da con el arma homicida en la casa de ese tercero, etc. Al final ese acusado fácticamente inocente es condenado, cosa que no habría ocurrido si la prueba inicial, ilegal, se hubiera estimado nula por el juez.
                Estas dos primeras situaciones ya nos van a permitir llegar a un primer argumento en el debate de fondo. Pongámonos en el lugar del juez en cualquiera de esas dos situaciones. El juez tiene una prueba P, de la que sabe que es una prueba ilícita (por ejemplo, repito, porque se llegó a ella a través de una escucha ilegal de una conversación telefónica), pero de la que cree que es una prueba verdadera. Si el juez sabe que la prueba es falsa, que está amañada, no tenemos más que discutir, no verá ningún conflicto para privarla de todo valor y las razones para tenerla por no válida son formales (ilicitud) y materiales (falsedad). Pero pensemos en que está tan bien pergeñada la falsedad, que el juez y todos en ese momento piensan que es una prueba plenamente convincente y demostrativa, aunque con ese vicio formal o jurídico de su ilicitud.
                Si ese juez resuelve el conflicto dando prioridad a la verdad sobre la legalidad de la prueba, ¿qué hará? Si se trata de la situación primera de esas dos que hemos visto, absolverá al que materialmente es culpable; si está en la segunda situación, condenará al que materialmente es inocente. Estamos, pues, ante lo que me parece una razón para preferir que la verdad (la convicción judicial de la verdad) ceda ante la ilicitud de la prueba. Nos molesta o nos resulta contraintuitivo, nos parece injusto que (en la situación estándar de este problema, ya aludida) un culpable resulte absuelto porque la verdad pierda ante la ilegalidad de la prueba, pero ése es un riesgo que se ve compensado con esto que acabamos de observar: la prioridad de la licitud puede algunas otras veces evitar que un inocente sea condenado y hasta que un culpable sea absuelto.
                Repasemos un detalle de esas dos situaciones. En ambas las pruebas son falsas, pero plenamente convincentes. Téngase en cuenta que los hechos exteriores a nuestra conciencia son lo que son, al margen de nuestras creencias sobre ellos. La prueba procesal, con sus peculiaridades tantas veces subrayadas por la doctrina, busca producir en el juez una convicción razonable y fiable en el grado requerido en cada tipo del proceso o rama del Derecho, mas ello no impide que haya ocasiones en que la convicción razonable derivada de las pruebas disponibles es tan sólida y fundada como falsa. Por eso siempre habrá inocentes condenados, aun en el sistema jurídico-penal más honesto y garantista, y culpables absueltos y no sólo por el juego de la presunción de inocencia y de la invalidez de ciertas pruebas por causa de su ilicitud.
                Sólo en un plano puramente teórico podemos con propiedad hablar de conflicto entre verdad empírica e ilicitud de la prueba penal. Si somos más realistas y atentos a la auténtica dinámica de la práctica procesal, el conflicto siempre será entre el alto o pleno valor demostrativo que a una prueba razonablemente se atribuye y la ilicitud de dicha prueba, conflicto especialmente agudo cuando no existen otras pruebas incriminatorias lo bastante convincentes. Repito, el conflicto no ocurre propiamente entre verdad empírica y licitud de la prueba (o derechos subyacentes a la exigencia de licitud de la prueba), sino entre creencia racional en la verdad de la prueba y su licitud. De ahí que en la realidad puedan darse las dos situaciones referidas, situaciones en las que la prueba es falsa pero la creencia del juez en su verdad es muy firme y perfectamente razonable.
                Tercera situación.- Pongamos que un sujeto S es acusado de haber realizado el hecho H, que encaja con plena claridad en un tipo penal. Si S ha hecho H, S ha cometido ese delito D. S es procesado penalmente como autor del delito D, y su suerte final dependerá de que su autoría de H resulte o no probada con el nivel de certeza que la prueba penal exige, el nivel de certeza plena o más allá de toda duda razonable. Añadamos ahora que empíricamente S sí realizó H, al margen de que en el proceso haya o no posibilidad de probarlo del modo requerido. Sabemos de sobra que una cosa es, por ejemplo, que efectiva y materialmente A haya matado a B golpeándolo con un martillo en la cabeza y otra cosa es que se pueda probar conforme a Derecho y en el correspondiente proceso ese homicidio de A sobre B.
                Pues bien, siendo verdad que S hizo H, ahora pensemos que la única prueba convincente de la que el juez o tribunal dispone al respecto es una prueba ilícita. Esa prueba es totalmente demostrativa, plena y racionalmente convincente, pero todas las otras pruebas que en el proceso se han podido aportar son muy endebles.
                En esa tesitura, si por razón de su ilicitud privamos de valor a esa prueba, tendrá que ser absuelto el culpable.
                Cuarta situación.- A S se le acusa de haber perpetrado el hecho delictivo H y se traen al proceso una serie de pruebas que avalan como muy razonable y convincente esa acusación. Sin embargo, en el mundo de los hechos es falso que S ejecutara H, y se dispone de una prueba extraordinariamente demostrativa de eso, de que no es verdad que S hiciera H, mas con el problema de que se trata de una prueba ilegalmente obtenida. Si el juez prescinde de tomar en consideración esa prueba ilícita que acredita más allá de toda duda razonable la inocencia de S, ¿tendrá que condenarlo? En la situación anterior observamos que si la única prueba seriamente inculpatoria es ilícita, el acusado debe ser absuelto, a no ser que hagamos primar (la convicción de) la verdad sobre la legalidad de la prueba. Ahora la situación es paralela, la única prueba clarísimamente exculpatoria es ilícita, mientras que sin ella y con todas las demás pruebas obrantes en autos sería por completo razonable la condena. ¿Qué se debe hacer en tal circunstancia?
                Acerquémonos un poco más con un par de ejemplos. Podemos pensar, como supuesto primero, en un caso en que S, que es inocente y se declara inocente, se ve ante un mar de pruebas incriminatorias resultantes del puro azar (sus facciones y apariencia física general son parecidísimas a las del verdadero delincuente, tiene un coche de la misma marca y modelo que el usado en el delito, sus huellas aparecen en alguno de los objetos con los que el delito se perpetra, tenía muy malas relaciones previas con la víctima, carece de cualquier coartada creíble para aquellas horas, etc., etc.), pero un policía amigo suyo, por su cuenta y riesgo y sin autorización ninguna, coloca escuchas en todos los teléfonos de esa urbanización y graba así una conversación en la que el verdadero culpable se declara tal ante un compinche y da indicaciones segurísimas que demuestran su autoría. Esa prueba se lleva al proceso y es ilegal, o hasta se aporta en un momento procesalmente inadecuado. ¿Mantenemos aquí también la prioridad de la licitud sobre la verdad (creída)?
                Otro ejemplo. Hay un acusado contra el que no sólo se ofrecen pruebas que en su conjunto parecen dar razón suficiente de su culpabilidad, sino que además se ha autoinculpado. Pero en verdad él no ha hecho aquello que se le imputa. Se autoinculpa porque le pagan para ello o porque han amenazado a su familia si no lo hace así. Alguien consigue una prueba de la falsedad de todo el montaje acusatorio, pero esa prueba decisiva y única en tal sentido es una prueba claramente ilegal. Por ejemplo, toda esa prueba de descargo arranca de la tortura por la policía  de un sospechoso, que acaba así confesando la verdadera autoría y dando elementos sobrados para comprobarla. Ahora no preguntamos si a ese que fue torturado y que es el autor real se le podrá condenar, sino si se podrá absolver al falsamente imputado al que todas las pruebas lícitas claramente condenan y a quien nada más que esa prueba ilícita exonera.
                El partidario de la prioridad de la verdad sobre la licitud de las pruebas en el proceso penal tendrá problemas para justificar que en la situación tercera se condene a S con base solamente en una prueba tan fiable como ilegal. ¿Por qué tendrá esos problemas? Porque estará poniendo una grave excepción a la protección de ciertos derechos fundamentales (derecho a la intimidad, derecho a secreto de las comunicaciones, derecho a la integridad física, derecho a la defensa procesal, etc., etc.), excepción que contiene una invitación a vulnerarlos cuando dicha vulneración pueda valer de prueba de cargo en un caso penal. Por el contrario, si en ningún caso va a servir para culpar a alguien una conversación telefónica suya ilegalmente grabada, habrá menos estímulos para que nuestras conversaciones, las de todos, las de cualquiera, sean ilícitamente interceptadas.
                Quien, por el contario, en los procesos penales, propugne la prevalencia de la licitud de la prueba sobre la verdad se hallará con dificultades para justificar que en la cuarta situación S sea condenado a pesar de la prueba ilegal que muestra a las claras que es inocente. Esto es, los jueces o el jurado sabrían que S es inocente, pero supuestamente no podrían usar la correspondiente prueba para fundar su decisión absolutoria. Estarían convencidos de que están condenando a un inocente.
                En una situación como la cuarta es imaginable que el juez no se vea ante el dilema en cuestión porque previamente, y a la vista de los hechos, se haya retirado la acusación. Pero cabe imaginar un supuesto en que no sea así, bien porque la acusación particular la mantenga, bien por empecinamiento del acusador público. O puede que también porque la propia condición de legal o ilegal de la prueba de marras esté puesta en debate en el proceso y sólo al final del mismo se determine su ilegalidad (por ejemplo, se puede estar debatiendo si el trato que se le aplicó por la policía al que confesó era tortura o no lo era).
                No se me ocurre quién podría mantener que, en esta cuarta situación, S debería ser condenado. ¿Por qué? Porque aunque sea por vía ilícita, sabemos que S es inocente, que no es verdad que sea el autor de los hechos de los que ha sido acusado. Nada repugna tanto como la condena de un inocente, y si lo sacrificáramos en el altar de las formalidades legales tendríamos una potente razón contra el apego a la legalidad. Pero la consideración de la inocencia y la prevención ante el riesgo de que el inocente sea condenado no es estrictamente homenaje a la verdad como faro y guía del proceso, sino rechazo moral o hasta emotivo a que alguien sea castigado por lo que no hizo. Si de la prioridad de la verdad en el proceso se tratara, no debería ser absuelto S en la situación tercera, cuando materialmente es culpable pero es ilícita la prueba que así lo acredita.
                Nos repugna que por razones jurídico-formales, de legalidad o ilegalidad de la prueba, pudiera tener condena un inocente, pero no rechazamos así el que por razones del mismo tipo pueda ser absuelto un culpable. Si la preferencia incondicionada estuviera en la verdad, ese culpable (el de la situación tercera) tendría que ser condenado, y si la prioridad fuera para la licitud de la prueba y los derechos asociados (del propio acusado, o de terceros) debería condenarse al inocente de la situación cuatro, dado que si hacemos abstracción de los resultados que aporta la prueba ilícita, si razonamos como si dicha prueba en modo alguno existiera y no nos fuera, por tanto, conocida, estamos de acuerdo en que de resultas de la credibilidad de las otras pruebas procesalmente obrantes, lo razonable del todo sería condenar, pues no sabríamos lo que gracias a la prueba ilícita sabemos: que esas pruebas lícitas que avalan la condena son pruebas falsas.
                ¿Es viable la elaboración de una doctrina congruente que dé cuenta de la que seguramente es la solución que la mayoría damos para estas cuatro situaciones que he presentado?
                Para empezar, debemos tomar nota del problema de la falibilidad del juicio de los tribunales. Aquí, en la teoría y en los ejemplos teóricos, hemos estado jugando con un dato que en el proceso falta, pues hemos ido poniendo de relieve en cada supuesto lo que empíricamente era verdad, al margen de los problemas para probarlo como verdadero. Pero sobre los hechos enjuiciados, cuando son objeto de debate en el proceso y hay debate sobre su acaecimiento y pormenores, el juez no tiene conocimiento seguro y cierto, sino creencia. Las pruebas de que el juez dispone y la valoración que hace de ellas, sobre una base epistémica sana y suficiente, dan su grado de certeza o convicción a esa creencia. Pero hasta la creencia que subjetivamente ese juez estime más sólida y mejor avalada por las pruebas y que un observador imparcial consideraría más racional y mejor justificada puede ser una creencia falsa, ya sea por obra del azar (ese uno por millón de ocasiones en las que falla una prueba científica segurísima) ya por una muy hábil manipulación (ese crimen perfecto en el que todo cuadra para dar coartada al culpable o hacer que pase por culpable el inocente).
                Son los riesgos del error los que tomamos en cuenta al establecer nuestra preferencia cuando juzgamos de situaciones como las cuatro descritas. La posibilidad de error está en las situaciones primera y segunda de las que se han descrito, cuando la prueba tenía estos dos caracteres: era falsa (ya que absolvía al culpable, en el primer caso, e incriminaba al inocente, en el segundo) y era muy altamente convincente, de modo que daba al juez una certeza (errónea) más allá de cualquier duda razonable. En ambos casos, es la toma en consideración de la ilicitud de la prueba lo que salva del error: del error de absolver al culpable, en un caso, y del error de condenar al inocente, en el otro.
                Pero arribamos ahora a un aspecto esencial. Si prescindimos de la distinción, puramente teórica, entre verdad empírica objetiva de los hechos y grado de certeza que al juez le aportan las pruebas sobre los hechos, resultará que, en términos de racionalidad de la decisión judicial en cuanto decisión de un sujeto epistémicamente fundada en los datos de que válidamente dispone, las situaciones posibles de concurrencia dirimente de prueba ilícita no son más que dos: una en la que la prueba ilícita es la sola prueba que funda la creencia racional en la culpabilidad del acusado, pese a que ninguna prueba lícita respalda suficientemente la convicción de esa culpabilidad, y otra en la que la prueba ilícita es la única prueba que justifica la creencia racional en la inocencia del acusado, pese a que todas las pruebas lícitas respaldan suficientemente la convicción de su culpabilidad. En este segundo caso, prescindir en la sentencia de la creencia basada en la prueba ilícita equivale a que el juez condena estando en su fuero interno convencido de que el condenado es inocente. Es obvio que un juez no puede dejar de saber lo que sabe, aunque se le mande decidir como si no lo supiera.
                En cambio, en el primer caso, dejar de lado en la sentencia la creencia sustentada en la prueba ilícita supone que el juez absuelve estando en su fuero interno convencido de que el absuelto es culpable.
                Ambos jueces pueden estar equivocándose, aunque su razonamiento sea plenamente racional. ¿Equivocándose en qué sentido? En el siguiente. El juez que, por causa de la prueba ilícita que desecha, cree que está absolviendo a un culpable, puede en realidad estar absolviendo a un inocente; y el juez que cree, en razón de la prueba ilícita que desecha, que está condenando a un inocente, puede en realidad estar condenando a un culpable.
                Que el juez yerre al absolver al que erradamente (aunque racionalmente) cree culpable no nos molesta, sino que nos alegra. En cambio que el juez yerre al condenar al que erróneamente (aunque racionalmente) cree que es inocente no nos molestará, ya que en verdad está castigando al culpable.
                Por tanto, el dar preferencia a la licitud de la prueba solamente tendrá efectos que nos resulten rechazables en un caso: cuando se corresponda con la verdad la creencia del juez de que, por consideración a la ilicitud dela prueba, está absolviendo a un culpable. Mas toda la creencia, del juez o nuestra, puede ser errónea, aunque nos parezca muy sólidamente fundada. Sin en este caso lo es, se estará en verdad absolviendo a un inocente al que se creía culpable. Esa ya es una pequeña compensación de la desazón que nos causa el pensar en la absolución del que pensamos culpable.
                ¿Y en el caso de la absolución del que con buen fundamento epistémico, pero derivado de prueba ilícita, creemos inocente y al que las pruebas lícitas, sin embargo, incriminan? Si realmente es inocente, nos alegraríamos enormemente. Y si la creencia en su inocencia, apoyada en esa prueba ilícita y que estimamos epistémicamente muy firme, es errónea, se habrá absuelto a un culpable. Pero aquí la correspondencia con lo que hace un momento vimos es bien precisa: este riesgo de absolver a un culpable se compensa con aquel otro de condenar a un inocente si no anulamos la prueba ilícita que  nos parece evidentemente incriminatoria.
                En resumen, me parece que la disyuntiva entre preferencia de la verdad o preferencia de las consideraciones sobre la licitud de la prueba de esa vedad, en homenaje a los derechos básicos así protegidos (sean derechos del acusado o de terceros) es una falsa disyuntiva. No se trata de elegir entre una u otra de esas alternativas, sino de valorar cuál riesgo con carácter general queremos aminorar, si el de que inocentes sufran condenas o el de la absolución de culpables.
                Si nos empecinamos en ver aquella contraposición entre verdad y derechos como central y capital y en buscarle una solución unívoca, por tanto, nos veremos ante dos graves inconvenientes. Si optamos por la prioridad de la licitud de la prueba (y de los derechos así protegidos, teniendo en cuenta que pueden ser también derechos de terceros), en la situación cuatro de las que hemos repasado estaremos compelidos a pedir que se condene al que racionalmente creemos inocente (creencia que no tiene más sustento que el que da la prueba ilícita, pero sustento que es bien fuerte). Si preferimos la prevalencia de la verdad, en la situación tres habremos de asumir que se condene al que sabemos culpable (basándonos en una prueba ilícita bien demostrativa), pero teniendo esa condena una base exclusivamente proveniente de la violación de algún derecho fundamental, lo cual relativiza gravemente la vinculatoriedad de los derechos fundamentales y nuestra posición como titulares de los mismos.

                Así pues, ni protección de la verdad como objeto poco menos que trascendente del proceso penal, ni protección de los derechos por ser derechos, a modo de fetiche jurídico. De lo que se trata es de minimizar el riesgo de que ocurra lo que moralmente más repugna a cualquier persona de bien: que un inocente pague castigo penal por lo que no hizo. Para ello, en un tipo de casos tendremos que arriesgarnos a que el fallo de la sentencia no case con la verdad y en otro tipo de casos tendremos que asumir que la verdad impere sobre los derechos amparados por la regulación que hace lícitas las pruebas.               

8 comentarios:

  1. Completamente de acuerdo: en el planteamiento y en la conclusión. De lo que se trata, en efecto, es de "poderar" (perdón por la palabrita: de decidir, a partir de una valoración) a qué se da más importancia en cada supuesto. El debate no puede ser, pues, abstracto, sino caso por caso. Y ello, porque sólo caso por caso se puede decidir cuál es la solución moralmente más correcta: si dar preferencia a la verdad "material", o bien a la protección de los derechos.

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  2. En mi comentario anterior me concentré en la cuestión moral (que, al cabo, es la decisiva). Pensándolo más tarde, me doy cuenta de que la necesidad, desde el punto de vista moral, de ofrecer una solución diferenciada a los supuestos de prueba ilícita se corresponde también con una asimetría desde el punto de vista teórico-jurídico: entre los casos en los que prueba ilícita afecta a un derecho fundamental (del acusado) y aquellos otros en los que afecta a la -mera- pretensión del Estado (de hacer justicia, de ejercer su potestad punitiva). Mientras que en el primer caso ha de predominar el derecho sobre la prueba de la verdad material (porque, claro está, el derecho fundamental del acusado encarna un valor moral importante), en cambio, en el segundo supuesto, es posible que haya que dar preferencia a la verdad. Aunque según y cómo.

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  3. Bueno, en referencia al primer supuesto, y hasta donde yo sé, el derecho penal no produce sentencias de la inocencia del acusado, sino de la no posibilidad de demostración de la culpabilidad del mismo, que es cosa bien distinta.

    La verdad, en el proceso penal, es una mera expectativa que se va conformando durante el proceso. Si la prueba se ha obtenido por medios ilícitos, y se ha de tener por no puesta, practicada, no puede producir ningún efecto en este sentido...decir otra cosa es desconocer la esencia misma del proceso penal (o una falta de formación de Derecho procesal que hace que se valoren menos las cuestiones procesales que las de otro tipo). Ello es debido a que el ilícito de la prueba en su obtención responde a la violación de las garantías del acusado...por eso,admitir esta violación es destruir el propio proceso penal, pues afecta directamente al derecho de defensa del acusado, transformándolo en otra cosa distinta a la que nuestro ordenamiento jurídico dispone.

    Además, la sentencia debe sustentar su motivación en las pruebas de cargo correctamente obtenidas y practicadas, la convicción del juez debe basarse en la prueba admitida (incluso en momentos concretos y con los requisitos formales debidos porque sino estaríamos vulnerando, de nuevo, el derecho de defensa del acusado y, de nuevo, estaríamos ante un proceso inquisitivo pero no ante el que establece el ordenamiento)

    Si el juez tiene un conflicto con ésto...malamente, porque actuará como un justiciero y no como el juez que uno espera que le toque cuando está en un proceso penal.

    Después de la parrafada está claro que no entiendo el dilema planteado. La verdad o falsedad de la prueba será la se que obtenga de su práctica en el momento procesal oportuno y con las formalidades requeridas, todo lo demás es ajeno al proceso. También existen mecanismos para revisar una práctica de prueba realizada de manera deficiente o, con el proceso acabado, una ex novo que pudiera cambiar el resultado de la sentencia emitida.

    Y si estos mecanismos existen, es porque lo primordial del proceso penal son las garantías del procesado.

    Para finalizar, un apunte: culpable se es cuando así lo dicta la sentencia. Presuponer otra cosa distinta (sabemos que es culpable pero se le absuelve...) es una pirueta mental (por otro lado de las que aquí nos gustan, que mira que nos enredamos a veces con cada cosa jejeje)

    Besos y abrazos.

    La cuarta situación se arregla mejor procediendo contra los que chantajean al inocente y trayéndolo al proceso por acumulación ya que parece un caso claro de conexidad...salvo mejor opinión, claro.

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  4. Dr. Garcia-Amado

    Muy buenas, yo hice un articulo parecido al respeto y pude concluir lo siguiente:

    (Puede revisarlo en: http://derechopublicomd.blogspot.com/2013/02/la-flexibilizacion-de-la-prueba-ilegal.html)

    A efecto de las grandes problemas que existen en nuestro país, por el haber adoptado un sistema acusatorio (no puro) puertorriqueño derivado del americano, que en cierto caso trae falencias como cualquier sistema procesal hoy en día, siempre he sido crítico y como van las cosas lo seguiré siendo sobre el aspecto de los operadores jurídicos más que en las parte material y adjetiva de los sistemas penales, los sujetos a quienes están dirigido la normas para aplicarla no son capaces de desarrollar una dogmatica sistemática a la hora de presentarse un caso como lo es el de PROHIBICIONES PROBATORIAS en su defecto pruebas ilícitas e ilegales, dejan a un lado un factor importante como lo es la ponderación (proporcionalidad en sentido estricto) y se dejan llevar por mero factores repetitivos o más bien mecanicistas que se elaboran en los mismos juzgados (copy and paste), la base se encuentra en la poca preparación a la hora de aplicar una ponderación frente a un caso concreto, por cierto esa es mi primera crítica.


    Después de haber sobrepasado la anterior crisis y esperar que algún día todos estemos preparados para realizar juicios ponderativos en casos reales, podremos hablar de DOGMATICA EN LAS PROHIBICIONES PROBATORIAS, de allí que se mira la gran discrecionalidad del juzgador y se deje un lado el tanto formalismo (riguroso) que tanto nos aqueja en nuestro sistema procesal penal, que por tener este chanchullo problema nos hemos percatado de no afrontar a una verdad material sino meramente formal y llegar a la impunidad en muchos casos injustamente, por valorar pruebas mal valoradas o excluir pruebas mal excluidas.


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  5. La utilización de métodos como la ponderación en caso por caso, el estudio riguroso del derecho, menos el formalismo que tanto nos acompleja podemos superar esa barrera infranqueable que nos detiene para obtener una verdad material en persecución de la justicia, que es una de los valores fundante de toda sociedad.


    Ahora frente a la valoración o apreciación de la prueba debemos ser flexibles a la hora de tomarla, si supuestamente la función disuasoria es la que se busca y va dirigida a los organismos del estado para evitar que sigan tomando pruebas ilegales, para eso existe un control disciplinario para aplicar y en caso que se vulneren el derecho a la dignidad humana a su extremo para eso existe el control represivo penal, a duras penas La doctrina en general rechaza el efecto extensivo cuando los medios de prueba que hubiesen podido ser obtenidos (incluso legalmente) se sustraen a la prohibición probatoria


    Estoy de acuerdo que existen verdaderos límites de las prohibiciones probatorios pero no pueden ser todas, se deben flexibilizar así lo expresa KLAUS VOLK las prohibiciones de prueba son una cuestión molesta y obstaculizan la búsqueda de la verdad, por lo que muchas prohibiciones nacen de la misma esquizofrenia del derecho. (Volk 2005 pág., 216)


    Estamos de acuerdo que con el único derecho que puede existir limites es frente al derecho de la dignidad humana, a pesar que muchos autores lo relativizan y lo gradúan debe ser tomado cuidadosamente bien como expresa JÜRGEN WOLTER existe un margen de fluctuación, todo en torno al principio de proporcionalidad conforme a la averiguación de la verdad. (Wolter 2005 pág., 237)


    Así este mismo autor expone que la categoría de la contrariedad extrema a la dignidad humana es de carácter preventivo-policial así para peligros de salud o frente terceros (toma de rehenes), se puede pasar por alto la garantía de la dignidad humana del afectado, por motivos de seguridad pública y defensa frente a peligros graves, conforme al principio de proporcionalidad está disponible.


    Todo esto depende de la capacidad de delimitar el concepto de DIGNIDAD HUMANA, sistemática y dogmáticamente, en su alcance, donde se determine la frontera de lo no ponderable, por lo que podría existir el peligro que los enunciados dogmaticos se confundan con las exigencias jurídicos-políticas personales, esto solo se puede combatir A TRAVES DE UN CONCEPTO DE DIGNIDAD HUMANA TENAZMENTE CONSTREÑIDO. (Wolter 2005 pág., 253)

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  6. Mario, su exposición me plantea una duda. Desde el desconocimiento de su ordenamiento, me pregunto qué cosa es esa de "la verdad material". Si es una verdad anterior al proceso ¿cómo se asegura? ¿de dónde surge? si no es de la correcta práctica de la prueba ¿cual es su origen? ¿puede haber consenso respecto a ella o hay que admitirla como un dogma de fe? ¿cómo se puede debatir si no se aporta al proceso?

    Por otro lado, tanto usted como el profesor parecen despreciar los rigores formalistas, entendiéndolos como caprichosos o ignorando su fundamento, así que les lanzo una última reflexión: ¿creen importante el derecho de defensa, o lo consideran un molesto obstáculo para el lucimiento de esa verdad material?

    Otro día, si les parece, hablamos de los principios constitucionales y su juego dentro del proceso penal (en el OJ español, en otros no tengo ni idea) El final del proceso, y de hecho su objeto, es una sentencia que va a necesitar motivación, congruencia, etc...si la convicción del operador jurídico no se sustenta en la prueba (correctamente obtenida y practicada) será papel mojado (y yo que me alegro) no sé cual es el sentido, entonces, de defender esa extraña idea de una verdad ajena al proceso, en Derecho, claro, como no sea la de criticar el propio proceso.

    Un saludo.

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  7. Sigo su blog (intermitentemente)desde hace un tiempo. Mi pregunta viene un poco a colación de este post:
    Segun la legislación actual en España, ¿Puedo grabar en audio una clase en la que yo soy alumno?
    Mi interes principal es grabar una serie de aseveraciones de caracter político que suele hacer el profesor, y, si procede, presentarlas como prueba para quejarme de su actitud. Ni el profesor ni el resto de alumnos serían conscientes de ser grabados en audio. La grabación se realizaría en un aula de clase de un centro público. Todos los alumnos somos mayores de edad. Obviamente yo siempre estaría presente como alumno. La grabación se realizaría unicamente en audio. ¿Valdría como prueba? gracias y un saludo

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  8. Denso pero muy interesante post.

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