Cada vez es más frecuente ver a quienes se sientan a
una mesa en un restaurante comer sin prestar la más mínima atención a la comida
y, sin embargo, tener la mirada fija en el móvil o en la tableta a los que
están interrogando como si estos utensilios fueran una de esas calaveras de
prestigio que han tenido siempre la misión de informar sobre el más allá y
sobre la fugacidad de la vida.
En una ciudad francesa pude observar hace poco, y
durante un largo rato, a una pareja que celebraba algún acontecimiento
relevante de sus vidas pues habían pedido un buen vino y los manjares más caros
de la carta. Aquél hombre y aquella mujer no se dirigieron la palabra ni una
sola vez el tiempo que estuve cerca de ellos, afanados como andaban mandando
mensajes, tuits y otras zarandajas.
En algún momento incluso uno de ellos sostuvo una conversación con algún ser
lejano en la que le daba noticia de dónde estaban y de lo bien que lo estaban
pasando. Como andaban por los sesenta años, me preguntaba qué habrían hecho
estos dos sujetos durante toda su vida cuando se reunían a almorzar y no
disponían aún de la cuenta de twitter.
Sin duda, en aquella época, tecnológicamente lastimosa, se veían obligados a la
amarga experiencia de contarse algo usando la palabra, jugando con los verbos,
los adverbios, algún adjetivo furtivo ...
Al parecer, en Nueva York, en una de las zonas más
en alza de Brooklyn, se ha abierto un restaurante donde no está permitido
hablar pero tampoco usar el móvil. La consigna es “comer y callar” como si del
refectorio de un convento cartujo se tratara. Los camareros también observan la
misma conducta taciturna de los clientes aunque se les permite como suprema
licencia la de sonreír. A nadie se le puede preguntar nada porque te dan la
callada por respuesta.
Quizás es innecesario añadir que la carta de ese
establecimiento no ofrece más que productos ecológicos y escorbúticos y no se
puede servir vino. No falta más que establecer un severo catálogo de
infracciones y de sanciones para algún cliente vivalavirgen que se atreva a
romper las reglas del silencio.
¿Cómo se pueden aceptar tales excentricidades? Las
personas sensatas siempre hemos creído que los restaurantes, las casas de comidas
y los figones eran simples excusas para ejercitarse en la conversación, el
galanteo, el cuchicheo, el secreteo y el noble deporte de poner a caldo al
amigo. La comida ha sido un acompañamiento óptimo para estos deportes sociales
pues ¿alguien concibe una comida en un lugar público sin aprovecharla para
despellejar a conciencia al prójimo? En la taberna se ha trasegado vino desde
el siglo de oro pero sobe todo se ha restaurado el buen nombre de la
murmuración.
Y lo mismo ocurría en los banquetes que se
organizaban a quienes ganaban la flor natural en un certamen. A ellos se iba
para desollar al de la flor y para menoscabar el crédito de los oradores.
Es decir que ir a comer y no poder hablar es
renunciar a bienes tan preciados como la charla, la cháchara, el palique y el
parloteo irreverente. De aquí a convertir la vida en un paraje angosto y
nuestra existencia en una tabarra insoportable no hay más que un paso. ¿Hay
alguien que se anime a probar semejante calamidad?
Hay una película noruega que habla un poco de todo esto. Se titula "El inadaptado" y la dirige un tal Jens Lien, con muchísimo talento. Es una tragicomedia muy kafkiana, llena de humor negro, divertida y al mismo tiempo triste ¿No iremos directos a una distopía parecida a la que nos muestra la película?
ResponderEliminarOs la recomiendo encarecidamente.
Donad sangre, por favor.
ResponderEliminarUn abrazo.
David.
¡Pero cómo! Si existen soluciones altamente tecnológicas...
ResponderEliminarSalud,