(Publicado hoy, 27 de marzo, en El Mundo)
Se multiplican las voces en defensa de una
reforma de la Constitución española: a veces son periodistas especializados;
otras, profesores universitarios quienes están explicando sus razones. Incluso
el propio presidente del Gobierno no parece descartarla si atendemos a lo que
ha declarado en el Congreso con motivo del último Debate sobre el estado de la
Nación.
Estamos ante una polémica recurrente y poco
original porque circula también por otros países europeos. Desde luego se oye
hablar de ella en Francia, donde hay plumas que abogan por una transformación a
fondo de las instituciones de la V República, y respecto de Alemania debe
decirse que no sólo se discute sino que se actúa, porque las modificaciones de
la Ley Fundamental de Bonn han sido frecuentes: más de 50, casi a una por año,
siendo la última más relevante la que en 2006 afectó al reparto de competencias
entre la Federación y los Länder.
En España, la Constitución de 1978 se ha
reformado tan solo en dos ocasiones: en 1992 para alterar el derecho de
sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales y en 2011 para
incorporar la estabilidad presupuestaria. En ambas se utilizó el sistema
llamado «ordinario», que requiere la aprobación por una mayoría de tres quintas
partes de cada una de las Cámaras. Existe además el «reforzado» del artículo
168, que exige una primera aprobación de dos tercios de cada Cámara y la
disolución inmediata de las Cortes para la constitución de unas nuevas que
procederían al estudio de un texto constitucional. A su vez, éste deberá ser
aprobado por mayoría de dos tercios de cada Cámara y, a continuación, se
someterían todos estos trabajos a la ratificación de un referéndum entre todos
los españoles. La justificación de tan complejo procedimiento se halla en la
amplitud del objeto de estas reformas «reforzadas», pues pueden afectar al
Título preliminar (artículos 1 a 9), a la tabla de derechos fundamentales o al
Título II, dedicado a la Corona.
La nuestra es una Constitución que se califica
como rígida, pero las hay más rígidas todavía, la alemana por ejemplo, cuyo
texto, muy manoseado como hemos visto, declara la «eternidad» de la estructura
federal de la República y de los derechos fundamentales (artículo 79.3). Son
estas materias inderogables, imperecederas, cosidas a la imagen del Estado
alemán de manera definitiva e inmutable. Parecidos preceptos, que podríamos
llamar yertos, hallamos en las constituciones francesa (artículo 89) o italiana
(artículo 139).
Junto a las reformas propiamente dichas hay que
situar las mutaciones o cambios constitucionales que dejan intacto el texto
constitucional y que están originadas por hechos que no tienen por qué conducir
a una expresa reforma legal. Paul Laband, primero, y Georg Jellinek después,
fueron los formuladores en Alemania de esta tesis, que distinguía además entre
supuestos específicos de cambio y el cambio global que puede originar una
«paulatina muerte de las Constituciones», lo que se conecta con la conocida ley
sociológica formulada por el segundo relativa al «valor normativo de lo
fáctico».
Se trata de correcciones silenciosas del texto
constitucional que se producen -los juristas alemanes se han seguido ocupando
de ellas en épocas más recientes- sin la alharaca de las discusiones parlamentarias,
por lo que pasan inadvertidas para el público e incluso para los protagonistas
del escenario institucional. Fluyen formando el humus en el que vive y se
desarrolla el sistema político, cuyas intimidades no se pueden conocer sin
comprender este fenómeno. El ejemplo más evidente en España es el de nuestra
incorporación a las instituciones europeas, origen de una serie de nuevos
procedimientos y pautas de conducta que han alterado de forma determinante el
ejercicio de las competencias por las Administraciones sin que ello se haya
reflejado en los artículos de la Constitución.
Lo que está empero en el debate nacional en estos
momentos es de alcance mucho más general y deriva del agotamiento que
visiblemente sufre el sistema político inaugurado en 1978. En efecto, el
deterioro de las instituciones fundamentales que sirven de vertebración al
poder público, así como el desprestigio de los partidos políticos que sirven de
vertebración al sistema democrático, están reclamando una intervención prudente
pero valiente, en cierta manera como la que se practica en las mesas de los
quirófanos. Hemos visto cómo podría hacerse pues no falta el utillaje adecuado
para ello.
Ahora bien, a la vista de la realidad social
española ¿es posible meter el bisturí con éxito? Mi respuesta es claramente
negativa y ello por una razón: carecemos de los elementos de concordia
necesarios para una aventura de esta magnitud.
Apoyados en conceptos clásicos, recordemos que el
acto constituyente nace de la unidad política, que es anterior al ejercicio del
poder constituyente mismo, porque siempre hay una voluntad que es previa a toda
labor constitucional y a cualquier producción normativa. Sólo cuando el pueblo
se transforma en unidad política (que sería la idea de nación de los revolucionarios
franceses) es cuando puede nacer la voluntad constituyente y, con ella, la
imprescindible energía ordenadora y transformadora.
Si esto es así, una comunidad que busca un texto
constitucional es una comunidad que ha de hallarse integrada. Sin «integración»
-enseñó hace años en Alemania Rudolf Smend- no hay Estado, siendo la
Constitución el resultado formalizado de esa comunidad vertebrada. El Estado
existe cuando hay un grupo relacionado que se siente como tal, que recrea y
actualiza los elementos de que se nutre y que es capaz de participar en la vida
y en las decisiones de la colectividad. En este sentido, podemos afirmar que
las sociedades mercantiles se caracterizan por estar protegidas frente a sus
posibles rupturas internas por la fuerza del derecho circundante representado
por los jueces o por las autoridades administrativas. Para el Estado, por el
contrario, no hay una garantía externa, como basado que está en la aquiescencia
libre y siempre renovada de sus miembros. Esa aquiescencia democrática es el
fundamento de ese artilugio que llamamos Estado, su sustancia, el espíritu que
lo anima, que determina su existencia y que lo justifica. Por su parte, la
Constitución, ordenación jurídica del Estado, no es sino el receptáculo que
recoge los latidos de esa comunidad que hace a un pueblo sentirse Estado.
Por eso se trata de una realidad que fluye y de
ahí que la legitimidad de la Constitución sea un problema en buena medida de fe
social, de fe en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al
grupo vivir juntos y constituirse en Estado. En este contexto, lo simbólico
juega un papel nada despreciable y, por ello, encontrar la forma de Estado más
apropiada no es el producto tan sólo de una reflexión jurídica sino de un
sentimiento en parte emotivo.
Esto se ve muy claro en la configuración de los
Estados regionales o federales que han de basarse en un reparto de competencias
bien aparejado, pero que de nada serviría si no existiera una conciencia clara
en sus agentes y protagonistas de pertenecer todos a una misma familia o
linaje. Sin esa conciencia, el edificio se viene abajo.
Pues bien, afirmo que las fracturas sociales y
emotivas que alimentan los nacionalismos separatistas en España conforman el
ejemplo de manual de una Constitución carente de esos elementos de integración
indispensables para hacer posible su vigencia ordenada y fructífera. Mientras
tales nacionalismos, representados por partidos políticos, sigan defendiendo
sus tesis dirigidas a destruir el patrimonio común que supone la existencia de
un Estado que ha de ser indiscutido hogar común, no tiene sentido pensar en la
mera alteración de éste o de aquél artículo de la Constitución. Dicho de otro
modo, mientras no nos pongamos de acuerdo en un credo compartido y libremente
asumido, en un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la
existencia misma de ese Estado, pensar que diseñar la distribución de
competencias en materia de productos farmacéuticos puede servir de algo es
fantasear o, como decían los antiguos, trasoñar.
En estos momentos, además, hay que añadir otro
factor emocional de desintegración que se pone de manifiesto cada vez con más
frecuencia: me refiero al ondear de banderas republicanas en manifestaciones
públicas y al abucheo dirigido a algunas personas Reales motivado por el
descrédito en que han incurrido algunos de sus miembros, indignos de habitar
una Casa Real.
Pienso por todo ello que, a la vista de tales
circunstancias, más nos valdría olvidarnos de empresas homéricas y poner manos
a la obra, con severidad y competencia, de empeños menos ambiciosos. ¿Qué tal,
como verbigracia, una reforma de la ley electoral que contribuyera a igualar el
valor de los votos de los españoles? ¿Qué tal sustraer de las manazas de los
partidos políticos a las instituciones judiciales, a los tribunales de cuentas
y a la larga nómina de organismos reguladores «independientes»?
A lo mejor, meternos en estas reformitas nos
serviría para ejercitarnos en el arte de la discusión libre de sectarismos y,
ganados para esa causa, nos iríamos acostumbrando a iluminarnos con unas luces
desconocidas que acabarían creando el mantillo donde se cultivara una nueva
justicia distributiva y conmutativa, apta para derogar la vigente ley del
embudo.
Francisco Sosa Wagner es catedrático y
eurodiputado por UPyD. Su último libro se titula Juristas y enseñanzas alemanas
(I): 1945-1975. Con lecciones para la España actual (Marcial Pons).
Donad sangre.
ResponderEliminarDavid.