27 marzo, 2014

¿Reformar la Constitución?



La muy reciente sentencia delTribunal Constitucional sobre la resolución del Parlamento de Cataluña de 23 de enero de 2013 por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña ha vuelto a poner sobre la mesa y con renovados bríos la posibilidad y conveniencia de una reforma de la Constitución, en particular en lo referido a la organización territorial del Estado y, quizá, para permitir desde la suprema norma consultas sobre el deseo de algún territorio o parte del Estado para autodeterminarse políticamente o, incluso, convertirse en nación independiente y soberana.

           
Aparecen comentarios bien fundados tanto en contra de una reforma con tal propósito, como el de mi amigo Francisco Sosa Wagner hoy en El Mundo (también se puede ver aquí abajo), como a favor de un proceso concertado de reforma en ese sentido y con amplitud de miras, tal como ayer opinaban en El País José María Ruiz Soroa y JosebaArregui.

Bien están todos los argumentos cuando tienen esas calidades. Pero a uno no le abandona la sensación de melancolía. No quiero exagerar con las imágenes o las analogías, pero todo esto me recuerda a esos matrimonios en crisis malamente reparable a los que aconsejamos que se pongan en manos de algún terapeuta especializado en parejas, o es como si la comunidad de propietarios de un edificio que se cae se pusiera a analizar con gran rigor la conveniencia de cambiar el ascensor o de poner una piscina en los jardines comunes. En la pareja en cuestión, uno insiste en que está hasta el moño y en que quiere irse y liquidar la comunidad de gananciales, mientras el otro, en el fondo hastiado también, alega que por qué no prueban antes a renovar un poco su vida sexual con nuevas experiencias o que tal vez teniendo un hijo se arreglaría todo. O los del edificio ruinoso especulando con que puede que las estructuras de la construcción aguantaran si los vecinos nadaran en la piscina nueva en lugar de hacer gimnasia en sus casas y pasar todo el día en saltos y carreras en los apartamentos.

Una constitución no es más que un documento jurídico que contiene las normas jerárquicamente superiores del sistema legal del respectivo Estado y que pone las reglas del juego que todos y cada uno tienen que respetar para que tenga sentido y legitimidad la convivencia. Una constitución tiene ese supremo valor jurídico y político porque los ciudadanos se lo atribuyen y se lo creen, sean los ciudadanos comunes, sean los que ocupan puestos de responsabilidad y mando en cualesquiera instituciones. Una constitución, por tanto, tiene algo de mito, de fantasía compartida. Las constituciones viven en el imaginario común y se nutren de la fe de los ciudadanos, pero esa fe queda en agua de borrajas y se mustia la norma constitucional cuando esos ciudadanos no obran en consonancia con tal fe, cuando aplican el a la constitución rogando y con el mazo dando. Por eso causan estupor y resquemores las actitudes de quienes no se la sacan de la boca a la hora de justificar sus tácticas inconstitucionales o sus intenciones de vulnerarla. Suenan como un ateo que invoca a Dios para que le traiga suerte cuando apuesta o si juega su equipo, o como si viéramos al descreído meterse en la iglesia a rogar por el alma de sus muertos.

Volvamos a las comparaciones, aun con lo que siempre tienen de riesgo y de posibles inexactitudes. Un matrimonio o una pareja lo son y funcionan como tal (definiciones legales aparte) en la medida que las dos partes asuman o acuerden cierta pautas definitorias compartidas, que comienzan en un sentir común de algún tipo y que siguen en unas ciertas reglas de actuación, las que sean y trátese de las socialmente establecidas o de unas que adaptan o para los dos se inventan. Sin ese sustrato no hay pareja, quedarán simplemente dos personas que por azar o conveniencia comparten algún interés (la casa en la que viven, la compra de la semana, algún trato sexual...), pero que no se entienden de ningún modo particular vinculados al otro y con el otro y que se ven libres para que cada uno haga lo que quiera en cualquier momento, lo que no necesariamente está reñido ni con deslealtades personales ni con descortesías. Bajo una constitución que lo sea no sólo nominalmente o formalmente, los ciudadanos de un Estado se sienten entre sí “casados” y con algo serio comprometidos, al margen de que, además, cada uno pueda profesarle amor grande a su terruño, a sus antepasados propios, a sus amigos, a su lengua, a su religión, a las costumbres de su pueblo, a las recetas de su mamá, etc., etc.

La constitución tiene ese fondo de mito, pero cuando es desmitificada es muy difícilmente “remitificable”, pues la gente acaba viéndole las entretelas, tal como si al santo que en un pueblo se venera lo descubrieran un día en el prostíbulo y dándose a todos los vicios y al maltrato del personal. O como si hubiera un recinto sagrado en el que se creía que nadie puede entrar a hacer fiestas, pues le partirá un rayo vengador, y poco a poco hay quien se va metiendo allí a montar unos guateques y no sólo no pasa nada, sino que sale cada uno contando que el ambiente dentro es estupendo para echarse unos bailes y tomarse unas buenas copas.

 Una constitución, como una pareja, no es sólo lo que está escrito, es también un ramillete de intenciones comunes. A esto último es a lo que se puede llamar principios, y se puede llamar así sin caer en los embustes metodológicos del principialismo constitucionalista hoy tan en boga entre juristas. En una pareja, un principio bastante evidente es el de que no puede cada uno dedicarse a perjudicar al otro o a hacerle la vida imposible o a buscar su muerte como objetivo primero. Ese es un principio conceptual o definitorio, aunque no sirva de mucho a la hora de solucionar ciertos conflictos puntuales de pareja, como el de si es mejor comprarse a medias una casa en la playa o un coche nuevo.

La Constitución nuestra se está quedando en cueros y va perdiendo el apresto por la acción combinada de muchos sujetos y estrategias: partidos que hacen dejación de la función que, Constitución en mano y teoría democrática en mano, les da su sentido y razón de ser, leyes electorales inicuas, órganos de control manipulados y sumisos al que nombra a sus miembros, administraciones públicas que no cumplen las sentencias, jueces no siempre imparciales o que no defienden su independencia, instituciones costosas que se desvían de su papel y se convierten en simples gestoras de intereses grupales, como las universidades públicas de hoy, gobiernos que no gobiernan con las miras puestas en el interés general, sino en las urnas, medios de comunicación públicos y privados que nada más que sirven al vil metal y a la voz de su amo y que pervierten y degradan la opinión pública, variadas demagogias y usos sesgados e hipócritas de los derechos constitucionalmente reconocidos... Y, también, y mucho, nacionalismos cuya actitud y finalidad es romper las reglas de juego constitucionalmente sentadas y que para ello no reparan en gastos ni en manipulaciones. Ah, y no es moco de pavo que a la Jefatura del Estado la descubramos poniéndole los cuernos a la Constitución misma y a la confianza que en ella, la Jefatura del Estado, se depositó un día, dilapidando un caudal simbólico que no era suyo, sino prestado a interés y bajo condición.

Entre todos la mataron y ella sola se murió. A burro muerto, la cebada al rabo. Sólo que ahora hay que decidir qué hacer y tenemos que ver de dónde sacamos otro burro o cómo nos arreglamos en adelante para trabajar la huerta, que ya se está llenando de malezas.

Reformar o no reformar. Con reforma o sin ella, poco solucionaremos si no hay más pauta que la de ir tirando y arreglarse con un ten con ten, esperando a que escampe un día. Podemos sacar en procesión el santo a ver si llega la primavera al fin o si nos caen unas dosis de maná nuevamente. Pero ya se puede poner soleado el clima y ya pueden estar las tierras en su punto de humedad, de nada vale si los labradores no están dispuestos a ir al tajo. Sin atacar con seriedad la corrupción económica e institucional, sin partidos que no estén dispuestos a rendirse a los imperativos democráticos, sin instituciones reguladas para asegurar su función y sus buenos rendimientos, sin territorios y gentes que no se vean solidarios de los otros, perdemos el tiempo y aplazamos la debacle.

El tipo de reforma constitucional que se requiere para tratar de solucionar el llamado problema catalán, reforma agravada y sumamente compleja, es difícilmente viable. Enquistados los prejuicios y contaminadas de indignación las razones de unos y de otros, difícilmente cabe imaginar ni las mayorías parlamentarias requeridas ni la aprobación de los cambios en referéndum. Cuando tantos, de una parte o de otra, están o estamos convencidos de que nuestros compañeros de viaje son unos pelmazos y unos cínicos, malamente podremos reanudar las conversaciones si no es para mentarnos la madre.

Además, está pariendo la abuela. No hace mucho, a un empresario mediterráneo, bien razonable por lo demás, lo oí decir que entre el empresariado catalán y levantino cundía la convicción de que desde hace muchos años el servicio secreto español maniobraba para evitar el progreso económico del arco mediterráneo. No se me había ocurrido, la verdad, que a lo mejor por lo mismo mi tierra asturiana está hecha unos zorros y ni nos llega el AVE ni nos dan respiro. Otros, en Castilla por ejemplo, andarán convencidos de que Cataluña sigue recibiendo los favores que Franco le hace desde el Más Allá. El paso ya nos lo marcan los fantasmas.

¿Reformar o no reformar? Ya puestos a defender quimeras, habría que refundar, tendríamos que hacer una constitución nueva. ¿Que eso sería destapar la caja de los truenos y poner la casa común patas arriba? A ver, es que ya lleva tiempo tronando y lo que se avecina es la madre de todas las tormentas o the big one. Que no nos coja con cara de tontos.

Refundar es hacer una nueva constitución, esta vez en serio y sin ataduras a herencia ninguna. Con buena pedagogía social, expertos que asesoren como es debido y ofrezcan datos fiables relacionados con todas las alternativas en juego y un poco de buena fe de todos los llamados actores políticos, no habría tanto que temer. Se tendría que planear con tranquilidad un proceso de transición y no partir de más axioma o idea preconcebida que ésta: démonos una nueva norma suprema los que queramos seguir conviviendo bajo una misma organización política. Aprendamos de los errores en el contenido y en la aplicación de la Constitución de 1978, que fue una buena Constitución antes de que la averiáramos. Lo único intocable para tal cambio constitucional habría de ser el Estado social y democrático de Derecho, pero de verdad y con sus controles y garantías en su sitio. Y un pacto constitutivo de lo constituyente: de lo que acordemos no se cambia nada esencial en un buen puñado de años.

¿Y los nacionalismos? Eso habría de encauzarse durante el periodo de transición. En toda Comunidad Autónoma en la que su parlamento apruebe con mayoría cualificada una solicitud de referéndum de autodeterminación, se organiza en libertad y con garantías de que cada uno pueda decir lo que le plazca, sin discriminaciones. Allí donde la mayoría del electorado se incline por la soberanía de ese territorio, se entiende que la van a tener desde el instante en que entre en vigor la constitución nueva y la participación de sus representantes en los trabajos de tal constitución queda reducida. Elaborada esa nueva constitución, se tiene que aprobar en toda España, menos en tales territorios que se quieren soberanos. Si es aprobada, en aquellas comunidades se hace también un referéndum definitivo en el que los electores decidan si se quedan en España bajo esa constitución o si se van. Y se acabó el asunto. Nuestros hijos nos lo agradecerían.

2 comentarios:

  1. Exacto. Como usted mismo ha dicho en más de una ocasión, hemos puesto esperanzas en el derecho a las que simple y llanamente el derecho no puede responder.

    Primero tenemos que reformarnos nosotros; luego ya hablaremos de la Constitución.

    Dicho eso, si yo tuviera en las manos el telecomando para mandar a las profundidades de la tierra el mil veces infame Art. 135, la abyección más repugnante de la Carta, la lápida que certifica la muerte política de aquellos que lo votaron, unos pocos criminales, otros muchos inanes, ¡apretaría el botón, vaya si lo apretaría!

    Ese artículo, y sus paralelos repartidos como cagarrutas de rata a lo largo y ancho de la geografía constitucional europea, tiene una única consecuencia final posible: la ruptura de la Unión. Y no a muy largo plazo. Unión que adolece cierto de muchos achaques, pero que es criminal tirar así a la basura. Ruptura que para nosotros es suicida; fuera de la Unión vamos a durar lo que un lapo en una plancha, como dicen los castizos. Apúntense en algún sitio mis modestas palabras.

    Salud,

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