21 mayo, 2014

Técnicas para bloquear la autonomía moral de los ciudadanos



Llamamos aquí juicio moral a aquel mediante el que un sujeto formula su idea de la bondad o maldad moral de algo, sea una acción, una persona o una situación, entre otras cosas. Cuando de una persona o una acción, por ejemplo, decimos que es justa o buena, o cuando decimos que es mala o injusta, formulamos un juicio moral. Un juicio moral, por tanto, puede ser positivo o negativo. Un juicio moral es expresión de alabanza o reproche moral.

Un juicio moral es un juicio normativo, tiene base en un sistema de normas. Los juicios normativos, basados en normas, son de diverso tipo. Si yo afirmo que la acción A de Fulano es antijurídica o ilegal, estoy formulando un juicio normativo negativo de tipo jurídico y la referencia la dan las normas que componen el sistema jurídico correspondiente. Si yo afirmo que Fulano es muy cortés o bien educado, hago un juicio normativo que tiene su pauta en las reglas de cortesía o de trato social. Cuando mantengo que Fulano es malo (o bueno) o que su acción es injusta (o justa), ésos son juicios morales y su referencia está en el conjunto de normas que componen ese sistema normativo que llamamos moral.

Según el común de los tratadistas, cabe distinguir entre moral social o positiva y moral autónoma o personal. La moral positiva es aquel conjunto de normas morales generalmente aceptadas en una sociedad y en un momento histórico determinado. Ese sistema de moral positiva va cambiando, evoluciona. Por ejemplo, en nuestra sociedad, hoy, está comúnmente admitida la norma según la cual mujeres y hombres o blancos y negros o creyentes y ateos tienen idéntica dignidad y merecen idéntico tratamiento, por lo que se considera injusto o inmoral discriminar a unos u otros. Hace trescientos años no eran esos los contenidos de la moral socialmente dominante.

La moral personal, también llamada a veces moral crítica, es aquel conjunto de normas que cada individuo utiliza como soporte o referencia de sus juicios morales. Ese sistema normativo de la moral personal de un sujeto puede coincidir en más o en menos con el de la moral social. Así, puede haber normas morales mías que no tengan el acuerdo de la mayoría social, y puede haber normas de la moral social que yo no asuma como mías. Por tanto, el contenido de mis juicios morales no siempre coincidirá con el juicio de la moral social para las acciones, los sujetos o las situaciones que en cada ocasión se valoren. Las discrepancias entre la moral personal de un sujeto y la moral social dominante pueden ser mayores o menores, dependiendo de factores atinentes al respectivo sujeto (su personalidad o carácter, la información que maneje, la educación, etc.) y de factores atinentes al sistema social (el grado de libertad que se permita, el tipo de formación o de adoctrinamiento de los ciudadanos, etc.). Lo que apenas cabe imaginar es una discrepancia total o altísima entre la moral personal de un individuo y la moral socialmente dominante. Ese ciudadano podría ser tildado de loco o de inadaptado. Eso es un hecho.

La moral, en cuanto sistema normativo, tiene en la Modernidad una peculiaridad muy llamativa, como es esa su bifurcación en dos sistemas potencialmente distintos, el sistema de la moral social y el sistema de la moral personal. Tal cosa no sucede por ejemplo con el Derecho, pues no tiene apenas sentido que alguien afirme que frente al sistema jurídico vigente él tiene su propio y personal sistema jurídico, con sus normas propias y particulares. Es difícilmente imaginable también para el sistema normativo de la cortesía o el trato social, y mucho chocaría que alguno dijera que las normas socialmente vigentes de educación no cuentan para él y que, en suma, considera de mala educación que un vecino le dé los buenos días en el ascensor o que alguien mastique en público sin hacer ruido o coma sin eructar violentamente.

Sin embargo, en nuestra era y nuestra cultura se exalta la autonomía del individuo como autonomía moral, como capacidad para someter a juicio reflexivo las normas de la moral social y para formar y aplicar sus propias ideas sobre lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. La libertad, supremo valor de nuestro tiempo o de la moral social de nuestro tiempo, se entiende antes que nada como libertad moral, como autonomía moral. Por mucho que la gran mayoría de mis contemporáneos estimen que la conducta C es buena o justa, yo puedo considerarla injusta y puedo expresarlo así. Sin tal posibilidad la libertad personal, como libertad primero de pensamiento y luego de acción, no tendría cabida. Si sólo puedo pensar y valorar como todos, no me quedará más alternativa teórica y práctica que hacer lo de todos, que comportarme igual que los otros en todo lo que sea moralmente relevante para la comunidad.

Esa autonomía moral del ciudadano da lugar a una doble acción del Derecho, a una doble reacción de nuestros sistemas jurídicos. Por un lado, el Derecho respalda mi posibilidad de valorar libremente y de obrar en consecuencia, elevando a derechos, y a derechos fundamentales, la libertad de pensamiento y expresión, la libertad de credos y la libertad para desarrollar libremente mi personalidad, obrando según las convicciones mías y no según las pautas socialmente impuestas. Además, se garantizan jurídicamente también ciertos medios o instrumentos sin los que esas libertades primeras no se desarrollarían en la práctica, como ocurre con la libertad de información.

Por otro lado, los sistemas jurídicos ponen coto o limitan el ejercicio social de esas libertades personales. Puede cada uno pensar como quiera y valorar libremente, pero no cualquier acción puede ser permitida por estar basada en la libre valoración o apreciación moral del sujeto. Alguien puede entender que no hay nada de malo, sino bueno, en torturar a los bajitos, y actuar en consecuencia con unos cuantos de ellos, pero socialmente es necesario poner un límite a las acciones posibles de los sujetos, por mucho que se amparen en la autonomía moral de los mismos.

En lo anterior radica una tensión esencial de nuestros sistemas jurídico-políticos. No todo lo que la persona juzga moralmente bueno está permitido por esa herramienta ordenadora de la convivencia que es el Derecho, y tampoco está permitido abstenerse de hacer lo jurídicamente debido por el hecho de que el ciudadano de turno lo estime malo o injusto a tenor de su moral. Para ciertos casos nuestros sistemas jurídico-constitucionales admiten la desobediencia por motivos de conciencia, pero sólo para ciertos casos. La razón es más práctica que propiamente “ideológica”: si la conciencia individual exime de los deberes jurídicos, se está habilitando a cada cual para que haga de modo jurídicamente lícito lo que le venga en gana, para que mate el que piense que matar es justo o para que no pague impuestos el que los tenga por injustos.

Nos vamos así acercando al núcleo de un gran problema. Tomemos de nuevo aquel ejemplo un tanto absurdo del que sinceramente piense que torturar a los bajitos no es inmoral, o que es mandato moral incluso, y supongamos que da el paso y tortura a algunos. Cometerá delito, qué duda cabe, pues así nos lo indica el sistema jurídico, y conforme a Derecho podrá y deberá ser castigado. ¿Pero por qué es castigado? ¿Es castigado jurídico-penalmente por pensar como piensa o por hacer lo que hace? Creo que nada más que cabe una respuesta congruente con los fundamentos político-constitucionales y morales de nuestros sistemas jurídicos: no se le castiga por lo que cree, sino por lo que hace. Pues si fueran sus convicciones morales las merecedoras de castigo, habría que penarlo ya por ellas, incluso en el caso de que de ningún modo pasara de la idea a la acción. Lo cual, no nos confundamos, no tiene aquí que ver con la exigencia de dolo o intención para su conducta punible. Se castiga por haber obrado intencionalmente, no por haber tenido la intención sin obrar.

Lo anterior tiene varias secuelas importantes. La primera, que a nadie se le puede legítimamente castigar en Derecho por ser mala persona, a tenor del juicio social o de la moral social, sino por conducirse indebidamente. Lo contrario supondría la más radical negación de la esencial autonomía moral de los ciudadanos. Podemos rechazar todos o la mayoría la creencia moral del que aprueba la tortura de los de estatura baja y podremos aplicarle las peculiares sanciones morales, como cierto rechazo social, como la crítica, como cualquier manera informal y no ilícita de desaprobación; pero nada más. Si por pensar diferente del grupo y muy autónomamente lo penamos, el Derecho penal se torna en autoritario garante de un único pensamiento, el pensamiento del grupo; o de los que mandan en el grupo. Se acabarían, entonces, aquellas primeras libertades individuales y sería el ocaso del individuo autónomo como eje de nuestros sistemas políticos y jurídicos.

La segunda secuela tiene que ver con un problema de solución más difícil. ¿Qué sucede si ése que cree en la moralidad de la tortura no tortura jamás, pero públicamente manifiesta esa su convicción? Si la expresión de ideas morales personales pero socialmente heterodoxas o malsonantes es objeto de castigo penal, acortamos tremendamente la autonomía moral de las personas. Yo puedo pensar cualquier cosa, pues mi pensamiento es mío y nadie lo conoce si no lo expreso y no lo traduzco en obras con él consecuentes, pero eso que pienso no puedo llevarlo a la práctica ni tampoco decirlo. A los efectos, la situación es exactamente la misma que si la libertad de pensamiento no existiera, que si no se dejara espacio para la autonomía moral. En la más férrea tiranía, allí donde toda discrepancia y toda heterodoxia se reprimen con violencia, cualquiera podrá para sus adentros opinar o creer cualquier cosa. El fuero interno es socialmente irreprimible, precisamente porque es interno. En tiempos de la Inquisición habría más de uno que creyera que todo el entramado jurídico-social y religioso era injusto y absurdo, pero no podía decirlo sin verse ante aquellos jueces y exponerse al castigo. Así como las razones para no poder hacer cada uno lo que quiera son razones elementales de convivencia y de mantenimiento del más elemental orden social, las razones para reprimir la mera expresión de las convicciones y opiniones personales no son de ese tipo y nada más que pueden explicarse como vía para cercenar la autonomía personal y para elevar la moral colectivamente dominante a moral única e indiscutible. Eso se llama autoritarismo, como mínimo y sin vuelta de hoja.

Cierto que el Derecho puede y debe considerar también las expresiones que inciten al delito de una manera u otra, sea llamando a cometerlo, sea alegrándose de sus consecuencias con el propósito de que esas consecuencias se multipliquen, de que los delitos sean más. Pero aquí o hilamos muy fino o llegamos de nuevo a la negación de la autonomía moral más básica. No es lo mismo que alguien púbicamente llame a matar a todos los X o que diga que los X son malas personas o son injustos. No es lo mismo que alguien anuncie que da una recompensa al que les ponga una bomba a los del pueblo de al lado o que manifieste que le dan poca pena los muertos por una bomba en el pueblo de al lado. Podremos en este segundo caso decir de tal sujeto que es un salvaje o un desalmado o una mala bestia o una pésima persona. Pero imponerle una pena ya es harina de otro costal. Y, por otra parte, para la salvaguarda del honor de las víctimas del delito existen también instrumentos no penales de protección del honor, que rectamente usados tienen su buena función y su sentido.

¿Dónde está en verdad el peligro para nuestra autonomía y nuestra libertad primera? En la pretensión, ahora mismo tan en boga, de que se castigue, y se castigue penalmente, la expresión del pensamiento socialmente tenido por inmoral y desagradable. Con un planteamiento así, hace doscientos años se habría tenido que punir al que dijera que los negros debían tener iguales derechos que los blancos o las mujeres derechos iguales a los de los hombres, o que una mujer con pantalones y en bicicleta no perdía nada de su valor como persona y de su dignidad. La represión de la expresión heterodoxa o socialmente disonante y que no sea directa y manifiesta incitación o provocación al delito grave es autoritarismo puro y duro, es cercenamiento del pluralismo y de la autonomía de los particulares, es retorno del Estado censor y de los poderes al servicio de la moral dominante, que suele ser la moral que a los poderes dominantes conviene.

En la actualidad tenemos una circunstancia novedosa, como es la disposición y uso de las redes sociales. Antes eran muy limitadas las posibilidades que un ciudadano tenía de plantear públicamente sus opiniones y de extenderlas a mucha gente. Podía cualquiera hablar ante los amigos o vecinos en el bar o en la calle, podía subirse a una silla en un parque y soltar su discurso, podía mandar una carta a un periódico con la escasa esperanza de que se la publicaran. Podía también escribir un libro o un artículo con la expectativa de hallar editorial o revista que lo recogiera. Esto es, o el auditorio era muy limitado o, para tenerlo mayor, se dependía de otros. Ahora no, ahora las redes sociales extienden ilimitadamente las opiniones y los juicios que en ella se quieran verter. Por eso las redes sociales, con sus pros y sus contras, se han convertido en temibles para los regímenes autoritarios y las sociedades represivas.

Las redes sociales tornan a los ciudadanos peligrosos, pero peligroso por lo que en ellas pueden hacer, que es nada más que expresarse. No es que porque haya redes sociales sean más los ciudadanos que piensan distinto o se acogen a ideas socialmente incómodas o incómodas para el poder. No, las redes sociales implican, ahora, que ésos que piensan diferente o que se salen de la pauta y las convenciones disponen de un canal eficaz de comunicación pública.

Quien crea en el pluralismo, en el efecto positivo del diálogo social, en la democracia deliberativa y cosas similares, tendrá que aplaudir esa novedad, ese enriquecimiento de los auditorios y los intercambios. Naturalmente que en las redes sociales encontraremos a gentes diciendo burradas o mostrándose de la peor calaña. Pero algo así se temía también cuando, en tiempos, se discutía sobre la libertad de imprenta o la libertad de prensa. Si no queremos periódicos en los que se den noticias o se expresen ideas que no nos gusten, apliquemos la censura o limitemos la libertad de prensa. Pero la libertad de prensa ya apenas asusta, los controles han crecido y la heterodoxia brilla por su ausencia allí donde los medios de información están en pocas manos y bien domesticadas. Ahora preocupan y asustan las redes sociales. Porque son el único medio del que dispone la gente para decir lo que piensa, sea agradable o desagradable, penoso o estimulante.

¿Que por medio de Twitter o de Facebook se planea un atentado terrorista? Persígase ese delito como si el plan se hiciera por carta o mediante telegramas de los de antes. ¿Que alguien usa una de tales vías para atentar patentemente contra el honor de otro, vivo o muerto? Pues como si lo hubiera dicho en un discurso en la plaza pública o en un programa de televisión, empréndanse las acciones civiles o penales pertinentes por quien esté jurídicamente legitimado. ¿Qué alguien formula, en alguna red social, juicios desagradables o manifiesta puntos de vista morales que socialmente repugnan o que a algún grupo o persona desagradan? La pura expresión, repito, lo que no sea incitación clara al delito grave no puede ser punida si no es al precio del autoritarismo y la negación de la autonomía moral del ciudadano.

Mas no es sólo la dimensión jurídica del asunto lo que merece atención. La batalla se libra también en el plano de la moral social. La presión sobre el que dice y sobre las maneras de decir se está volviendo insoportable. Estamos ante una verdadera persecución política, social y mediática del que piensa diferente y lo proclama, del que se expresa al margen de las cada vez más estrictas reglas expresivas, del políticamente incorrecto, del osado, del que arriesga juicios suyos cuando la consigna impuesta es el callar o el acomodarse a las consignas oficiales. Ya no hablamos de este loco punitivismo penal y del riesgo de que se trate de delincuente y se procese al que ofende un poco por lo que dice y aunque no esté llamando a delinquir. Hablamos de que tampoco se puede contar ciertos chistes, de que se le cae el mundo encima al que se permite determinados chascarrillos, de que se condena violentamente al que osa criticar un poco a ciertos grupos sociales o a un solo miembro de esos grupos. Con las nuevas iglesias hemos topado y ahora la Inquisición se ha vuelto más sutil en sus medios, pero igual de efectiva para sus fines. Ay de aquel que se permita un juego de palabras o una pequeña ofensa para los éstos o las otras. A la hora de la verdad, ya no cabe más juicio personal o moral, o más broma, incluso, que a costa de los varones de cierta edad, heterosexuales y, a ser posible, funcionarios y que no pertenezcan a una nación o pueblo especialmente sensible. Porque si el Madrid de baloncesto hubiera perdido el otro día ante un equipo moldavo no habría problema en que miles de “tuiteros” hubieran dicho que malditos moldavos y que por qué no se los comerán los buitres. Si el Numancia de Soria gana al equipo de mis amores, podré explayarme con los defectos de los sorianos y hasta de los castellanos al completo. En otros casos, no.

¿Acaso porque alguien se meta de mala manera en Twitter con los israelíes o con las mujeres o con los gitanos o con los negros, los amarillos o los rubios tenemos que darlo por bueno y chitón, dado que se trata de libertad de expresión y de libertad de ideas? Para nada. Lo que no debemos olvidar es la diferencia entre replicar y reprimir. La réplica consiste en dar razones contra las del otro, incluso contra lo que nos parezca a tantísimos la sinrazón del otro. La represión consiste en mandarlo callar o hacer que calle. Desde la moral personal bien entendida sólo cabe la réplica o, como máximo, un cierto desprecio personal. Pero cuando llamamos al Derecho para que reprima, en el fondo estamos cada uno renunciando a lo personal de la moral nuestra y pidiendo que, a cambio, se suprima la moral personal del otro. Llamar a la represión jurídica y estatal es buscar la eliminación del discrepante para no tomarnos la molestia individual de combatir sus razones con las nuestras y para no hacer cada uno el esfuerzo de ser autónomo, de creer y valorar por sí, de afirmarse como persona frente al impersonal Leviatán.

Es reaccionario comportarse así, es incluso paradójicamente reaccionario defender de esa manera las ideas que se dicen progresistas. Y es suma expresión de debilidad personal y apocamiento el esperar que sean el Estado y sus huestes, incluidas sus huestes académicas y mediáticas, quienes nos digan qué podemos pensar y qué debemos expresar y de qué manera. La libertad, cuando la hubo, se conquistó frente al Estado y frente a las masas obedientes y dóciles, sumisas y uniformes. Hoy y siempre, defender la libertad es defender al que dice lo inconveniente, aunque nos moleste y aunque discrepemos. Y para eso tenemos todos las redes y tantos otros medios ahora, para defender nuestras ideas y discutir las de los demás, en lugar de para rogar, impotentes y miedosos, que nos las anulen o que se castigue al que tenga opiniones propias y las difunda.

5 comentarios:

  1. Suscribo al completo su alegato y abundo en la idea de la superioridad de la libertad sobre la igualdad.
    La democracia debe ser una cuestión de fondos y debe dejar la preocupación por las formas a los autoritarismos que la hacen servir como una forma impropia de política pues proporcionan el conflicto y la represión.
    De la moral ya hablamos otro día porque lo que yo veo, con el asunto éste de internet y las redes sociales, es la expulsión pura y simple del espacio público, de lo público, la negación de la acción política o la defensa del monopolio de la misma por parte de la oligarquía (convertida en clase) pero no sé si andaré acertado porque veo poco o nada la tele y últimamente me ha dado por leer y ya estoy soñador pues mira tú que por donde.
    Un saludo o dos.

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  2. Estoy de acuerdo, por supuesto, en lo esencial de la argumentación, aunque me parece que le falta algo, para resultar concluyente. Pues, en suma, lo que argumentas es el fundamento moral de aquello que los penalistas denominamos principio de responsabilidad por el hecho (como opuesto al principio de responsabilidad por la identidad del autor -Derecho Penal de autor). Y, hasta aquí, todos de acuerdo: no se debe sancionar a nadie por ser quien es (incluyendo cómo piensa).
    El problema es que esta argumentación -que es, en esencia, la tuya- se queda muy corta, pues nadie hoy en día, ni los más autoritarios, pretenden reivindicar ni el modelo pena inquisitorial (te peno porque eres un hereje), ni siquiera el modelo de Derecho Penal de autor de algunos penalistas nazis (te peno porque eres una no-persona, o un rebelde contumaz que te has autoexcluido de la comunidad nacional). Es decir, todo el mundo -incluidos, insisto, los más autoritarios- intentan formular sus propuestas de incriminación a partir del principio de responsabilidad por el hecho.
    Y ocurre, claro, que lo que se propone incriminar no son pensamientos, sino actos externos: el acto de enunciar (en público) ciertas ideas. Frente a tales propuestas, no es suficiente argumentar con el fuero interno o con el respeto a la autonomía moral, puesto que ni uno ni otro argumento cubre estos casos: los actos externos (también los meramente verbales) tienen, qué duda cabe, efectos causales sobre la realidad social; no son, pues, meramente internos ni puramente individuales, sino que pueden resultar dañosos para terceros (injurias, amenazas, inducción al delito, etc.).
    Es por ello por lo que, para combatir las propuestas autoritarias de incriminación de actos meramente comunicativas, hay que acudir a otro género de argumentos. Hay que demostrar: o bien que a) el acto en cuestión no es (suficientemente) peligroso; o bien que b) aunque lo sea, las consecuencias posteriores dañinas no le pueden ser imputadas -justamente- al emisor, ; o bien que c) aunque el acto sea peligroso y las consecuencias posteriores le puedan ser justamente imputadas, pese a ello, el sujeto tiene derecho a realizarlo (tiene derecho a crear ese peligro para terceros -libertad de expresión).
    Me he ocupado del tema (no de forma sistemática, pero sí fragmentariamente) en algunos trabajos: ordeno las cuestiones a debatir, sintetizo mis conclusiones y hago las correspondientes remisiones en esta entrada -de hoy mismo- de mi blog: http://josemanuelparedes.blogspot.com.es/2014/05/limpiar-la-red-ordenando-el-debate-y.html

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  3. José Manuel, ¿Y no parece un poco excesivo el código penal para este tipo de situaciones?

    Enunciar en público ideas es la más elemental, y a menudo la única posible, forma de acción política para la gran mayoría de ciudadanos que, por no pertenecer a la oligarquía que monopoliza lo público, están excluidos de la democracia. Solo en un Estado policial caben injerencias de este calado en lo privado, pues, aunque el acto de enunciar las ideas sea público, la penalización de su difusión no atiende ya a la comunicación sino a la naturaleza de la idea. Un Estado que confunde lo público con lo privado es un Estado meramente policial.

    Escribir un libro es un acto privado, imprimirlo y difundirlo es público pero con ello no se pierde el carácter privado de la obra para su autor (de ahí sus derechos)

    El Gobierno pretende quemar esos pequeños libros efímeros de las redes sociales y además transmite su pretensión con el arma más contundente de su arsenal, la que ofrece mayor coacción...

    A fortiori, estos mismos actos encuentran protección,actualmente, en nuestro ordenamiento en el caso de ser realizados por los miembros de la oligarquía dominante, lo que supone un reforzamiento de la exclusión del resto de ciudadanos de lo público. Privatizar el foro es privatizar la democracia en sí misma, pues la vacía de acción política o, para ser más precisos, impide que la misma pueda ser ejercida por el conjunto, por los otros. Éste, y no otro, es el objetivo del Gobierno.

    Salvo mejor opinión.

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  4. Que dice el clavo que está HARTO de que dé usted en él, don GA.

    "Sticks & stones may break my bones...".

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  5. Y para completar la reflexión, una pequeña coda:

    http://www.revistamongolia.com/noticias/no-solo-hay-gilipollas-en-el-rocio-o-por-que-nos-han-cerrado-facebook
    4058

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