Hoy viene en algún periódico que
la Vicepresidenta del Gobierno catalán ha terminado al fín la carrera de
Psicología, después de 29 años desde que la comenzó. Hace unos años se había
descubierto que falseaba el dato en su currículum, donde se decía licenciada.
Luego cambió su expediente a una universidad privada. No todas las
universidades privadas españolas son malas, claro que no, pero algunas son
tremendas y venden sus títulos con mayúsculo descaro.
No es el de esa política catalana
el primer caso, abundan. Se comentó hace meses que no es muy diferente la
situación del actual líder del PP en Andalucía. De otros se cuenta, sin que sea
desmentida la noticia, que empezaron en su juventud la carrera de Derecho y
nunca la acabaron, o que concluyeron al cabo de diez o quince años. Si la
memoria no me traiciona, en esas estaban José Blanco y Susana Díaz. El ejemplo
imperecedero lo brindó en su día Luis Roldán, aquel Director General de la
Guardia Civil y casi ministro que se decía lleno de títulos universitarios y
que en verdad no tenía ni uno.
La cuestión teórica de fondo
tiene su interés. Podemos estar de acuerdo en dos tesis básicas: que el acabar
una carrera universitaria en tiempo y forma no es garantía de gran solvencia
intelectual o de que se posean habilidades suficientes para gobernar cualquier
cosa, y que puede haber y ha habido políticos sin carrera que hicieron un gran
papel en sus puestos y que eran personas de extraordinaria perspicacia.
Descartamos, pues, las excepciones por un lado y por el otro y nos quedamos con
unas pocas preguntas elementales. La primera, por qué en los partidos políticos
de estas tierras es cada vez más común que lleguen a los puestos más altos
auténticos iletrados, con carrera o sin ella, sujetos cuya solvencia
intelectual es a todas luces escasa, personajes sin la más mínima cultura, individuos
que ni de broma aprobarían sin enchufe el más elemental concurso para conserje
de un colegio o para celador de un hospital, pongamos por caso. A propósito de
este último supuesto, van un montón de ministros o ministras de Sanidad que
jamás lograrían esa plaza, pero que fueron aupados al ministerio desde el que
se dirige la sanidad pública, asunto complejo donde los haya.
La segunda pregunta versa sobre
si, a pesar de esos pesares, pueden esos tipos desenvolverse bien y con
garantías en ministerios, consejerías y altos cargos en general.
Sobre lo primero, parece sencillo
responder. Es sabido y muchas veces repetido que los partidos políticos, en
particular los más grandes, se han tornado organizaciones en las que se
asciende a base de ratonerías, de maniobras entre bambalinas, de tomas y dacas
y dimes y diretes, de zancadillas y promesas, de compraventa de voluntades y
adhesiones, del funcionar de círculos cuasimafiosos y luchas entre capos. Las
habilidades para tales juegos requeridas tienen poco que ver con las
capacidades intelectuales y la calidad intelectual y moral de las personas, más
bien se requiere zorrería, ambición cazurra y descaro a raudales. No puede,
pues, extrañarnos que en tales grupos se desconfíe de quien esté bien formado,
tenga alguna altura de miras y una mínima consistencia moral. Es campo fértil
para amorales y trepas. Las consecuencias de tal hecho, difícilmente
discutible, son, para empezar, que la ideología hace mutis por el foro y que de
la actividad política dentro de los partidos huyen como de la peste los más
capaces y los más decentes. También se explica así que cualesquiera pactos
entre partidos son posibles, pues no suponen nunca renunciar a las ideas, que
no se tienen o que no se respetan, e implican repartirse nada más que el
pastel, las influencias y la ganancia.
La segunda cuestión es algo más
desconcertante. Después de que hayamos tenido un buen puñado de presidentes
estatales y autonómicos y de ministros que no sabían hacer la o con un canuto,
vivillos sin seso, arribistas sin principios, constatamos, perplejos, que poco
más o menos las cosas siguen funcionando. ¿Siguen funcionando? Si así es o así
fuera, tendríamos que concluir que los gobernantes son perfectamente fungibles
y hasta prescindibles, que la maquinaria de las instituciones seguiría su curso
aunque al timón pusiéramos al más tonto del pueblo, si es que lo hay más tonto,
o aun cuando colocáramos ahí a conejo de la Loles o a un maniquí. Algo de eso
hay, y supongo que si no se hunde todo (si no se hunde más) es gracias a que
los buenos funcionarios hacen su trabajo y mantienen la maquinaria en
funcionamiento, a pesar de la incompetencia sublime de sus jefes.
También debemos pensar que el
daño toma la forma de lo que los juristas llamamos lucro cesante. No se trata
de ver sólo lo que a pesar de los pesares se tiene, sino de darse cuenta de lo
que por causa de esos pesares se deja de tener, de cómo podrían marchar las
cosas si nos gobernaran personas de bien y suficientemente formadas. El lucro
cesante es indiscutible, renunciamos a grandes dosis de progreso y bienestar
porque permitimos que nos manden las acémilas, porque nos recreamos aviesamente
en el voto al incapaz y al deshonesto, porque jugamos los electores a la ruleta
rusa y masoquistamente disfrutamos con el riesgo de que nos echen a pique el
país esos cantamañanas a los que damos el voto por razones tan nobles como que
los otros son igual de malos o como que estos malos son los nuestros y a ese
partido ya lo votaba mi abuelo y en mi familia somos muy así. Es como aquello
de ser del Madrid o el Barcelona porque la primera camiseta que me regalaron de
pequeño era de tal equipo. Sólo que lo de la política debería parecernos algo
más serio que el fútbol.
Hay cierta circularidad en la
situación, y el sistema social y el sistema político se retroalimentan con sus
inanidades. En el fondo de todo está un supino desprecio al saber y a la
cultura, por no decir que también una indiferencia feroz frente a la
honestidad. Muchas veces los ciudadanos sentimos más cercano al burro que al
intelectualmente apto. Entre las circunstancias que influyen en nuestro voto
está el que sea guapo o feo el candidato, el que sea de este pueblo o de aquel,
el que salga en la tele más o menos, el que nos diga cosas bonitas o parezca
hosco, el que salga o no en revistas del corazón en compañía de alguna torda o
de cualquier profesional del braguetazo, etc., etc. Muy pocas veces y a muy
pocos les cuenta el que los candidatos sean o no capaces de estudiar alguna
cosa, el que hablen al menos un poco de inglés, el que hayan tenido alguna
experiencia profesional para formarse, el que hayan viajado un poquito y
conozcan algo del mundo, el que se hayan demostrado capaces de aprobar por las
buenas las asignaturas de una carrera del montón. Eso sí, luego, cuando veíamos
o vemos a Zapatero o Rajoy en cualquier reunió internacional, marchitos y
apocados y tratando de no acercarse a ningún líder extranjero para que no les
hable ni en inglés ni en francés ni en alemán ni en nada, nos da un poquillo de
repelús al principio y luego comentamos que pobrecillos y qué majetones en el
fondo.
Y, claro, hay quien se rasga las
vestiduras porque un gobierno tras otro no apoya como es debido la
investigación científica en España ni se esmera en organizar un sistema de
educación presentable y eficiente. ¿Pues qué esperamos? En mi pueblo dicen que
de donde no hay no se puede sacar. A tal sistema político le interesa más una
sociedad primaria e inculta, una ciudadanía elemental y simplona que pueda
presumir de títulos sin fundamento, una organización educativa y académica que
a la hora de la verdad procure que los más competentes emigren o que, si se
quedan aquí, se conviertan en burócratas de medio pelo. El que no tiene no da,
el que no se ha formado malamente admite el valor de la formación, quien tiene
pocas luces prefiere la penumbra o la noche en que todos los gatos son pardos.
Son, muchos, unos perfectos lerdos,
pero son nuestros lerdos y nos gustan así, torpones y pícaros. Ajo y agua.
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