Tal vez porque me falta
entrenamiento en los últimos tiempos, tengo claro hoy lo que quiero expresar,
pero no cómo decirlo. Así que, a riesgo de mezclar churras con merinas,
comenzaré por el lado de las vivencias personales, aunque sean lo de menos.
Con los años, me voy dando cuenta
de que se reduce la lista de los que tengo por amigos muy amigos o amigos
propiamente dichos. Hasta tal punto, que me he puesto a pensar y a buscar la
palabra que resumiera las sensaciones. Y no se me ocurre palabra mejor que
respeto, aunque quizá no sea la más exacta. Quiero decir, que a mucha gente le
voy perdiendo el respeto. No, no es que me ponga a decirles barbaridades, ni
siquiera que las piense. Es que van bajando en mi personal consideración y,
entre otras cosas, les pierdo la confianza; es decir, que ya no me fío mucho de
ellos. Aunque esto último también hay que matizarlo.
Todos tenemos defectos, y este
que suscribe carga una tonelada de ellos. Alguno insistirá en que la amistad se
mide precisamente por la disposición y la capacidad para asumir los defectos de
los amigos, entre otras cosas. Puede ser, pero dentro de un orden. Se llega a
un punto en que te dices que sí, que cada uno tiene sus taras y sus manías, que
está bien y que se acepta, pero que ya vale y que el patio ya no está para
comprometerse personalmente y mantener incólumes los afectos y la camaradería.
Serán cosas de la edad, no lo
discuto. Pero me pasa con muchos compañeros en el oficio académico. Todos muy
estupendos, pero en cuanto están en juego cien euros o media hora más de
trabajo a la semana, muchos se ponen el puñal entre los dientes y se lo clavan
hasta a su señora mamá, si hace falta. El egoísmo despendolado casa mal con la
amistad y el compañerismo. Así que un paso atrás y a mantener las formas
elementales de cortesía, pero sin ponerse a tiro y perdiendo ese íntimo respeto
que te lleva a ver a los demás como tus iguales o como personas que mañana
harían por ti el mismo sacrificio que tú haces hoy por ellos. Para evitar
crueles decepciones lo mejor es carecer de esperanzas o de buenas expectativas.
Si la regla es que cada uno va a lo suyo, caiga quien caiga, vayamos todos a lo
mismo y al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. A resguardarse y el que
venga detrás que arree.
En el ámbito más cercano, el de
la mera amistad, el asunto se hace más de detalle. No sé, pero inventemos y
pongamos uno que siempre que puede te llora y te cuenta y se desahora contigo
por sus traumas, sus sinsabores o sus problemas. Bien, para eso estamos, un paso
adelante y a escuchar y a echar una mano o dar un consejo, si te lo piden. Ah,
pero un día eres tú quien anda marchito y te pones a confiarte al mismo y
resulta que tiene mucha prisa o te interrumpe todo el rato para preguntarte si
viste el partido del miércoles o si ya te has enterado de que a Fulano se le
murió el gato. Paso atrás y la próxima vez a ése lo va a consolar su tía. O que
qué tal si hacemos una fiesta en un garaje -sigo con supuestos puramente
imaginarios- y llevas tú las mesas y las sillas y hasta un sofá de casa, pero
el otro siempre alega que él no porta ni aporta nada, porque casualmente sus
sillones cojean estos días y su sofá se lo están tapizando otra vez. Pues
quieto parao y a hacerse el tonto uno como si fuera igual de listo que aquellos.
Ya me he ido alejando del tema,
pero no tanto como parece. Hablamos de que las relaciones humanas de todo tipo
requieren un algo de respeto y confianza, de buena consideración y estima
básica, para ser de calidad y que la convivencia funcionen. Malos gestos y
conductas poco santas dan pie a que esa sensación se pierda y aquella base
“sentimental” se dañe. Pasa entre parientes, entre amigos, dentro de las
familias incluso, entre compañeros. Y tiene su relevancia también esa noción de
respeto dentro de las comunidades políticas.
Eso que denomino respeto antes
venía como un elemento impuesto por las compartimentaciones sociales, cuando
las sociedades eran, de derecho o de hecho, fuertemente estamentales, poco
menos que divididas en castas. El noble merecía por definición el respeto del
plebeyo, pero no a la inversa; el patrono tenía el respeto del trabajador, el
manestro recibía el respeto del estudiante y de los padres del estudiante, el
ministro era respetado por los gobernados. El palo, la sanción pura y dura,
eran la garantía. No digamos cuánto respeto se profesaba, sí o sí, a un rey,
“intocable” por definición, pues se suponía que lo había puesto Dios ahí, para
que reinara él y reinaran sus primogénitos.
Esa visión que llamo estamental
ha ido cambiando, aunque nunca del todo. Las sociedades se han ido haciendo
igualitarias, en el sentido de que se asienta la idea de que es idéntica la
dignidad de cada ciudadano y la misma la consideración que merece. Las
relaciones que eran puramente verticales se van poniendo horizontales. Pero no
por completo y, sobre todo, con efectos colaterales un tanto sorprendentes o
paradójicos.
Vuelvo a la anéctota personal, en
lo que sirva para las comparaciones, y me disculpo a la vez por tanto caso
mío.Cuento una historia con un fondo real, pero maquillándola. A la persona que
tengo contratada para atenderme el jardín (en realidad no hay tal, esto es el
camuflaje del caso) yo la trataba como un igual y un amigo, y hasta la invité a
alguna fiesta en mi casa. Andábamos encantados los dos, estábamos a la par
aunque él trabajara para mí y yo le pagara por ese trabajo.
Un día, en una reunión de amigos,
se puso a gritarme que si no me daba vergüenza educar a mi hija tan mal como la
estaba educando y que parecía mentira que fuera yo tan zoquete y tan burro. La
cuestión interesante está en estos detalles: uno, que entre amigos y por un
tema así se tiene más tacto; dos, que a sus propios compañeros de trabajo
seguramente el jardinero no se les pone tan impertinente como se puso conmigo,
entre otras cosas porque le pueden responder con un golpe de azada en la
cabeza. Lo que muchos me dijeron fue esto: eso te pasa por no saber estar “en
tu sitio” y por dar confianza a quien no debes. Doble apelación a la partición
social “estamental”: la de mis amigos bienintencionados recondándome que tan
igualitario y “enrollado” no se puede ser, y otra, seguramente, la del propio
jardinero, que debío de pensar que cuánto placer daba gritarle a un
catedrático, aunque fuera a éste que se va a dejar porque parece tonto y no
sabe ponerse “en su sitio”.
Sigo pensando que eso que llamo
respeto, y que es de fondo y va más allá de las formas, debería mantenerse por
cada parte en todo tipo de relaciones, de manera que la consideración igual de
las personas no se tradujera ni en aprovechamiento para el abuso, para pasarse,
ni en nostalgias de las castas antiguas. Pero es bien difícil, porque las
mentalidades mutan en su fondo mucho más lentamente que en la superficie. En la
universidad lo he visto también mil veces, al comprobar que al director de
tesis o al viejo catedrático le responden con mucho mejor trabajo y mayor
lealtad de la buena los subordinados a los que atosiga y hasta humilla que
aquellos otros con los que quiere colaborara sin imponer disciplinas y
obediencias al viejo estilo. Es una pena, pero es lo que hay.
Pasemos a la monarquía. Un rey
“campechano” y un príncipe que se casa con plebeya que acabará siendo reina un
día son buenos ejemplos, en principio, de actitudes que dejan atrás estereotipos
y mitos. Ya, pero sin el mito fundante la gente se pregunta por qué, entre
iguales, tiene precisamente que reinar ése y no un sobrino listísimo que yo
tengo. El otro día, creo que cuando se entregaba el trofeo de campeón del la
Copa del Rey de fútbol, vimos en televisión cómo el Rey sostenía por las
pantorrillas a Casillas, el portero del Real Madrid, para que no se cayera de
la plataforma en la que estaba subido exhibiendo la copa que acababa de
recibir. Está bien, me parece estupendísimo, pero el problema se halla en que
inconscientemente el pueblo piensa o siente que el rey es el sostenido y el
vasallo es el que lo sujeta. En un referéndum para decidir si el próximo rey es
Felipe o Casillas, la gran mayoría de los votantes apoyarían a Casillas sin dudarlo.
La llamada clase política
española ha perdido el respeto de la gente por las mismas razones,
multiplicadas, por las que, salvando las distancias, yo se lo he ido perdiendo
a tantos compañeros y amigos: por cutres y lamentables. Los ciudadanos se enfadan
porque sus gobernantes no estén “en su sitio”, tanto en las formas como en el
fondo de su obrar. La gente se desmoraliza, literalmente, cuando oye hablar a
Aznar o Zapatero, antes, o a Rajoy, ahora, pues se da cuenta que con una prosa
así, balbuciente, llena de anacolutos y de patadas a la sintaxis, apenas
aprobarían un examen de selectividad, o no deberían aprobarlo. Nos guste o no,
el ciudadano común desea que lo gobiernen quienes no son peores que él, porque
sólo así deja de preguntarse por qué no gobierna él mismo o por qué debe acatar
lo que manden los otros. Pero la paradoja de estos tiempos políticos es que
muchos votan a los tontos, a sabiendas de que lo son, creyendo que el ejercicio
del poder los hará competentes y listos. Y no, son tontos cazurros, pero
tontos, y la ciudadanía acaba inquietándose.
Lo mismo, multiplicado, pasa con
la pretendida superioridad moral de los gobernantes. Asumimos que los que
mandan sean un poco pillos, como lo somos nosotros cuando hay ocasión, pero nos
gusta que disimulen como nosotros disimulamos. Esto es, que si roban un poco,
lo hagan a la chita y callando, no a calzón quitado y con descaro. Queremos que
si los atrapan con las manos en la masa paguen como pagamos los demás cuando
nos descubren, no que para ellos se torne privilegio e impunidad lo que para
nosotros sería castigo. Nos apetece que los que tienen poder lo ejerzan siendo
mejores que nosotros o, al menos, siendo como nosotros, pero, entonces, con
nuestras mismas servidumbres y límites. Por eso lo que está desprestiginado las
instituciones políticas no es tanto la corrupción como la impunidad, no tanto
las malas acciones en sí como el descaro con que se exhiben y la desvergüenza
con que se justifican a base de negar hasta los hechos más evidentes.
Vovamos al asunto de la Corona,
después de que ayer dijera el Rey que va a abdicar próximamente. En España
republicanos convencidos hay pocos, la mayoría de los ciudadanos son
indiferentes respecto a la forma de Estado y al tipo de Jefatura de Estado. Es
más, a muchos aterra pensar en una República de la que pudieran ser Presidentes
un día Aznar o Zapatero o Bono o Trillo o Leire Pajín o Ana Mato. Lo que el
pueblo más desea es un Jefe de Estado que no lo abochorne ni por su ética ni
por su estética. Tan sencillo como eso. Y este Rey que dice que va a abdicar
dentro de unos meses abochornó a la gente. Eso es lo que no se le perdona y
puede poner en jaque la continuidad de la Monarquía: el haber descubierto que
era tan marrullero como el vecino del quinto y tan tonto como para que se
descubriera cómo era.
Si felizmente el respeto social
ya no lo otorga ningún mito originario, ningún esquema de estamentos o castas,
ese respeto social, que es la clave empírica de la legitimidad fáctica, del
reconocimiento social del gobernante, hay que ganárselo a base de no mostrarse
inferior en dos aspectos: en las formas y en las conductas. No se trata de exhibir
superioridad intelectual y moral, sino de que no se les note inferiores
intelectual o moralmente. Esto vale para reyes, para presidentes de república,
para ministros o para quienquiera que tenga poder en el Estado o al Estado
represente. Y esto es lo que se les ha ido olvidando. Si se trata de subir a
los altares a chiricetes, en el barrio los tenemos mejores y más hábiles. Si se
trata de que manden los que no saben decir un discurso sin leerlo
tartamudeando, que pase a esa tribuna el dueño del bar de la esquina, que expresa
como un Demóstenes.
Pensaron que al votarlos se les
daba un voto en blanco. No, se les daba otra oportunidad porque apenas se podía
creer que fuesen como son. Pero lo eran. La gente está rabiosa porque se siente
defraudada. El ciudadano quiere modelos, porque de lo otro ya tiene en casa.
Pero no nos engañemos, ni siquiera se ansían propiamente modelos de virtud, se
añora gente normal, con su inteligencia y su pudor, con sus buenas intenciones
que pueden disculpar algún desfallecimiento. Lo que pone de mala uva a tantos
que hoy se indignan es reparar en que se había confiado mucho y durante
demasiado tiempo en piratas con pocas luces y mucha jeta.
Regenaración o caos. No es una
consigna, es un diagnóstico. O socialmente recuperamos la vergüenza torera,
algo de dignidad y al menos unos principios de andar por casa, sea a la hora de
relacionarse entre amigos o compañeros de trabajo, sea al relacionarnos como
gobernantes o gobernados, o puede salir el sol por Antequera. El bicho de la
indignación social anda suelto y es muy peligroso, es un morlaco que lleva
banderillas de fuego, y no hay toreros que lo lidien. Los historiadores algún
día explicarán cuán repartidas estaban las culpas entre todos, pero también
cuánto se equivocaron los políticos que pensaban que se podía volver al
caciquismo más vil en una épocas en la que todo se sabe. Porque ahora la novedad
es que todo se sabe, y con lo que llevamos sabido de unas décadas para acá
andamos ya muy, pero que muy enfadados.
Por favor, donen sangre, sobre todo los que tengan tipo negativo, hay muy poca. Lean el ABC, y Diagonal.
ResponderEliminarUn abrazo, profesor.
David.
SEÑOR, protégeme de mis amigos que de mis enemigos ya me encargo yo
ResponderEliminarHace unos días fui a Somosaguas, me tomé una fanta limón en el bar. Casi no había nadie. Y me dije: deberíamos donar sangre, sobre todo del tipo A.
ResponderEliminarUn abrazo, leed el ABC.
David.
Ah, en Ciencias de la Información se cerró el día 20, Y HACE FALTA SANGRE TIPO A, POR FAVOR.
ResponderEliminarTiene usted más razón que un santo. Se ha perdido el respeto, las formas y todo lo que hace más fácil la vida en comunidad.
ResponderEliminarY es que, si es que hay que explicar cosas tan elementales como lo que significa ser político, o persona, en general, es que estamos rodando ya por la pendiente.
La clave es asumir cada uno sus responsabilidades, pero ahora parece que se lleva más reclamar derechos...