Especialistas hay que están buceando en la realidad
española de finales del XIX y los primeros decenios del XX para descubrir lo
que había de alegre, frívolo, divertido, erótico y demás en aquella España de
la que parece que lo único llamativo fue la cara de acelga y de amargura de los
intelectuales del 98 condensados y explicados por Laín Entralgo en su “España
como problema”.
La realidad social siempre es mucho más compleja y
tiene más capas que la cebolla usada
para hacer un pisto apetitoso y lujurioso. Ya que hablamos de lujuria, la
profesora española Maite Zubiaurre ha publicado “Culturas del erotismo en
España 1898-1939" donde ofrece un catálogo de lo bien que lo pasaban con
las guarrerías de siempre los españoles de entresiglos quienes sacaban incluso
a las personas reales en las más apuradas posturas y circunstancias.
Probablemente la autora sabe también que, con
anterioridad a esta época que ella estudia, Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer
publicaron “Los Borbones en pelota” donde salían todos los figurones de la
corte de doña Isabel II y no precisamente pronunciando un discurso en el
Congreso o firmando el decreto de disolución sino exhibiendo procacidades de
subido color y envergadura. Incluso se atrevían con imágenes y caricaturas de
ministros y palaciegos saliendo de España por los Pirineos, en veste de
contrabandistas, con bolsas de dinero cuando se tambalearon los cimientos del
Estado en 1868 y hubo que ponerse a buen recaudo. Tiempo atrás lo mismo había
ocurrido con la huida de la reina gobernadora doña Cristina con su marido
morganático, antipático y numismático (por lo que le gustaban las monedas),
allá por los tiempos del primer gobierno de Espartero.
En mi biografía de Posada Herrera recojo la letrilla
que puso fin al mando de la Unión liberal al principio de los años sesenta: “de
partido a partida / su corrupción le llevó / y hace tiempo que murió / con
síntomas de cuadrilla”.
Que esto de arramblar con los fondos de saurios
variados y de cobrar comisiones por construir la estación ferroviaria e
instalar los raíles hasta llegar a la finca del señor conde o del señor
ministro del ramo no es invención moderna (como ocurre con la taberna del poema
de Baltasar del Álcazar).
Pero estábamos con lo erótico. Lo que leía el
personal que trabajaba en las tabernas, en los puertos, en las tiendas de
ultramarinos, en las covachas del ministerio de Estado o en las tierras de pan
llevar, no era La tia Tula de Unamuno ni la recreación del paisaje español
firmado por Azorín ni siquiera las novelas madrileñas y golfas del primer
Baroja sino los relatos de los Trigo, Picón, Zamacois, Carrere, Alberto Insúa y
por ahí seguido, muchos de los cuales pertenecían a lo sicalíptico sin que nadie
nos haya aclarado nunca cuál es el origen del vocablo y está muy bien que quede
en palabra enigmática como ligada que está a lo tapado y clandestino.
Con todo, algún editor debería hacer una selección
de textos de estos autores que están perdidos entre los pliegues de las
historias de la literatura. Sin olvidar la imagen, que en ellos suele aparecer,
de esa mujer animosa que está poniéndose una media de seda recién salida del
baño y que es y será siempre, en época de dichas pero también en la de neblinas
y sinsabores, musa y brasa, el ardor donde se incuban todas las rimas.
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