29 septiembre, 2014

Sexo literario. Por Francisco Sosa Wagner



Especialistas hay que están buceando en la realidad española de finales del XIX y los primeros decenios del XX para descubrir lo que había de alegre, frívolo, divertido, erótico y demás en aquella España de la que parece que lo único llamativo fue la cara de acelga y de amargura de los intelectuales del 98 condensados y explicados por Laín Entralgo en su “España como problema”.

La realidad social siempre es mucho más compleja y tiene más capas que la  cebolla usada para hacer un pisto apetitoso y lujurioso. Ya que hablamos de lujuria, la profesora española Maite Zubiaurre ha publicado “Culturas del erotismo en España 1898-1939" donde ofrece un catálogo de lo bien que lo pasaban con las guarrerías de siempre los españoles de entresiglos quienes sacaban incluso a las personas reales en las más apuradas posturas y circunstancias.

Probablemente la autora sabe también que, con anterioridad a esta época que ella estudia, Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer publicaron “Los Borbones en pelota” donde salían todos los figurones de la corte de doña Isabel II y no precisamente pronunciando un discurso en el Congreso o firmando el decreto de disolución sino exhibiendo procacidades de subido color y envergadura. Incluso se atrevían con imágenes y caricaturas de ministros y palaciegos saliendo de España por los Pirineos, en veste de contrabandistas, con bolsas de dinero cuando se tambalearon los cimientos del Estado en 1868 y hubo que ponerse a buen recaudo. Tiempo atrás lo mismo había ocurrido con la huida de la reina gobernadora doña Cristina con su marido morganático, antipático y numismático (por lo que le gustaban las monedas), allá por los tiempos del primer gobierno de Espartero. 

En mi biografía de Posada Herrera recojo la letrilla que puso fin al mando de la Unión liberal al principio de los años sesenta: “de partido a partida / su corrupción le llevó / y hace tiempo que murió / con síntomas de cuadrilla”.

Que esto de arramblar con los fondos de saurios variados y de cobrar comisiones por construir la estación ferroviaria e instalar los raíles hasta llegar a la finca del señor conde o del señor ministro del ramo no es invención moderna (como ocurre con la taberna del poema de Baltasar del Álcazar). 

Pero estábamos con lo erótico. Lo que leía el personal que trabajaba en las tabernas, en los puertos, en las tiendas de ultramarinos, en las covachas del ministerio de Estado o en las tierras de pan llevar, no era La tia Tula de Unamuno ni la recreación del paisaje español firmado por Azorín ni siquiera las novelas madrileñas y golfas del primer Baroja sino los relatos de los Trigo, Picón, Zamacois, Carrere, Alberto Insúa y por ahí seguido, muchos de los cuales pertenecían a lo sicalíptico sin que nadie nos haya aclarado nunca cuál es el origen del vocablo y está muy bien que quede en palabra enigmática como ligada que está a lo tapado y clandestino.

Con todo, algún editor debería hacer una selección de textos de estos autores que están perdidos entre los pliegues de las historias de la literatura. Sin olvidar la imagen, que en ellos suele aparecer, de esa mujer animosa que está poniéndose una media de seda recién salida del baño y que es y será siempre, en época de dichas pero también en la de neblinas y sinsabores, musa y brasa, el ardor donde se incuban todas las rimas.  

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