Ahora está de moda hablar sobre el engaño y la
estafa como bello arte. Incluso se ha escrito un libro sobre la historia de la
impostura. Heinrich Heine, el gran poeta alemán a quien en España nadie lee (si
en lugar de twits leyéramos a Heine todo nos iría mejor), tiene sus libros
plagados de hallazgos soberanos. En uno de ellos, y para mostrar la capacidad
de engaño de Fouché, asegura que este camaleónico ministro llevó tan lejos su
habilidad para la mentira que, tras su muerte, se publicaron sus Memorias que
en realidad estaban escritas por un sujeto que se alimentó de los papeles
suministrados por un funcionario de los servicios secretos.
Escribir recensiones a libros que nunca han sido
escritos ha sido una de mis travesuras más soñadas. Nunca me he atrevido a
hacerlas realidad pero me comprometo desde aquí -y no es una falsedad lo que
digo- a cometerla antes de que me dejen de publicar recensiones en las revistas.
Al parecer, Camilo José Cela intentó vender la
falsificación de un cuadro de Miró al propio Miró. Quien estuvo a punto de caer
en la trampa porque Miró siempre miró con desgana sus propias creaciones, era
como esos escritores prolíficos que, si hubieran leído todo lo que han escrito,
serían hombres cultos y amenos.
En esto del arte debemos andar con cuidado. Porque,
bien pensado, se puede acusar de engañar a un político o a un profesor que
explica la cátedra de anatomía. Pero nunca a un artista porque el oficio del
artista, del creador, es ese: engañar, embaucar, seducir al público y llevarle
a un mundo irreal porque al real las pocas chispas que le sacamos nos llenan de
indignación. ¿Qué es todo el Quijote sino una gigantesca impostura? Si nos molestan los cuadros abstractos es
porque en ellos la impostura es demasiado evidente.
Y si nos gustan las óperas se debe a que es un
espectáculo de enredos falsificados y amañados con música de mucho cosquilleo,
más voces galanas maceradas en milagros. Por eso deben representarse siempre en
escenarios esotéricos, con actores ataviados según la moda de la Roma antigua o
del siglo XVIII, y es por ello que nada desespera más que ver unas Bodas de
Fígaro con unos cantantes vestidos de empleados de una notaría o de vendedores
de pisos. Esas puestas en escena, que tanto se prodigan desgraciadamente,
descorazonan al espectador pues éste demanda, cuando es brioso y apasionado y
soñador, el resplandor huidizo del misterio y un ambiente arrullado por las
confidencias.
Y todo ello porque el arte es siempre engaño. Y,
donde no hay engaño, hay realidad: es decir, la farmacia de la esquina, la
notaría y la oficina del catastro. Amemos pues la falsificación a través del
arte porque es buen asidero para burlar lo cotidiano que lleva en su seno la
más tediosa y cruel de las martingalas.
Que nadie se impaciente: tiempo habrá de pensar en
la realidad. Pero cuando ya haya pasado y se haya hecho humo. Solo así es
digerible.
Hola, del 17 al 21, en el Metro Ciudad Universitaria, en la Complutense, hasta las 20:15, creo, hay camapña de donación de sangre. Cuidado los de tipo A y 0, se necesita mucho.
ResponderEliminarLeed el ABC alguna vez.
Un abrazo, profesor.
David.