Una cantinela que oímos a diario
es la del déficit democrático de la Unión Europea. Se trata de un lugar común
pues apenas hay artículo de opinión sobre Europa que no repita ese latiguillo
bien impreciso porque el déficit es la falta o escasez de algo que se juzga
necesario por referencia a otra medida. Y la pregunta que salta enseguida es
¿cuál es esa otra medida? Parece que, hablando de democracia, lo lógico es que
comparemos la democracia europea con la existente en otros espacios
geográficos, en los Estados que componen la Unión Europea...
Puestos a meditar ¿no habremos de
convenir que en cada país existe un sistema democrático con rasgos propios que
a unos les parecerán normales y a otros cuando menos chocantes? ¿No sabemos que
el Gobierno de Estados Unidos no está elegido por el Parlamento ni tampoco el
francés? ¿O que existen cláusulas en muchos países que establecen un porcentaje
de votos mínimo para acceder al Parlamento y que ello supone dejar sin representación
a millones de ciudadanos? ¿O que el Reino Unido carece de Constitución y de
Tribunal Constitucional? ¿O que el jefe del Estado en Suecia, en Dinamarca, en
España, en Bélgica, en Noruega... no ha sido elegido por nadie sino que es
miembro de una dinastía histórica? ¿Son todos estos países, por la existencia
de esta realidad irisada, poco democráticos?
Convengamos en que no existe un
modelo democrático válido para todos los ambientes, pues cada uno es hijo de
las circunstancias históricas en las que ha nacido o se ha asentado. El europeo
tiene sus características singulares, necesitadas de perfeccionamiento, pero
sin que pueda ser desacreditado con el método de aplicarle una desorientadora
brocha gorda.
Acerquémonos a una de sus
instituciones más relevantes: el Parlamento Europeo. Se elige por sufragio
universal, igual, libre, directo y secreto desde 1979, cuenta con 751 miembros
y dispone hoy, después de la revisión de los Tratados, de unas competencias
amplias en materias como la agricultura, la política energética, la protección
de los consumidores y del ambiente, los fondos de la Unión Europea... En
términos generales, ejerce conjuntamente con el Consejo, la función legislativa
y la función presupuestaria. Y lo mismo la de control político y las consultivas
que tiene asignadas. Además, elige al presidente de la Comisión y a la Comisión
misma -lo que ha ocurrido hace poco- y da el visto bueno a la designación de
los comisarios tras el examen riguroso que de los mismos se hace en las
comisiones del parlamento con varias horas de discusión en las que se desciende
a detalles y pormenores que no todos los llamados a ser ministros en los
Estados superarían. También puede el Parlamento obligar a la Comisión a dimitir
durante su mandato (renuncia de la Comisión Santer, 1999). Es cierto que la
plenitud de la potestad legislativa no anida en el Parlamento pues la comparte
con el Consejo (de ministros). Pero lo mismo que ocurre con el Bundestag alemán
que, elegido directamente por los ciudadanos, sin embargo, carece por sí solo
de la posibilidad de aprobar leyes, tarea que comparte con el Bundesrat formado
por personas que han sido designadas por los gobiernos de los Länder.
El Parlamento europeo carece, es
verdad, de la iniciativa legislativa. Pero el artículo 225 del Tratado permite
que se dirija a la Comisión para que presente «propuestas oportunas sobre
cualquier asunto», lo que en la legislatura pasada se ha hecho en 17 ocasiones.
Además, el Parlamento debate con la Comisión el programa político al inicio de
la legislatura y, en cada nuevo semestre, la Presidencia de turno presenta
también sus iniciativas que se discuten ampliamente en el hemiciclo.
En fin, desde el Tratado de
Lisboa compete al Parlamento aprobar, con el Consejo, el presupuesto y cuenta
con una comisión de control que examina cómo se han gastado los dineros. En los
estados, el peso de sus gobiernos en la elaboración y aprobación de los
presupuestos es determinante, concentrándose el papel de los parlamentos en
funciones de vigilancia y control.
El resto del funcionamiento del
Parlamento Europeo es similar al de los estados. Los diputados se adscriben a
unos grupos políticos, también a unas comisiones especializadas (energía,
transportes, economía, libertades, asuntos exteriores...) al igual que ocurre
en las asambleas de los estados. Los diputados al Parlamento Europeo examinan
las peticiones de los ciudadanos y pueden crear comisiones de investigación. De
otro lado, la libertad y las posibilidades de intervenir en debates o suscitar
iniciativas de los diputados europeos es, en muchos casos, mayor que la propia
de sus colegas nacionales.
Un problema que no es exclusivo
del Parlamento Europeo pero que adquiere en él caracteres singulares es el
controvertido asunto de la libertad del diputado y sus relaciones tanto con el
partido por el que ha sido elegido como con el grupo parlamentario en el que se
inscribe. Su actualidad deriva de noticias recientes como la del secretario
general socialista anunciando que los diputados europeos votarán en tal o cual
sentido en el hemiciclo de Estrasburgo y lo mismo ha ocurrido con la formación
«Podemos», inspirada en acuerdos asamblearios, o en UPyD, como uno de nosotros
ha tenido ocasión de experimentar.
La opinión pública acepta estas
afirmaciones porque entiende que el diputado está ligado a lo que su partido le
impone sin advertir que ello nos devolvería al Antiguo Régimen cuando los
miembros de las asambleas portaban un poder con las instrucciones concretas que
recibían de los estamentos o gremios a los que representaban. Contra esta
realidad, como ha explicado -entre otros- Torres del Moral, clamaron los
propios reyes exigiendo una libertad de negociación ligada a mandatos
generales, tensión esta que acertó a concretar Condorcet en 1792 al decir que
«el pueblo me ha enviado no para sostener sus opiniones sino para exponer las
mías; no se ha confiado solo a mi celo sino también a mis luces, y uno de mis
deberes hacia él es la independencia absoluta de mis opiniones».
Es desde este pensamiento de
donde surge la prohibición del mandato imperativo (artículo 67. 2 de la CE). En
el Parlamento Europeo los textos son más expresivos pues se enfatiza la
condición «libre e independiente» del diputado (artículo 2 de su Estatuto y lo
mismo en el Reglamento) y se da una vuelta de tuerca cuando en el artículo 3 se
dice que «los diputados emitirán su voto individual y personalmente. No estarán
sujetos a instrucciones ni mandato superior alguno».
Todo ello tiene una explicación
en la esencia misma del sistema pues el ordenamiento democrático aísla unos
intereses públicos que es preciso tutelar y sobre ellos se ajusta la
representación política: hay así intereses municipales, regionales, nacionales,
europeos etc. La sustantividad de cada uno de ellos la pone de manifiesto el hecho
de que existen elecciones distintas para otorgar la representación de cada uno
de esos intereses. Si todos fueran un continuum indiferenciado bastaría con
unas únicas elecciones y preciso es recordar que, en el caso europeo, se pasó
del sistema de representación indirecta -diputados nacionales eran al tiempo
diputados europeos- a un sistema de representación directa. Esto quiere decir
que los intereses, al cobrar perfiles distintos, no tienen por qué coincidir.
¿Cómo se solucionan posibles
conflictos? Aplicando una regla elemental que es la ponderación de los
intereses y su valoración a la luz del programa electoral por el que esos
diputados han sido elegidos y al que se deben en la forma de lo que la doctrina
alemana (N. Achterberg) llama «vinculación a unos parámetros esenciales», es
decir, a las ideas básicas del partido.
Ahora bien, en el Parlamento
Europeo, el partido por el que ha sido elegido un diputado se incorpora a un
grupo político (popular, socialista, liberal etc.) y es sólo en su marco en el
que puede desarrollar su actividad (con la excepción de los «no inscritos»).
Cada grupo acoge en su seno muchos partidos políticos, lo que obliga a éstos a
perder independencia (como la pierde el Estado al entrar en la UE) y a matizar
la posición del diputado que representa, no a sus conciudadanos nacionales,
sino a millones de ciudadanos europeos. En el grupo, la formación de su
voluntad se hace por medio de la discusión por los diputados que lo integran de
los asuntos que llegan al hemiciclo. Al final de esos debates se vota y quien
queda en minoría tiene dos caminos: o aceptar la posición mayoritaria o
defender la suya propia. Ambas son legítimas porque el grupo tampoco puede
impartir órdenes obligatorias a sus diputados y tampoco puede ni el partido ni
el grupo sancionarles.
Estamos pues ante un complejo
mundo lleno de unas sutilezas que vienen impuestas por el sistema parlamentario
multinacional y que se hallan -felizmente- muy alejadas del áspero «ordeno y
mando» que decreta el secretario del partido o el presidente del grupo político
pues ello nos devolvería, sin más que un pequeño disfraz, al modelo y a las
prácticas del Antiguo Régimen.
Francisco Sosa Wagner y Mercedes
Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo y autores de Cartas a un euroescéptico
(Marcial Pons, 2014).
El déficit democrático de las Instituciones Europeas corresponde al déficit democrático de los estados que integran la Unión, ni más ni menos. Negar este último me parece difícil, por no decir imposible, aunque haya naturalmente variaciones locales entre las agonizantes democracias del Sur de Europa y las simplemente renqueantes del Centro (prefiero la situación de las del Sur, porque es mejor tener un cáncer y saberlo, que tener un cáncer, e ignorarlo – y unas y otras sufren metástasis del mismo tumor horrible, que se llama dominio de las oligarquías). De la expansión post-2004, mejor no hablemos, aunque se trate países que me son muy queridos, o precisamente por eso (sollozo reprimido).
ResponderEliminarPor eso pienso que no nos podemos esperar nada de las Instituciones Europeas en la lucha por salir del hoyo. Yo creo que la gente ya lo sabe; basta con mirar los índices de abstención. La responsabilidad está en manos de los ciudadanos, que deben localmente cambiar sus gobiernos y, lo que es mucho más importante, regenerar en profundidad sus democracias.
Salud,