Cuando más bracea el bañista es cuando se está ahogando, y la legislación
española de estos años es como un bañista en las últimas. Cuando más retórica
hay en las exposiciones de motivos y en el articulado de las normas es cuando
más claro va quedando que el legislador asume la ineficacia y o la vacuidad de
sus disposiciones, momento en el que las normas no se hacen para que sean
eficaces y efectivas, sino con carácter puramente simbólico, para legitimarse
su autor fingiendo que regula y se preocupa, que está a lo suyo y es laborioso.
A esa perversa dinámica se agrega el pijerío circundante y asfixiante,
que todo lo llena de palabrería tan aparente como insustancial. A menudo, leer
una disposición normativa reciente es algo parecido a desenvolver un paquete
todo lleno de lazos y celofanes pero que no tiene nada dentro o que nada más
que contiene algo completamente carente de valor. Hoy mismo leía una
disposición de tantas y en el fondo bastante inocua, una de tantísimas, una Orden
de la Consejería de Educación de Castilla y León “por la que por la que se
regula el reconocimiento de Unidad de Investigación Consolidada de Castilla y
León”. No pretendo atacar tal normativa en sí y me da igual lo que se
establece, pero miren los tres primeros párrafos:
“Los retos a los que actualmente se enfrenta la sociedad precisan del
empeño y el esfuerzo de todos los agentes implicados para conseguir afrontarlos
con éxito. Una parte importante de este esfuerzo debe sustentarse en la
innovación y la búsqueda de la eficiencia en la utilización de los recursos
limitados de los que dispone la sociedad y a los que debe sacar el máximo
rendimiento en un escenario global, cambiante e interconectado a todos los niveles.
El mundo científico no debe ser ajeno a esta situación y debe
contribuir a poner en marcha el motor de la innovación, mejorando la
competitividad de nuestras empresas y dando respuestas a los retos sociales que
se plantean.
Para dar respuesta a estas necesidades, parece conveniente articular
medidas que promuevan el impulso institucional coordinado a nivel europeo,
nacional y regional; esto se debe traducir en la puesta en marcha de
iniciativas que se alinean para alcanzar el efecto multiplicador mediante la
confluencia en los objetivos de las diferentes Instituciones afectadas”.
¿Se dice algo que importe? No. Sirve esa oratoria para aclarar o
justificar el contenido del articulado subsiguiente? No. Entonces, ¿para qué
esa prosa? Para legitimarse mediante la repetición de lugares comunes y frases
hechas, supuestamente significativas y en verdad vacías por completo. Eso sí, y
como siempre, términos y expresiones previsibles y a la moda: “innovación”, “esfuerzo
de todos los agentes”, “competitividad”, “retos sociales”, “impulso
institucional coordinado”, “efecto multiplicador”, “confluencia en los
objetivos”… Ande, ande, ande la marimorena. Pamplinas, paparruchas, ruido sin fondo. ¿Se perdería algo relevante si se suprimieran de un plumazo
semejantes declaraciones o preámbulos? En modo alguno. En este caso, es al
menos de agradecer que no se hayan acordado de escribir “sostenibilidad”,
porque, hoy en día, a una exposición de motivos que no diga “sostenible” y “sostenibilidad”
parece que le falta algo.
Se multiplican los entes para justificar funciones y aparentar labor. En
este ejemplo se inventan las llamadas “unidades de investigación consolidada de
Castilla y León”. Por las mismas, podrían estar constituyendo los juanetes
protuberantes o las calvicies irreversibles. Ruido y más ruido, legislación en
barbecho, normas a mayor gloria de las normas por las normas. Y una pauta
constante del contemporáneo legislar: a menor sustancia de la regulación, mayor
barroquismo y más abundante retórica de las introducciones y las exposiciones de
motivos. Que no parezca que no se intenta hacer algo, aunque en verdad nada
importante se haga y no se solucionen los problemas reales, sino que se
agranden a base de burocracias y variopintos enredos.
Una norma puede y debe legitimarse por los resultados con ella
propuestos y en cuanto medio apto para el logro de tales resultados. Pero en
nuestro tiempo al legislador no le importa la meta, sino el camino, desea que
se le vea en movimiento aunque no sepa ni a dónde va ni se desplace un ápice.
Para seleccionar resultados deseables y prever medios para ellos apropiados se
necesita claridad y rigor en el análisis de la situación y cálculo adecuado
sobre la utilidad de las herramientas normativas. Todo eso presupone
capacidades que raramente adornan ahora al gobernante. Así que se aparenta la
competencia que no se posee y la capacidad que brilla por su ausencia, a base
de grandes dosis de retórica. Mas retóricas también las hay mejores y peores,
brillantes y vulgares. Abunda en los textos normativos la retórica, pero
compuesta de fórmulas vacías, de eslóganes sin seso, de tópicos aptos para el
público más elemental y entregado. No hay mejor indicio de la fatuidad de las
normas que los alardes verbales de sus justificaciones. A mayor inanidad de la
regulación, más exhibición de ornamentos. Dime de qué presumes y te diré de qué
careces, también vale para el legislador.
Mañana se dicta una norma para autorizar a los estudiantes a levantar la
mano en clase y se empieza por explicar cuán esencial es la libertad de
movimientos corporales en el Estado de Derecho y en el marco de una sociedad
crecientemente globalizada, y de ahí se pasa a disertar sobre la libertad de
expresión y la importancia social de la educación. Luego, en el artículo
primero, se define mano y levantar y en el segundo se aclara que en futuros
reglamentos se desarrollará el régimen particular de los mancos. Es como si nos
tomaran por tontos, efectivamente. Y la casa sin barrer.
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