1. Pensemos en un Estado imaginario (por cierto, aquí sigo escribiendo “Estado”
a la vieja usanza, con mayúscula, porque si no aparece una ambigüedad desde el
principio) al que llamaremos E. E lleva décadas y décadas sumido en la más completa
injusticia social. Todo el poder político y económico se reparte entre quince
familias. Ellas se alternan en el gobierno y ellas se reparten la riqueza. La
inmensa mayoría de la población malvive en la miseria, la mayoría es explotada
en muy penosos trabajos con salarios misérrimos, algunos llegan a morir de
hambre. No hay servicios públicos que merezcan tal nombre, no existe educación
digna para los hijos de los pobres, que son los más, de la enfermedad solo se
curan los que pueden pagar buenos médicos, que son pocos y costosos. La gente
vive en chabolas sin agua corriente ni electricidad. Únicamente la policía es
muy eficiente, al servicio siempre de los que mandan. Están fuertemente reprimidas
todas las libertades y se carece de libertad política, aunque se simulan
elecciones democráticas cada cinco años. Imperan por doquier los abusos y la
corrupción. Y así van pasando los años y las generaciones.
Por circunstancias que por ahora no importa mucho detallar (la
intervención de estados extranjeros, una revolución interna, un golpe de estado
de militares reformistas…) alcanza el gobierno un pequeño grupo político que se
propone instalar un sistema social más justo, con más equitativo reparto de la
riqueza, atención a los más necesitados, derechos laborales de los
trabajadores, libertades ciudadanas, lucha contra la corrupción, servicios
públicos básicos al servicio de toda la población, etc.
Primera pregunta:
¿consideramos que la falta de legitimidad de origen de los nuevos gobernantes
invalida sus acciones con esos propósitos o estamos dispuestos a admitir que la
rectitud de esos objetivos políticos y sociales justifica suficientemente ese
nuevo gobierno?
Continuemos con el caso. Sobre todo tipo de propiedades (empresas,
tierras, medios de comunicación…) tienen las quince familias un auténtico
monopolio. Además, el sistema jurídico respalda formalmente, con sus normas, el
vigente sistema de propiedad, uso y aprovechamiento de tales medios. El
gobierno ahora instaurado sabe que no podrá consolidar ninguna reforma si no
rompe ese estado de cosas, de manera que, con escaso respeto a la legalidad
vigente, pone en marcha un abanico de medidas como expropiaciones de tierras y
empresas, constitución de empresas públicas en sectores básicos de la producción
y la distribución de bienes, etc. También expropia o cierra los más influyentes
medios de comunicación (periódicos, radios, televisiones…) y crea medios
públicos de comunicación. Los gobernantes justifican esas medidas por el hecho
de que sin cambios económicos así impuestos es imposible alterar el injusto
sistema social establecido, y alegando también que los medios de comunicación
privados manipulan a la población al servicio de aquellas familias explotadoras
y para mantener su dominio tan injusto.
Segunda pregunta:
¿estimamos que esas medidas que rompen con el orden legal anterior están
justificadas o, por el contrario, nos parece que son por sí ilegítimas y
merecedoras de rechazo político?
En E existen jueces en ejercicio y órganos de gobierno de la judicatura.
Impera, no sin fundamento, la convicción de que la mayor parte de los jueces y
de los integrantes de sus órganos de gobierno están al servicio del régimen
anterior y no dudarán en sabotear las reformas con todo tipo de argumentos y
argucias legales. De manera que el gobierno nuevo, valiéndose de diferentes
tretas, saca de la carrera judicial a la mayoría de sus miembros y nombra
jueces bien afines y leales a los que ahora mandan, dispuestos a acatar las
nuevas consignas y las indicaciones de los actuales rectores.
Tercera pregunta:
¿entendemos que se deslegitima el nuevo poder al no respetar la independencia
del poder judicial o pensamos que está justificada esa política judicial por
razón del sesgo del poder judicial anterior?
Hasta aquí no hemos precisado el color del gobierno ni los detalles
sobre cómo llegó al poder. Su ideología tal vez sea marxista o quizá se trata
de un grupo movido por fuertes convicciones religiosas. Puede haber ocurrido un
golpe militar guiado por media docena de generales, a lo mejor se ha tratado de
una revuelta interna llevada por algunos hijos díscolos de las familias
dominantes, quizá fue una maniobra dirigida por un servicio secreto extranjero,
por ejemplo ruso, chino, estadounidense, europeo…
Cuarta pregunta:
¿importa la concreción de unas u otras de esas variantes a la hora de formular
nuestro juicio sobre la legitimidad del gobierno que se plantea los citados
propósitos reformistas y de justicia social?
Durante los primeros meses o años de ejercicio de ese gobierno hay
protestas callejeras y represión con mano dura. Se detiene y encarcela a los
líderes y a quienes más contundentemente reclaman libertades o se resisten a las
reformas, se aplican variados modos de censura periodística, se dictan condenas
y medidas penales con muy escaso respeto de las garantías procesales… Todo ello
se explica por la necesidad de evitar el retorno al inicuo sistema anterior.
Quinta pregunta: ¿El loable
fin de reformas sociales y mayor justicia material justifica razonablemente
esas medidas que limitan gravemente derechos humanos elementales o, en términos
de legitimidad, creemos que el fin no justifica esos medios?
Hasta aquí las preguntas y que cada cual que tenga ganas las vaya
contestando como mejor le parezca y considerando, eso sí, que no será mala cosa
que nos esforcemos por ser coherentes tanto al responder a las cinco como al
comparar esas respuestas con lo que opinamos de los casos reales que vemos o
que puedan surgir por el mundo.
2. Hemos topado con algunos de los más importantes dilemas de la filosofía
política y la ciencia política. Primero, porque se trata del sempiterno
contraste entre éticas deontológicas y éticas consecuencialistas, si bien
aplicado aquí a la acción política y no a la acción humana individual y
puramente personal. Segundo, porque nos damos de bruces con problemas o
limitaciones serias del enfoque deontológico y del consecuencialista. Veamos
esto brevemente.
Como cada lector bien conoce, las éticas deontológicas postulan que
el bien y lo moralmente correcto debe hacerse por sí y no dependiendo de las
consecuencias, y menos de las consecuencias o efectos para el grupo, para la
colectividad. Si matar a un inocente es inmoral, está mal, es injusto y
moralmente reprobable, no habrá tampoco justificación para matar a un inocente cuando
ese sea el “precio” a pagar para conseguir efectivamente una mayor justicia
social o que menos gente muera de hambre o que los niños tengan escuelas. E
igual que decimos para matar a un inocente, decimos para encarcelar sin juicio,
para castigar al que solo quiere expresarse libremente, para condenar en lo
penal al que no ha podido defenderse con garantías, etc., si esos son
contenidos aceptados por la ética deontológica de que se trate.
Una ética política consecuencialista, explicada también de modo
esquemático y elemental, es la que admite que el fin puede justificar los
medios y que lo que importa es el balance que al final resulta. Si el conjunto
social va a vivir más feliz y con más justicia o mayor bienestar cierto después
de determinadas medidas que en sí pueden resultar discutibles o inmorales, esas
medidas se pueden considerar justificadas. Por poner de nuevo un caso extremo,
pensemos en un país en el que una grave epidemia pusiera en peligro grave la
vida de la mayoría de los ciudadanos y donde se supiera sin lugar a dudas que
si se mata o aísla para siempre a los cien ciudadanos que hasta el momento son portadores
del virus letal, la enfermedad desaparece y todos los demás sobreviven libres
del mal.
El deontologismo político puede llevar a la tremenda insensibilidad del fiat iustitia et pereat mundus. No vamos
a hacer nada indebido ni aunque se acabe el mundo. Si las alternativas son o
hacerle deliberadamente gran injusticia a una persona (así, a uno de los
enfermos del anterior ejemplo de la epidemia) o permitir pasivamente que otras
personas, muchas más, perezcan por razón de la una injusta situación de la que
tampoco son culpables, optamos por la inacción, nos “salvamos” en conciencia si
para salvar a otros tenemos que hacer algo en sí inmoral. Un político
deontologista puro es difícilmente imaginable, en especial ante determinadas crisis
sociales. Seguramente no aprobaría ninguna guerra, jamás, pues en la guerra
siempre morirán inocentes de uno y otro lado. Tampoco emprendería reforma
alguna que supusiera el sacrificio grave de derechos morales básicos de nadie.
Pero hasta aquí estamos hablando de lo que el deontologista puro no
haría: nada que considere inmoral. Mas al mismo deontologista podemos
imaginarlo ejecutando sin que le tiemble el pulso cualquier acción que
considere moralmente muy justificada, moralmente debida sin discusión. Hasta
hace un momento nos parecía un santo resignado; ahora podemos verlo convertido
en un demonio. Bástenos pensar en alguno imbuido de una moral religiosa extrema
que le ordene matar al infiel por ser infiel.
¿Y qué le sucede al consecuencialista? Que siempre necesitará una base
deontológica para calibrar las consecuencias de las acciones, necesitará
diferenciar entre consecuencias valiosas y disvaliosas, buenas y malas, pues, a
falta de ese patrón de medida de las consecuencias, las consecuencias son
moralmente indiferentes, neutras. No hay consecuencias en sí buenas o malas, y
si sostenemos que sí las hay, ya se nos ha colado por la ventana el elemento
deontológico.
En nuestro ejemplo del Estado E veíamos la síntesis política habitual de
deontologismo y consecuencialismo. Los recientes gobernantes de E están movidos
por un propósito de justicia social que tiene indudable raíz deontológica, pues
justifican su obrar político porque quieren romper con una situación
objetivamente injusta e implantar una objetivamente justa. Pero también
necesitan echar mano de los efectos para justificar sus acciones, desde el momento
en que asumen que no se alcanzará la justicia deseada si no se incurre en
algunas medidas injustas. Es decir, aceptan que no habrá justicia ulterior sin
injusticia ahora y por ese efecto futuro y la intención de lograrlo se
justifican: se hace hoy a algunos lo que no se quiere que mañana se haga a
nadie.
Reparemos en algo bien importante. En el ejemplo que usamos, hemos
jugado con tres elementos que no son neutrales ni casuales: a) se ha dibujado
una situación social anterior en unos términos que nos llevarán a la mayoría a
calificarla como situación de gran injusticia social; b) se le han atribuido al
gobierno honestas y loables intenciones de acabar con dicha injusticia y de
imponer unos repartos mucho más equitativos; c) se han descrito medidas
(represión de libertades, manipulación de la judicatura, vulneración de
garantías individuales…) que se explicaban, desde el punto de vista del gobierno,
por aquellas loables intenciones. Pero démonos cuenta de que al plantear así el
ejemplo estoy jugando con las preferencias probables de la mayoría de los
posibles lectores o del presunto lector estándar. También podría darse el caso
de que un grupo político, con la misma y habitual combinación de elementos
deontológicos y consecuencialistas, considerara que es de gran injusticia la
vida social en un Estado democrático, social y respetuoso con los derechos y
garantías individuales, por ejemplo porque ese modelo social no se adapta al
ideal de cierto credo religioso o porque en tal Estado se permiten libremente
comportamientos que los de ese grupo valoran como criminales, contra natura o
sumamente indecentes: aborto voluntario, relaciones homosexuales, igualdad
entre los sexos, blasfemia u ofensas a los sentimientos religiosos, etc.
Y así, como de sopetón, hemos llegado al fundamento de la democracia:
ante el riesgo de que algunos, fervientemente convencidos de que la verdad de
sus convicciones morales muy densas no permite ni es compatible con concesiones
al error y al mal “objetivo”, intenten por la brava imponer sus esquemas
vitales a todos, que gobierne la mayoría con respeto escrupuloso a la
pluralidad ideológica y a la diversidad de convicciones morales.
Tal vez hemos avanzado algo, pero no hemos resuelto el problema inicial,
sino que se nos acentúa. En E no había democracia ni libertad auténticas, se
trataba de la inicua y absoluta dominación sobre los más de unos pocos que usaban
el Estado al servicio de sus más injustificables intereses. Pero el actual
gobierno de E, que busca la justicia, no considera posible sentar la democracia
y la libertad si no es al precio de un periodo no democrático y de represión de
determinadas libertades. ¿Podremos, desde la teoría y en sede puramente teórica,
salir del embrollo y aportar algo útil para la práctica política en situaciones
de ese jaez? Quizá sí. Veamos.
No tendremos acuerdo con quien rechace que es posible una cierta
síntesis práctica de democracia, derechos básicos de los individuos y justicia
social. Con quien crea, por ejemplo, que no hay más justicia social posible que
en dictadura o bajo alguna forma de autoritarismo no podemos seguir hablando,
no nos entenderemos. Así que al menos concedamos como hipótesis que compartimos
el juicio moral y político-moral positivo sobre esas tres cosas (democracia,
libertades, justicia social como equidad social mínima o garantía de que nadie
es privado de la posibilidad de digna satisfacción de sus necesidades más
básicas en un contexto de al menos cierta igualdad de oportunidades) y que no
descartamos que, históricamente y siempre con cierta determinación por el
contexto, esa síntesis es posible. Si alguno dijera que no cabe, yo le diría
que en países como Suecia, Dinamarca o Noruega sí cupo; con todas las
imperfecciones que se quiera, pero cupo una tal síntesis no desdeñable.
Sí, además, concedemos, también como hipótesis (repito, concedámoslo
como hipótesis), que puede haber tesituras sociales, políticas y económicas en
las que la evolución espontánea de la sociedad y el régimen político-jurídico
desde la iniquidad extrema hacia una mínima justicia social en democracia y
libertad resulte poco menos que imposible sin algún “empujón” autoritario o sin
cierto uso político de la fuerza, ya estamos en condiciones de aportar algo
sobre el espinoso asunto de la legitimidad política del nuevo gobierno de E. En
síntesis, estas podrían ser las pautas:
(i) Los fines reformistas proclamados deben estar claros y ser lo más
precisos posible. Si el ejercicio autoritario del nuevo poder se quiere
justificar nada más que a base de fórmulas genéricas como “acabar con la
injusticia”, conseguir “una vida mejor para todos” y así, ese poder se
deslegitima porque se está procurando una carta en blanco: no se justifica en
verdad por los fines, pues no los sabemos y solo se nos pide un acto de fe, de fe
gratuita por ser ellos quienes son o porque no son los otros; como si importara
el collar de los perros cuando son perros, al fin y al cabo.
(ii) Ese poder se deslegitima en proporción exacta a lo que sus
prácticas supongan de mero reemplazo de un grupo dominante por otro grupo
dominante, manteniendo las mismas estructuras de dominación económica, política
y social y cambiando nada más que las personas y los mecanismos internos de
acceso a los privilegios. Si los perros nada más que se disputan los collares y
sólo hay collares para los perros, la hipotética o condicionada legitimidad se
esfuma.
(iii) La “contaminación” de las prácticas políticas y de las
instituciones no puede dejar de ser y de verse como provisional y puramente
instrumental. Si el fin justificador es aquella síntesis ansiada de democracia,
libertad y justicia social, pasada la inevitable transición se debe dar la
palabra y el poder a la sociedad y que sea lo que, en libertad, la sociedad
quiera. O sea, ha de estar bien claro que, aun con medios hoy discutibles pero
imprescindibles, mañana ha de haber separación de poderes, justicia
independiente y derechos y garantías para todos y cada uno de los ciudadanos.
(iv) Ha de haber tiempos y tienen que ser rígidos los tiempos. Las
transiciones son eso, transiciones, y una transición permanente, de ese tipo,
es una nueva iniquidad perdudable. Nada más aborrecible que el reformador o
revolucionario que hace de su fracaso virtud y pretexto para aferrarse al poder
y para consolidar particulares privilegios de nuevas personas o grupos. Inducir
mayor pobreza, mejor o peor repartida, y usar la pobreza como disculpa para la
perpetua falta de libertad o invocar fantasmagóricos enemigos internos o
externos para hacer que jamás se acaben la miseria y la sumisión del pueblo es
maquiavelismo pueril y rastrero.
(v) Puesto que estamos refiriéndonos a medidas que en su contenido se
avienen mal con los propósitos justificadores (v.gr. restricción de libertades
para alcanzar un estado de libertades efectivas), las medidas autoritarias o
restrictivas de derechos no podrán jamás ir más allá de las estrictamente
necesarias en función de esos fines claros y fundamentados. Si, por poner un
ejemplo, so pretexto de reformas sociales que implanten la igualdad de
oportunidades se aprovecha para perseguir a las personas con determinada
orientación sexual o de tal o cual religión, ese gobierno se deslegitima
grandemente.
(vi) Hasta hoy y en lo que hasta ahora hemos conocido, todo intento de
construir desde un poder personalista y autoritario la sociedad ideal y de
perfecta justicia ha terminado, siempre, en opresión sin límite, pobreza sin
horizonte y formación de nuevos grupos corruptos y económicamente
privilegiados. Por eso, si algún programa del tipo del que examinamos puede
tener alguna legitimidad, ha de ser un programa de mínimos y no de máximos,
tendente a sentar condiciones para la libertad y no a suprimir la libertad sin
condiciones y en nombre de la justicia.
No he pretendido demostrar que pueda haber incuestionable legitimidad en
algunos gobiernos autoritarios movidos por intenciones de justicia social,
solamente lo he admitido como hipótesis no descartable. Más bien he querido
mostrar cómo el fundamento para tales concesiones hipotéticas, si es que las
hacemos, se evapora ante determinadas prácticas de los reformadores. Nadie
debería conformarse con cambiar de amo cuando lo que se busca es el fin de la
esclavitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario