A
la mayoría de los penalistas españoles se les eriza el vello corporal cuando
oyen hablar de justificaciones retributivas de la pena. Posiblemente esa
especie de prejuicio proviene de la muy potente e influyente dogmática alemana,
donde retribución penal es asociada a venganza primitiva, donde se liga a las llamadas
teorías absolutas de la pena y se tiñe de colores poco menos que religiosos o
místicos, y donde, para colmo, en los últimos tiempos parece que algunas
teorías retribucionistas van por la senda hegeliana y cobran aroma de
autoritarismo o estatismo tremendo. Así que el retribucionismo es contemplado
como esencialmente reaccionario y poco digno de consideración teórica.
En
otros ámbitos de la cultura jurídica las cosas no son así. En la discusión
teórica anglosajona se habla de un renacer del retribucionismo desde hace
cuarenta o cincuenta años y, además, muchos de los que se proclaman
retribucionistas están en las filas que aquí llamaríamos progresistas. Para
colmo del desconcierto, el muy conservador juez Scalia, en la sentencia
del caso Harmelin (véase también aquí) sostuvo que
el principio de proporcionalidad es un componente capital de la justificación
retributiva de la pena y que resulta incompatible con cualquier fundamentación
de la pena que se base en la búsqueda de la disuasión, la incapacitación o la
rehabilitación del delincuente. Se trataba de ver si la imposición de una pena
desproporcionadamente alta para la gravedad del delito está vedada por la
Enmienda Octava, la que prohíbe las penas crueles, inhumanas o degradantes. En
el Tribunal Supremo de EEUU se ha buscado en esa norma el anclaje
constitucional para el principio de proporcionalidad de las penas y las
posturas de sus jueces a lo largo de décadas han sido cambiantes y
contradictorias.
Scalia
entiende que la Constitución no está alineada con ninguna filosofía penal en
particular, pero que tanto desde los orígenes de la carta constitucional (no
olvidemos el originalismo de Scalia) como en la actualidad, la opinión pública
y política dominante tiende a justificar la pena por sus consecuencias sociales
favorables, en términos de disuasión fundamentalmente, o, como diríamos, aquí,
por su función de prevención. Según Scalia, si se quiere ser fiel a esa
fundamentación consecuencialista o preventiva, hay que prescindir del principio
de proporcionalidad de las penas, que es un componente nada más que de la
justificación retribucionista. En consecuencia, cuando resulte que, en un
delito dado, el efecto disuasorio nada más que se pueda lograr con penas muy
altas, desproporcionadas en relación con la gravedad moral del delito, no hay
por qué pararse en ideas de merecimiento o justicia y el principio de
proporcionalidad está de más. En otras palabras, habría, según Scalia, una
asimilación o correspondencia entre principio de proporcionalidad y
fundamentación retributiva, y o atendemos a ese principio o atendemos a las
justificaciones consecuencialistas, funcionales o utilitarias de la pena, sin
que quepan posturas intermedias o mixtas.
En
su núcleo más común, el actual retribucionismo americano puede resumirse bajo
las siguientes tesis unidas:
a)
La pena justa como pena merecida.
Que la pena sea merecida no significa que el delito tenga una especie de
propiedad ontológica que haga de la pena un bien intrínseco y necesario para
algo así como el orden del mundo o de la Creación. Ese merecimiento es un
merecimiento moral. La pena justificada es la que se impone a un sujeto por una
acción suya que resulta moralmente reprochable. Por tanto, para que haya delito
tiene que darse reprochabilidad moral de la conducta. El sujeto merece el mal
que la pena para él representa porque la pena equivale de alguna manera a lo
que de reprochable moralmente hay en su acción. Eso no implica que toda
conducta moralmente reprochable sea merecedora de castigo penal, pero sí
implica que no puede haber castigo penal si un determinado grado de
reprochabilidad moral.
b)
La pena solamente cabe para el sujeto
culpable. Los retribucionistas mantienen que no es fácil fundar el
principio de culpabilidad como límite penal sin aquella filosofía retributiva
de fondo, sin tal idea de merecimiento moral. La pena solamente la merece quien
obró personalmente y obró siendo dueño de sus actos. Insisten los
retribucionistas en que con planteamientos puramente preventivos y disuasorios
puede en ciertos casos resultar justificado castigar al inocente, para
escarmiento general de la sociedad (a la que se le puede ocultar que el penado
era inocente) o imponer penas “vicarias”, castigando, por ejemplo, a los hijos
del que cometió el ilícito. Si yo sé que si cometo cierto delito van a ser
encarcelados mis hijos, tendré una muy fuerte razón disuasoria, un motivo
especialmente poderoso para abstenerme de tal conducta.
c)
La única pena justificada es la pena
proporcional. La proporcionalidad supone equivalencia entre el mal que el
delito causa y el mal que, como castigo, al delincuente se le impone. No es que
un mal (la pena) sane otro mal (el delito) o lo anule, no se trata de ninguna
extraña construcción metafísica. Se trata de que nadie sea castigado en medida
mayor de lo que por su conducta merece, y dicho merecimiento tiene su primera
base en el grado o alcance de la reprochabilidad moral.
No
se me ocurre cómo se puede hacer uso del principio de proporcionalidad sin ese
trasfondo retributivo o con un enfoque meramente preventivo. La alternativa
consecuencialista para construir el principio de proporcionalidad está
condenada a fijar una idea de proporción muy diferente. Esa proporción tendría
que ser entre el daño social que un tipo de delito produce y el beneficio
social que su castigo genera, en términos de reducción de esos actos delictivos.
Es un razonamiento en clave de costes sociales, aunque no sean necesariamente
costes económicos.
Pongamos
que el daño que se estima que causa el delito D es un daño X. Imaginemos
también que ese delito no nos parece muy altamente reprochable desde un punto
de vista moral. Si para D se tipifica una pena P proporcionada en su gravedad a
la reprochabilidad de la conducta delictiva, el daño social desciende un grado,
en una escala de 0 a 10. Tenemos, pues un resultado de X-1. Supongamos ahora
que tenemos datos fehacientes que nos indican que multiplicando por diez la
dureza de la pena para D, el efecto preventivo es altísimo, de grado 9, de
forma que con esa altísima pena para un comportamiento no tan reprochable pero
socialmente perjudicial, la comisión de tal delito será escasísima, puramente
marginal. El daño X habrá prácticamente desaparecido, de resultas del buen
efecto práctico de esa pena moralmente desproporcionada, pero funcionalmente
muy eficaz.
La
pregunta decisiva es, pues, la siguiente. ¿Hay alguna manera de mantener el
principio de proporcionalidad de la pena, en el sentido en que habitualmente lo
usamos, sin limitar la justificación preventiva o consecuencialista y sin
hacerle sitio a un elemento de retribucionismo, entendido de la manera que he
descrito?
En
mis tratos con tantos amigos penalistas, estoy acostumbrado a verlos rasgarse
las vestiduras ante este punitivismo actual que día tras día endurece las
penas, incurre en incongruencias valorativas tremendas al castigar más severamente
comportamientos que son menos graves que otros con pena menor o pone castigos
muy duros para delitos que no los merecen. ¿Están esos penalistas presuponiendo
un retribucionismo limitador, como el descrito, y nos insinúan, por tanto, que
no es admisible para ningún delito una pena superior a la que merece? O, a la
inversa, cuando se echan las manos a la cabeza porque determinados delitos
altamente reprobables, como algunos de los llamados de cuello blanco, quedan impunes
o reciben en la ley castigo más liviano que el merecido, ¿siguen argumentando
retributivamente, aunque no lo reconozcan?
Un
penalista consecuencialista o prevencionista puro puede responder que el
escándalo proviene de que esas penas más altas no son disuasorias en verdad, o
muy escasamente, o que, en los otros casos, esos castigos tan suaves tienen un
efecto antipreventivo. Pero me parece que ese argumento tiene algunas
debilidades. Una, que puede ser válido para ciertos delitos, pero no para todos
los casos. Cuando la pena desproporcionadamente alta sí disuade grandemente, al
prevencionista puro no le quedará mucho que decir. Otra, que, si en los efectos
preventivos está la clave, el prevencionista tiene que ser sumamente sensible a
los datos empíricos, criminológicos, sobre la incidencia real de las pena en
las tasas del delito en cuestión. Un dogmático penal puramente prevencionista y
poco atento a las aportaciones de las ciencias empíricas criminológicas parece
condenado a razonar un poquillo en el vacío, a humo de pajas.
Naturalmente,
al retribucionista le queda mucho que hacer, especialmente en lo referido a las
ideas de merecimiento moral de la pena y de proporcionalidad. Al igual que le
falta algo esencial al prevencionista que habla de efectos preventivos mejores
o peores sin manejo de los datos que brinden las ciencias sociales y de la
conducta, el retribucionista necesita una teoría moral consistente y una buena
construcción de la idea de proporcionalidad como equivalencia entre
reprochabilidad moral de la acción y grado de aflicción de la pena. Eso está
sin elaborar en gran parte, pero algo hay. Algo significa, a ese respecto, el
acuerdo generalizado en que es excesiva e injustificada una pena de treinta
años de cárcel para el que roba cien euros, o una de multa de cien euros para
el que asesina a diez personas. Quizá a partir de esos acuerdos primarios quepa
ir elaborando una buena teoría de la proporcionalidad como pena merecida. Y
alguna relación con esto debe de tener la teoría de los bienes
jurídico-penales, tan querida por nuestra dogmática penal.
En
verdad, entre los retribucionistas de estos tiempos son mayoría los que se
acogen a una teoría mixta o híbrida. Hay muchas variantes, pero podría
sintetizarse del siguiente modo la posición que domina: el límite de la
proporcionalidad con el merecimiento es un límite absoluto, pero la pena no
puede estar justificada por el puro merecimiento. Esto es, la pena también ha
de cumplir una función social positiva, preventiva. Quiere decirse que esos
principios ligados de merecimiento y proporcionalidad (más el de culpabilidad,
estrechamente emparentado con la idea de merecimiento) son condición necesaria
para la pena justa o justificada, pero no son condición suficiente.
Esas
teorías mixtas también pueden topar con una objeción muy seria, que paso a
exponer, para acabar. Imaginemos el siguiente caso y acéptense los datos del
caso, tal como lo expongo. En un Estado ha comenzado a actuar un grupo
terrorista sumamente violento y peligroso. Dirigidos por su sanguinario
cabecilla, han segado la vida ya de docenas de personas, de manera muy cruel.
Pero se sabe con total certeza (esta es la parte del ejemplo que pido que se
acepte, pues puede ser real en alguna ocasión) que si ese cabecilla es
detenido, juzgado y condenado a la pena legalmente prevista para tan horribles
crímenes, en ese territorio serán muchísimos los que lo consideren un mártir de
la causa y cientos y cientos los que darán el paso de incorporarse a dicha
organización terrorista. Estoy hablando, por tanto, del caso (extraño, pero no
imposible) de que la aplicación de la pena merecida tenga efectos fuertemente
antipreventivos, provoque consecuencias opuestas a las que justifican la pena
como disuasoria.
No
sé lo que en un caso así tendría que decir el prevencionista. Pero si piensa
que es absolutamente justo el castigo para aquel sujeto, pase lo que pase y
caiga quien caiga, se nos ha convertido en un retribucionista duro. Tampoco sé
cómo va a salir del apuro el que maneja una teoría mixta como la que brevemente
he descrito. Si dice que el castigo en esa oportunidad es insoslayable, por
imperativo de la justicia, pone una excepción a aquella tesis de que el
merecimiento de la pena es condición necesaria, pero no condición suficiente.
El único que lo tiene fácil ahí es el retribucionista puro. Pero el
retribucionista puro también asusta bastante, con su rigidez moral y su fiat iustitia, pereat mundus, al
kantiano estilo. Ciertamente, se ha subrayado mil veces en estos tiempos que
retribucionistas puros apenas ha habido o hay. Lo fue Kant, posiblemente (hay
interpretaciones divergentes, no obstante), y en nuestros tiempos el que más se
acerca es Michael S. Moore, de Placing
Blane: A Theory of the Criminal Law (2010).
Dejando
de lado esos eventuales casos trágicos, me pregunto: ¿tanto desgarro íntimo o
gremial supondría para nuestros penalistas patrios y sus compadres alemanes
admitir que el retribucionismo de nuestro tiempo no es retrógrado, sino todo lo
contrario, y que algo de retribucionismo asumimos todos cuando nos alarmamos
con los desmanes de nuestros desmedidos legisladores penales?
(Para
un comentario crítico de las tesis de Scalia y una potente defensa de las
teorías mixtas, véase Ian P. Farrell, “Gilbert & Sullivan and Scalia:
Philosophy, Proportionality, and the Eighth Amendment”, aquí).
Muchas gracias, de nuevo, Juan Antonio, por este ejercicio, una demostración del potencial de la filosofía jurídica para ayudar a afrontar casos reales o posibles en la praxis del Derecho, saliendo del sonsonete de la teoría formal de las normas jurídicas y otros temas así, que resultan aburridos y ociosos a quien no se ha enfrascado en ellos, al paso que, con una entrada como ésta, ningún jurista ni aprendiz de tal, por incipiente que sea, puede decir que le resulta indiferente.
ResponderEliminarPasando al contenido, tengo 3 comentarios. Uno es que interpretar la prohibición constitucional de penas crueles e insólitas como base para exigir el canon de proporcionalidad de la pena es una jurisprudencia creativa, que yo adscribiría a un modo velado de invocar el derecho natural (interpretar, en lo posible, el derecho que es ajustándolo al que debiera ser, según la fórmula que tanta discusión suscitó el 16 de junio próximo pasado).
Mi 2º comentario es que no creo que la proporcionalidad se determine exigiendo que el grado de aflicción de la pena iguale el causado por el reato, pues me parece que brotan a borbotones las objeciones. ¿Por qué no una formulación más tenue, a saber, que a mayor gravedad del reato (tanto del injusto formal y material como de la culpabilidad), mayor sea la pena? O algo así. Si se quiere, proporcionalmente mayor, pero dudo que el adverbio ayude, pues es el concepto de proporcionalidad el que estamos queriendo dilucidar sin circularidad.
Mi 3er comentario es que, en ese supuesto, los consecuencialistas (por muy retributivistas que seamos) diríamos, en principio, que, haciendo de tripas corazón hay que abstenerse de condenar al cabecilla; pero, antes de estar seguros de ello, hay qué pensar cuáles serán las consecuencias de no condenarlo (quizá peores que las de condenarlo) y, sobre todo, cuáles serán las consecuencias a largo plazo y en una zona geográfica más amplia. Y, si no queda otro remedio, habría que hacer acciones ilegales contra él, como condenarlo, no sólo por lo que ha hecho, sino por otras cosas que lo desprestigien y le quiten la aureola de mártir. (Sé que esto que digo va a escandalizar a todos.)
Maestro usted dice:
ResponderEliminar“En mis tratos con tantos amigos penalistas, estoy acostumbrado a verlos rasgarse las vestiduras ante este punitivismo actual que día tras día endurece las penas, incurre en incongruencias valorativas tremendas al castigar más severamente comportamientos que son menos graves que otros con pena menor o pone castigos muy duros para delitos que no los merecen”.
Esto pasa porque no tienen en cuenta otros factores de estudio a la hora de analizar el Derecho Criminal. Pues, es importante estudiar el derecho criminal inter y multidisciplinarmente, que sería eso de la Criminología; pero se quedan corto, porque no conozco a ningun penalista que estudie el análisis económico del derecho (AED), en este caso en el enfoque penal, seria algo como el: «Análisis Económico del Derecho Penal», que si lo podemos atribuir a su creador que fue Beccaria en: «Los Delitos y las Penas», cuando comenzó hablar sobre el contrabando con sus efectos adversos y luego nuevamente lo vemos con Gary Becker (Escuela de Chicago). A los penalistas hoy en día no le interesa mirar a costo-beneficio (AED del Derecho Penal) la proporción de la pena con el delito cometido, como también a la hora de hablar de la política criminal, tampoco les importa (sobre la Razonabilidad de la Leyes Penales en palabras de Diez Ripollés, a la hora de crear leyes penales) todo eso hace parte de este análisis, que hoy en día ningún penalista lo ve, y que yo por ejemplo estoy estudiando. Los penalistas creen, que la sanción o la pena al delito cometido es suficiente sea este elevado o no, no les interesa, pero, para cobrar dinero ahí si. Entonces no se dan cuenta de las realidades sociales, desconociendo estos enfoques que son importantes para aportar un granito de arena a la humanidad.
Ahora, otro problema que se plantea es que para un penalista que no es retribucionista, le va a ser difícil hablar de una análisis costo-beneficio del delito cometido y de la pena. En nuestro caso no hay problema, porque como usted, yo me considero un retribucionista liberal, donde no le echamos toda al retribucionismo, sino también a la prevención; pero, querer llegar a la prevención no necesariamente es llegar a la retribución tal como usted ha dicho en este articulo, de hecho, hay retribuciones que no son preventivas, y prevenciones que no son retributivas. Por ello, hay que hacer, repito, un análisis valorativo-económico de la sanción y del delito, para poder sopesar la retribución justamente con la prevención. Y así realizar un catalogo de penas y delitos conforme al retribucionismo liberal, que no seria otra cosa que un análisis correcto económico del derecho criminal, y eso es lo que precisamente nos falta.
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