La sentencia
del Pleno del Tribunal Constitucional de 25 de junio de 2015, sobre la
posible objeción de conciencia de los farmacéuticos como razón
constitucionalmente legítima para la negativa a tener en su farmacia existencias
de la llamada píldora del día siguiente y de preservativos es, en mi opinión,
una sentencia catastrófica. Muy buenas razones para este juicio ya han sido
expuestas por Jesús Alfaro en el blog Almacén de Derecho (aquí), y a ellas me remito. Contundentes me parecen también los argumentos de
la magistrada Adela Asua, en su voto
particular a dicha sentencia. A esas críticas me sumo y poco podría añadir
a ellas. Y, más allá de discrepancias de fondo con la sentencia, no me parece
de recibo que resulte tan contradictoria, endeble y elemental la argumentación
en una sentencia del Tribunal Constitucional.
Mis
consideraciones aquí tratarán de tener un alcance más general, aunque sea
tomando pie en este concreto asunto y en esta sentencia que lo resuelve. Nos
hallamos ante un tema con una fortísima carga ideológica y en el que es enorme
el riesgo de que la lucha entre concepciones morales y políticas muy distantes puedan convertir la aplicación del
derecho en un campo de batalla en el que las buenas razones jurídicas sucumban
ante el ansia de unos y otros por imponer sus personales creencias a cualquier
precio y cueste lo que cueste en términos de calidad y coherencia del sistema
jurídico.
Por
lo que pueda importar para la valoración de mis modestas tesis, me apresuro a
declarar algunos elementos de mi ideología: no profeso religión ninguna, no soy
contrario a la regulación del aborto voluntario y creo que las libertades
individuales deben estar protegidas en la medida más alta que sea compatible
con la igual dignidad básica de los ciudadanos y con el aseguramiento de la
igualdad de oportunidades, componente ineludible del Estado social. Dicho esto,
paso a defender unas pocas tesis.
1. Las
ponderaciones las carga el diablo. Por muy buena intención que pongamos todos
al aplicar los tests de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido
estricto, no tenemos una vara de medir común y mínimamente objetiva, y menos
para los casos difíciles que se plantean como conflictos de derechos
fundamentales o de principios. No hay ponderómetro. En cuestiones relacionadas
con el aborto o los llamados derechos reproductivos esto es bien patente.
¿Acaso no sabemos por anticipado lo que va a resultar de la ponderación de
tales o cuales magistrados? La ponderación en el caso concreto y a la luz de
las circunstancias del caso concreto nos aboca a un caótico casuismo y hasta
nos puede acercar a un cierto ridículo, como cuando, en la mentada sentencia,
se consideran cosas tales como que la farmacia en cuestión estaba situada en el
centro de Sevilla y en los alrededores había otras en las que se podía adquirir
la píldora en cuestión, y hasta supermercados o tiendas donde cabía comprar
preservativos. ¿Acaso tiene mucho sentido que se resuelva aquí y por tales
motivos en favor del derecho del farmacéutico a la objeción de conciencia y que
se decida lo contrario en otro caso en que se trate de la única farmacia de una
pequeña localidad o de una que no esté cercana a otras? ¿Es así y con tales
parámetros y ponderaciones como podemos y debemos configurar el derecho a la
objeción de conciencia o perfilar el alcance de cualquier derecho fundamental?
¿Podemos suponer que los magistrados que en esta ocasión ponderaron y tomaron
en cuenta esa particular circunstancia geográfica habrían resuelto en contra
del farmacéutico si la farmacia hubiera estado en el extrarradio de la ciudad o
fuera la única en diez kilómetros a la redonda?
2. Un mínimo requisito de racionalidad
en estos ámbitos valorativos es el de la universalización.
Universalizamos cuando lo que mantenemos para un caso estamos dispuestos a
sostenerlo igualmente para otros casos iguales y, especialmente, para casos
sustancialmente parecidos, no diferentes en nada esencialmente relevante.
Cuando decidimos aplicando en nuestro razonamiento reglas generales y estamos
dispuestos a generalizar la aplicación de esas reglas, estamos en las antípodas
del puro casuismo. La universalización es lo opuesto a la ley del embudo.
Una
vez sentado el derecho a la objeción de conciencia del farmacéutico que, por
sus convicciones morales personales (incluso claramente erróneas según el
dictamen de la ciencia), no quiere tener en su farmacia o dispensar la llamada
píldora del día después, tocaría preguntarse si el mismo derecho se lo
reconoceríamos al que se negara a servir medicamentos que contuvieran
penicilina, dado que profesa una religión que estima que la penicilina es una
sustancia diabólica y a través de la que las fuerzas del mal se apoderan del
alma de los humanos. Cosas más raras se han visto. O, si no queremos dar tanto
vuelo a la fantasía, pensemos en el cocinero algún comedor público que se
negara a preparar platos que tuvieran carne de cerdo. ¿O tal vez ponderaríamos
tomando en consideración detalles como el de si los comensales disponían cerca
de otro comedor en el que sí se sirvieran platos con todo tipo de carnes?
Contra
ese principio de universalización, componente mínimo de cualquier pretensión de
racionalidad, se puede atentar por dos vías: no aplicando el mismo patrón de
decisión favorable a casos
sustancialmente iguales y no aplicando el mismo patrón de decisión desfavorable a casos sustancialmente
iguales.
Me
explico un poco mejor. Quienes consideran que hay base constitucional para hacer
valer el derecho del farmacéutico a la objeción de conciencia deberían ser
consecuentes y reconocer el mismo derecho a otros en otras muchas situaciones
bien similares. Pero los que opinan (opinamos) que no es acertada esa
ampliación jurisprudencial del derecho de objeción de conciencia hemos de emplear
igual vara de medir en otras tesituras parecidas y donde tal vez nuestra
ideología nos vuelve más cercanos o simpáticos a los protagonistas. Si la tesis
general es que, fuera del caso excepcional de la objeción al servicio militar,
expresamente recogida en la Constitución, no cabe objeción de conciencia sin
respaldo en norma legal, sin interpositio
legislatoris, santo y bueno y muy de acuerdo; pero, entonces, no hay derecho
a la objeción de conciencia en ningún caso que el legislador no haya
sancionado. Y punto. Lo que no tiene muy buena presentación es eso tan habitual
de ir con los de la feria y volver con los del mercado, el cambio de teoría en
función de quiénes sean los implicados y la aplicación de burdos esquemas de
amigo y enemigo.
Creo
que muchos discrepamos de la referida sentencia del Tribunal Constitucional
porque, en efecto, opinamos que un derecho como el de objeción de conciencia no
es viable, en nuestro presente Estado constitucional, sin regulación
legislativa, sin reconocimiento en una ley con todas las de la ley, si se me
permite la expresión. O eso, o el casuismo y el caos. Pero, entonces, habremos
de estar a las duras y a las maduras. O sea, nada de negarle el derecho al
farmacéutico porque no tiene ley que lo ampare y de firmar manifiestos a favor
del que por razones políticas de cualquier tipo desobedece abiertamente la ley democrática
y hasta se niega a aplicar las sentencias desfavorables. Ese tampoco será
objetor, aunque lo admiremos como desobediente. Porque mal vamos si esto deja
de ser un problema jurídico tremendo y técnicamente bien complejo y se
convierte en una disputa entre católicos y no católicos, por ejemplo, o entre
conservadores y progresistas o entre tirios y troyanos.
3. Ciertamente, si el legislador calla,
casos como el que nos ocupa deberán resolverlos los tribunales. Y algunos,
repito, parece que pensamos que deberían los tribunales resolver contra la
pretensión de tal derecho cuando una ley no lo acoge. Es así con este derecho,
por razones bien evidentes que no voy a glosar aquí por extenso; con otros
derechos es diferente, por supuesto. No estoy cuestionando la eficacia directa
de la Constitución para la protección de muchos derechos fundamentales.
En el tema específico de la objeción de
conciencia, creo que el legislador debería ser mucho más activo. En primer
lugar, porque tarea legítima del legislador es la de solucionar muchos
conflictos de derechos y de principios constitucionales. Para eso está y para
eso ha de servirle su legitimidad democrática. En segundo lugar, porque
conviene, en la limitada medida de lo posible, descargar a los jueces del peso
de ciertas decisiones que afectan al juego y alcance general de muchos derechos
básicos de los ciudadanos. En tercer lugar, porque el carácter general de las
normas legales, aun con sus siempre presentes problemas interpretativos, nos
libra de la incertidumbre del casuismo jurisprudencial. Ya vemos, en esta misma
sentencia, de qué poco le sirve al mismísimo Tribunal Constitucional su propia
jurisprudencia precedente y con qué alegría se salta cualquier barrera, so
pretexto de que ponderó de nuevo y esta vez sale así.
4. Estoy a favor de un reconocimiento legal generoso del derecho a la objeción
de conciencia. Por ejemplo, no me escandalizaría lo más mínimo que una ley
reconociera este derecho a los farmacéuticos. Obviamente, frente a ese derecho individual
están tanto el interés general como los derechos individuales de otros sujetos.
Es el interés general el que probablemente hace inviable la objeción de
conciencia al pago de impuestos. Son los derechos de los demás los que habría
que proteger frente al riesgo de que, pongamos por caso, todos los
farmacéuticos de una ciudad fueran objetores y se negaran a vender
anticonceptivos o antibióticos. Pero esas son las ponderaciones que competen al
legislador. El legislador puede poner todo tipo de condiciones prácticas para
el ejercicio del derecho. Lo hizo el constituyente cuando a la objeción al
servicio militar unió la exigencia de prestación social sustitutoria. Creo que,
por mencionar solo un detalle, se podría defender la constitucionalidad de una
ley que reconociera a los dueños de farmacias el derecho a la objeción de
conciencia y que, al mismo tiempo, dispusiera que no pueden esas farmacias ser
farmacias de guardia. El que algo quiere, algo le cuesta y a eso estamos
acostumbrados. Al fin y al cabo, si usted, por razones que ni siquiera son
morales o de estricta conciencia, quiere comprar un coche más potente y que
contamina más, debe pagar un impuesto más alto y no invocamos discriminación
por esa causa.
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