Lloran ojos desconsolados y se oyen lastimeros
tañidos por el cierre del Café Comercial en Madrid del que, como es habitual,
nadie hablaba hasta que han bajado la persiana. “Si queréis aplausos, moríos”
dejó en su epitafio Enrique Jardiel Poncela que bien sabía de silbidos y
pateos. Tengo escrito en una de mis “guindas en aguardiente” que “en España el
hombre es como el toro: solo se le aplaude en el arrastre”.
Todo ilustrado que en algo se tenga toma la pluma
estos días para evocar los tiempos de las tertulias en los cafés madrileños y
ahí es inevitable que salgan Valle-Inclán, el Pombo de Ramón, el Lion d´Or, el
Gijón, lugares donde además se escribieron poemas, dramas rellenos de pasiones
y ensayos sudorosos de ideas.
En verdad algunos locales de estos subsisten en el
mismo Madrid, en París -donde se vio hacer manitas a Rimbaud y a Verlaine-, en
Lisboa, en Viena ... pero estos lugares son hoy museos, templos hermosos, testigos
mudos del empuje que, entre sí, practican los años.
Y es que se olvida que al café se iba en aquella
época dorada porque en las casas hacía un frío de mil diablos y lo que se
buscaba no era tanto la proximidad al genio sino a la estufa (a la chubesky).
Todo esto se transformó con la calefacción central
en las casas pero sobre todo con el cambio del nombre de estos
establecimientos, es decir, cuando el café pasó a llamarse cafetería: todas
desesperadamente iguales. Es el momento en el que lo adocenado empieza a hacer
sus estragos. Y es cuando se marchan los escritores, esos que salen en las
preguntas de los exámenes, y se llenan de ocasionales y fugaces consumidores de
una tostada o de quienes se sienten acuciados por alguna urgencia.
Cervantes que no iba a bares sino a cárceles dejó
escrito, cuando se hallaba en una de ellas, que allí “toda incomodidad tiene su
asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Pues bien en las actuales
cafeterías, salvo excepciones distinguidas, toda incomodidad y todos los ruidos
hallan amable acogida. Y es lástima porque a veces ofrecen alimentos
apreciables.
En ellas hay, en despiadado y simultáneo
funcionamiento, un televisor -o dos- y la radio. A ellos se une la máquina
expendedora de cigarrillos que anuncia la compra seleccionada por el cliente y
da las gracias educadas al final de la operación; en un rincón una máquina de
juegos complementa la algarabía y después el estruendo de los empleados
manejando vasos y cacharrería más las voces de los parroquianos que, si quieren
hacerse oír, han de trabajar el decibelio con convicción. En fin ... el ruido
diabólico de un pequeño artilugio destinado a calentar la leche. ¿Alguien puede
explicar la razón por la cual es necesario organizar tal alboroto para esta
humilde tarea?
Todo ello hace que a las personas que buscan cierto
equilibrio y que huyen del aturdimiento y de la turbación jamás se les pueda
pasar por la cabeza iniciar en tales establecimientos una tertulia para
comentar las novedades editoriales.
Cafelito, meada y a la calle ...
He citado las excepciones. En Soria he encontrado
hace unos días un bar del centro (Lázaro) donde se sirve -desde hace varias
generaciones- un apreciable vino dulce y unos cacahuetes sin pelar. El
mesonero, un hombre joven, se ha determinado, como un héroe mitológico, a
detener el tiempo y a hacer un corte de mangas resuelto y garboso a las modas y
sus paparruchas. No hay radio, no hay televisor, no hay máquinas
ensordecedoras, solo el trasiego de los pequeños vasitos de vino y el suave
crujir de los cacahuetes. El parroquiano no se ve obligado a chillar y así
puede tejer una conversación en voz baja con un amigo o susurrar en el oído de
la acompañante un poema.
El poema que bien pudo haberse escrito -como un
inofensivo juego- en la tranquilidad de ese local.
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