08 agosto, 2015

Cafeterías o cómo aturdir al cliente. Por Francisco Sosa Wagner



Lloran ojos desconsolados y se oyen lastimeros tañidos por el cierre del Café Comercial en Madrid del que, como es habitual, nadie hablaba hasta que han bajado la persiana. “Si queréis aplausos, moríos” dejó en su epitafio Enrique Jardiel Poncela que bien sabía de silbidos y pateos. Tengo escrito en una de mis “guindas en aguardiente” que “en España el hombre es como el toro: solo se le aplaude en el arrastre”.

Todo ilustrado que en algo se tenga toma la pluma estos días para evocar los tiempos de las tertulias en los cafés madrileños y ahí es inevitable que salgan Valle-Inclán, el Pombo de Ramón, el Lion d´Or, el Gijón, lugares donde además se escribieron poemas, dramas rellenos de pasiones y ensayos sudorosos de ideas. 

En verdad algunos locales de estos subsisten en el mismo Madrid, en París -donde se vio hacer manitas a Rimbaud y a Verlaine-, en Lisboa, en Viena ... pero estos lugares son hoy museos, templos hermosos, testigos mudos del empuje que, entre sí, practican los años. 

Y es que se olvida que al café se iba en aquella época dorada porque en las casas hacía un frío de mil diablos y lo que se buscaba no era tanto la proximidad al genio sino a la estufa (a la chubesky).

Todo esto se transformó con la calefacción central en las casas pero sobre todo con el cambio del nombre de estos establecimientos, es decir, cuando el café pasó a llamarse cafetería: todas desesperadamente iguales. Es el momento en el que lo adocenado empieza a hacer sus estragos. Y es cuando se marchan los escritores, esos que salen en las preguntas de los exámenes, y se llenan de ocasionales y fugaces consumidores de una tostada o de quienes se sienten acuciados por alguna urgencia.

Cervantes que no iba a bares sino a cárceles dejó escrito, cuando se hallaba en una de ellas, que allí “toda incomodidad tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Pues bien en las actuales cafeterías, salvo excepciones distinguidas, toda incomodidad y todos los ruidos hallan amable acogida. Y es lástima porque a veces ofrecen alimentos apreciables.

En ellas hay, en despiadado y simultáneo funcionamiento, un televisor -o dos- y la radio. A ellos se une la máquina expendedora de cigarrillos que anuncia la compra seleccionada por el cliente y da las gracias educadas al final de la operación; en un rincón una máquina de juegos complementa la algarabía y después el estruendo de los empleados manejando vasos y cacharrería más las voces de los parroquianos que, si quieren hacerse oír, han de trabajar el decibelio con convicción. En fin ... el ruido diabólico de un pequeño artilugio destinado a calentar la leche. ¿Alguien puede explicar la razón por la cual es necesario organizar tal alboroto para esta humilde tarea?

Todo ello hace que a las personas que buscan cierto equilibrio y que huyen del aturdimiento y de la turbación jamás se les pueda pasar por la cabeza iniciar en tales establecimientos una tertulia para comentar las novedades editoriales.

Cafelito, meada y a la calle ...

He citado las excepciones. En Soria he encontrado hace unos días un bar del centro (Lázaro) donde se sirve -desde hace varias generaciones- un apreciable vino dulce y unos cacahuetes sin pelar. El mesonero, un hombre joven, se ha determinado, como un héroe mitológico, a detener el tiempo y a hacer un corte de mangas resuelto y garboso a las modas y sus paparruchas. No hay radio, no hay televisor, no hay máquinas ensordecedoras, solo el trasiego de los pequeños vasitos de vino y el suave crujir de los cacahuetes. El parroquiano no se ve obligado a chillar y así puede tejer una conversación en voz baja con un amigo o susurrar en el oído de la acompañante un poema.

El poema que bien pudo haberse escrito -como un inofensivo juego- en la tranquilidad de ese local.

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