(Publicado hoy en El Mundo)
Las voces que estos días se están oyendo
desde Europa (e incluso desde los Estados Unidos) sobre el desafío de
la independencia de Cataluña son muy esclarecedoras y deberían hacer
meditar al votante del próximo día 27 de septiembre. Cataluña quedaría
inmediatamente fuera de la Unión por las razones esgrimidas y por la más
sencilla de que el estado signatario de los Tratados es el Reino de
España que seguiría siendo por supuesto miembro de la Unión solo que
reducida su dimensión territorial. Cataluña, como nuevo Estado, tendría
que empinarse y ponerse a hacer los deberes de quien llega de nuevas, lo
que significa activar todas sus habilidades para ser reconocida
internacionalmente e ingresar en los clubes donde se discuten y deciden
los grandes problemas del mundo: La propia Unión Europea, la ONU, la
OTAN, los diferentes Gs, el Consejo de Europa, la organización mundial
del comercio... y un largo etcétera: trabajo no va a faltar ciertamente a
los diplomáticos del nuevo Estado.
Veamos más de cerca a la Unión Europea y
veamos por qué hay razones, más allá de las estrictamente jurídicas,
por las que los actuales Estados miembros no solo rechazarán la acogida
de Cataluña sino que serán adversarios implacables de sus esfuerzos por
integrarse en ella.
Recordemos que el espacio conformado por
la Unión ha vivido en paz varios decenios después de haber sufrido
permanentes conflictos civiles incluso antes de las dos guerras
mundiales. Pero, cuando se desmorona el Muro y empieza una nueva era, en
el Este resurgen las reclamaciones nacionales de sus minorías
provocando numerosas crisis y ocho graves conflictos armados: Eslovenia,
Croacia, Bosnia-Herzegovina, Chechenia, Georgia, Moldavia, Kosovo y, al
final, Ucrania.
En todos los Estados balcánicos sigue
habiendo minorías, así en Macedonia, en Bosnia y en Croacia. En Kosovo
hay albaneses pero además hay serbios en Mitrovica. Estos lugares saben
que, si no quieren enredarse en los horrores y en los errores del
pasado, la mejor solución pasa por la integración en Europa. Y en ello
están, desplegando todos los esfuerzos con los que cuentan.
No es casualidad que hasta ahora los
casos de desintegración de Estados ocurridos a finales del pasado siglo
hayan ocurrido fuera de la Unión Europea (así Checoslovaquia o
Yugoeslavia).
El problema, y aquí se halla el nudo de la cuestión, es que esto podría empezar a cambiar.
Cuando ganó el no a la independencia en
Escocia hubo un suspiro de alivio en Bruselas. Ahora hay un intento de
secesión en Cataluña. De tener éxito, nadie garantiza que estos ejemplos
constituyan excepciones.
¿Por qué? Veamos el mapa y coloreemos
poblaciones, minorías, etnias, religiones, fronteras... La minoría
húngara en Eslovaquia (600.000 en un país con 5.400.000 habitantes)
tiene aspiraciones secesionistas o de volver a la madre Hungría que, a
su vez, mantiene reivindicaciones históricas en la Voivodina y en el
Banato. Lo mismo ocurre con Bulgaria respecto de los territorios
fronterizos que perdió con Serbia tras la Primera Guerra Mundial. Por su
parte, Rumanía acoge minorías húngaras.
En el Alto Adige italiano vive una
mayoría étnica alemana, la Liga Norte anima tensiones separatistas bien
conocidas, después contamos con Irlanda del Norte, Córcega, Flandes, con
bretones, con galeses... Y, si nos entregamos al festival de rehacer
fronteras, Alemania puede desempolvar las reivindicaciones territoriales
de las suyas anteriores a 1937: sépase que los problemas que podría
crear Alemania serían imposibles de asimilar si un día, animada porque
sus vecinos han cogido el lápiz de rediseñar fronteras, decidiera
reclamar territorios perdidos y que no se contraerían a las regiones de
Alsacia y Lorena.
Pero Alemania no fue la única obligada a
encogerse tras la Segunda Guerra: Finlandia cedió parte de su
territorio a Rusia, pago del pecado de su alianza con un tal Adolf
Hitler. Rumanía cedió la Besarabia a la URSS y, a cambio, recuperó la
Transilvania que había pasado a Hungría. Bulgaria perdió su salida al
mar en beneficio de Grecia y Checoslovaquia cedió a la URSS la región de
Rutenia.
¿Se advierte la dimensión de los
problemas que crearía aceptar la ocurrencia de Artur Mas? Aquí no se
trata solo de aplicar tal o cual artículo de los Tratados: estamos
hablando de preservar el frágil milagro de la Unión Europea que
estallaría en mil pedazos si se accediera a abrir la caja de Pandora que
significaría discutir sobre las aspiraciones de múltiples y eternos
irredentismos (que, a su vez, crearían otros en una espiral infinita).
Ni más ni menos. “Es la historia, estúpido”, podríamos decirle al
presidente catalán parafraseando a Bill Clinton.
En una obra de Alexander Lernet-Holenia,
Die Standarte, novela con barones, sirvientes fieles, oficiales
rigurosos del Ejército y algún amorío, aparecida en 1934, cuando ya se
sabía dolorosamente quién era Dollfuss y se intuía que Hitler no andaba
lejos, aparece un personaje que asegura con la voz quejosa de quien
trata de borrar la historia: “A veces los hombres destruyen edificios
que han construido las generaciones anteriores como si no fueran nada.
Son capaces de quemar palacios tan solo para calentarse las manos”.
Unas manos -las del nacionalismo
catalán- que vienen por cierto ya calentitas con el magno trapicheo de
tantos por ciento, comisiones, cuentas por aquí, dineros de luto por
allá...
Para algunos nacionalistas la
construcción europea es un aliado destinado a desmontar los Estados que
hoy dan forma a la Unión Europea y sustituirlos por su modelo. Llevadas
sus ambiciones a sus últimas consecuencias darían como resultado una
Europa formada por tantos micro-Estados que haría inviable el
funcionamiento diario de sus instituciones. De ahí la reaccionaria
aberración que suponen los Estaditos, los poderes públicos enanos, las
Administraciones públicas bonsais, con competencias falsamente
blindadas, fáciles de manipular y de conducir al huerto de los intereses
de los grandes conglomerados económicos mundiales.
Respeto pues a lo que hemos construido
porque es la historia la que nos enseña que la Unión Europea nació
precisamente para superar ese pasado ominoso y hacerlo sobre la
convicción de que no existen identidades inmaculadas ni fronteras
perfectas, de que el reino de la pureza, si existe, se halla más allá de
los espacios por los que transita el hombre mortal y de que, al cabo,
la tal pureza es lo más cercano a la infecundidad.
Tocar las fronteras generaría tales
conflictos que destruiría el prodigio que es la Unión Europea actual, la
única capaz de dotar un día de verdadero contenido a la palabra
ciudadanía.
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