Quien cultive la disciplina de leer estas “soserías”
habrá advertido que casi siempre son textos bienhumorados, unas veces saldrán
lucidas y otras menos garbosas pero siempre trata de primar en ellas el donaire
y un vago gracejo. Se trata de distraer al lector a base de comentar sucedidos
de la vida cotidiana con espíritu festivo y burlón y hacer de ellos broma
inofensiva aunque el fondo del asunto a veces sea serio y obligue al lector a
pensar por unos segundos. Pero, en general, mis líneas aspiran a ser pura
burbuja, leve espuma. Estan más cerca de la chispa que de la llama, son más
pavesa que hoguera. Más rocío que lluvia.
Hoy no es así. Hoy uso este género de mi invención
para pedir auxilio, para impetrar la protección de alguna persona de mundo, de
algún cosmopolita que entienda de achaques de fogones finos y de eso que llaman
“la nouvelle cuisine” que ya no debe de ser tan “nouvelle”, tengo la impresión
de que se le han echado los años encima a esta señora.
Mi desconcierto tiene su origen en una amable
invitación de unos amigos a comer en un restaurante de Madrid donde lo pasé muy
bien: charla agradable, distendida, salpicada de ocurrencias punzantes... todos
ingredientes óptimos para pasar un rato placentero.
Solo que no logré saber lo que estaba comiendo.
Pero, astuto como me parieron, utilicé un truco: me llevé el folio que nos
dieron donde se describía el menú servido y, al llegar a casa, lo he desplegado
y leído despacio. Y aquí viene mi turbación y el hecho de molestar a mis
lectores para que, si alguien entiende algo, me lo haga saber como un favor a
un extraviado. Juro que no voy a molestarle más pero mi voz trémula clama por
una asistencia experta.
Comí -casi vergüenza me da confesarlo-
“esterificación de leche de tigre con fondo frutal” y comí “usuzukuri de
pescado con ensalada de pamplinas y salsa ponzu” a lo que siguió “taboulé de
tomate con guacamole y Noé Sour”.
Cuando creía que ya mi condición de paleto había
sufrido las más duras pruebas entramos en el plato fuerte del día: “lomo de
corzo macerado con guarnición de dinsum de patata limeña y chucrut de apio,
nabo, mojo miso y reducción de salsa de corzo con teriyaki”. Me he acordado al
ver este jeroglífico de aquello que se atribuye a García Lorca quien cuando
leyó el verso del “Responso a Verlaine” de Rubén Darío que dice “que púberes
canéforas te ofrenden el acanto” comentó: “solo he entendido el que”.
Justo mi misma limitación terminológica, mi misma
desazón ante la catarata de palabras misteriosamente enhebradas por la mano
mágica del cocinero.
El postre fue tan enigmático como había sido el
recital de platos que lo habían precedido: “PiscoSour con bizcocho de té
Matcha”.
Hay, ay, muchos elementos que se están averiando en
esta España moderna. El lector de este periódico los puede encontrar en
cualquiera de sus páginas. Pero me da la impresión -y lo escribo con mano
temblorosa- que la cocina está quedando a merced de unos vientos azarosos que
enfilan las más inciertas rutas.
Porque es el caso, y termino pues tengo la lágrima
pronta, que veo un anuncio de los mejores restaurantes de España acompañado de
una fotografía donde se ve una paella valenciana a la que han puesto ¡pimiento
morrón! ¡Como si un yihadista enarbolara un cromo de la Inmaculada Concepción!
Por favor, que alguien me asista.
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