Reza
así el artículo 752 del Código Civil: “No
producirán efecto las disposiciones testamentarias que haga el testador durante
su última enfermedad en favor del sacerdote que en ella le hubiese confesado,
de los parientes del mismo dentro del cuarto grado, o de su iglesia, cabildo,
comunidad o instituto”. La sentencia 255/2015 de la Sala Primera del
Tribunal Supremo, de fecha 19 de mayo de 2015, entra de lleno en uno de los
problemas interpretativos por ese precepto planteados, en concreto el referido
a lo que pueda o deba entenderse en la expresión “durante su última
enfermedad”.
Una
mujer, Rosaura, hace testamento algo menos de dos años antes de su muerte. En
dicho testamento instituye un legado de un millón de euros a favor de la
Congregación Religiosa de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, dándose
la circunstancia de que tanto en ese momento de testar, como después y hasta su
muerte, el confesor de Rosaura pertenecía a dicha Congregación Religiosa. Es
más, parece ser que dicho confesor lo era desde mucho antes, desde el año 1964.
En
el mismo testamento doña Rosaura deja el remanente de sus bienes (con la
excepción de otro legado de seis mil euros a favor de la misma Congregación y
que debe destinarse a misas en sufragio de su alma) a sus cinco sobrinos
carnales, hijos de su hermano, a quienes expresamente agradece los cuidados que
le brindaron durante años, y especialmente en su enfermedad. Como datos
adicionales que pueden tener alguna relevancia a efectos de interpretación de
la norma para el caso, cabe mencionar también que en la cláusula primera del
testamento doña Rosaura declara que profesa la religión católica, apostólica y
romana y que en esa fe ha vivido toda la vida y desea vivir y morir. Ese
testamento abierto y ante notario es el noveno que realiza, y en todos los
anteriores se dejaban también bienes a favor de la Iglesia, si bien, como en la
sentencia se dice, “de distinta índole y alcance según el testamento tomado en
consideración”.
Son
aquellos cinco sobrinos los que demandan la invalidez del legado de un millón
de euros, en virtud del artículo 752 CC. Tanto el Juzgado de Primera Instancia
como la Audiencia Provincial al resolver el recurso de apelación, estiman
plenamente válida aquella cláusula testamentaria por los demandantes o
recurrentes impugnada. Planteado recurso de casación, es el Tribunal Supremo el
que, en la sentencia que comentamos, de nuevo considerará válida dicha disposición.
Como el propio Tribunal indica, la clave estará en la manera en que se
interprete el mentado art. 752 CC y, muy en particular, en el sentido que se dé
a la idea de “última enfermedad”.
Pasaré
revista a los argumentos interpretativos manejados en la sentencia, aunque no
por el orden en que en la misma aparecen.
1. ¿Qué enfermedad es la última, a efectos
del art. 752 CC?
De
la descripción que la sentencia hace en su fundamento de Derecho tercero,
resulta que cuando firmó el testamento en cuestión, Rosaura padecía “una
dolencia crónica de problemas cardíacos [sic] que venía arrastrando la
testadora desde hacía más de diez años” (f.d. 3). ¿Fue esa dolencia cardíaca la
causa de la muerte? Con los datos que brinda la sentencia no es fácil dar una
respuesta precisa a tal pregunta, pues se nos dice esto: “resultando la causa
de la muerte, año y medio después de dicho otorgamiento, los trastornos
derivados de una complicada operación de cadera, agravados por la edad de la
paciente y por sus ya citados problemas cardíacos” (f.d. 3). Aquí tenemos el
eje de la cuestión.
Lo
primero que se puede observar es que ya
va siendo hora de que en este tipo de pleitos, y en tantos otros, se preste la
debida atención a los hechos, en su pormenor, y a su detallada prueba.
Porque con este altísimo grado de imprecisión cualquier interpretación se queda
en la pura abstracción o gira en el vacío. Para que podamos saber si la norma,
de una manera u otra interpretada, se ciñe a los hechos o no los abarca, hace
falta que de los hechos tengamos información suficientemente detallada, bien
precisa en todo lo que importe. Y resulta que aquí, en este caso, nos faltan
datos esenciales y el Tribunal se mueve en las neblinas de la indefinición. Y además
de respeto a los hechos concretos se requiere algo de claridad conceptual.
Veamos cómo y por qué.
No
sabemos cuál fue la causa de la muerte de Rosaura, aunque sí se nos informa, en
la sentencia, de cuál fue la circunstancia o momento. Murió tras “una
complicada operación de cadera” que le produjo “trastornos” que se agravaron
“por la edad de la paciente y por sus ya citados problemas cardíacos”. O
analizamos todo esto o nos conformamos con que se sentencie al bulto. Así que
analicemos.
El
art. 752 CC invalida ciertas disposiciones testamentarias que haga el testador
“durante su última enfermedad”. Así que para aplicar con algo de razonabilidad
y congruencia la norma hemos de aclarar qué es enfermedad y cuál enfermedad se
puede considerar la última. Debemos diferenciar toda una serie de variados
supuestos, si queremos evitar un casuismo ramplón y su secuela de inseguridad
jurídica palmaria.
a)
Una muerte puede deberse a una causa que
no es una enfermedad. Por ejemplo, a un sujeto puede atropellarlo y matarlo
un coche, sin que dicho atropello se deba en modo alguno a una enfermedad de la
víctima, por ejemplo la que le impidiera caminar con soltura o sortear el
vehículo que la amenazaba. Llamemos S a ese sujeto que ha sido víctima del atropello.
S padecía un cáncer terminal y los médicos le habían dado un plazo de vida de
no más de dos meses. Como aún puede caminar normalmente, S sale a dar un paseo
y es entonces cuando el accidente se produce y un coche lo mata en el acto. S,
cuando ya tenía el diagnóstico inicial del cáncer, aunque todavía no ese
veredicto sobre el poco tiempo de vida que le quedaba, había testado a favor de
su confesor (o de cualquiera de las personas físicas o jurídicas que el art.
752 menciona). Tenemos, pues, en tal caso lo siguiente:
-
S testó cuando ya padecía su última enfermedad y lo sabía.
-
S no murió de resultas de esa enfermedad, aunque de ella habría muerto si no se
hubiera interpuesto la otra causa, el accidente.
¿Vale
o no vale, de conformidad con el art. 752 CC, aquella disposición testamentaria
de S a favor de su confesor? Me parece muy evidente o sumamente defendible la
tesis de que no debe valer, de que el caso cae de lleno bajo lo que dicho
artículo veda. ¿Por qué? Porque S conocía el diagnóstico de que padecía una muy
grave enfermedad que con probabilidad podía causarle la muerte no tardando o en
cualquier momento ya. Y es ese conocimiento dramático el que hace a S
vulnerable en ese instante, vulnerable a presiones, chantajes emocionales,
promesas peculiares, etc. Por ejemplo, la promesa o insinuación de que si deja
un buen dinero al confesor o a su orden religiosa puede alcanzar el cielo y una
gozosa vida eterna después de morir. Porque ese es el riesgo que razonablemente
el artículo combate, el riesgo de vulnerabilidad emocional y no el de
incapacidad mental. Si falta capacidad intelectual o mental para testar con
libertad auténtica ya hay otros preceptos del Código Civil invocables como
causa de nulidad del testamento en cuestión.
Así
pues, cuando, entre los argumentos con que avala su fallo, dice en esta
sentencia el Tribunal Supremo que “la testadora falleció en pleno uso de sus
facultades mentales, pudiendo haber realizado cualquier modificación de su
última declaración testamentaria”, no está dando una razón atendible. Si una
disposición testamentaria se hace en la tesitura señalada por el art. 752, la
invalidez de tal disposición no puede sanarse, por definición, por el hecho de
que la muerte no acontezca muy pronto y quede un tiempo en el que, aun
padeciendo aquella misma enfermedad, el testador se halla en pleno uso de sus
facultades mentales y puede cambiar su testamento. Que la enfermedad tenga que
ser la última no equivale a que la muerte por esa enfermedad tenga que ser
cercana. Si alguien sobrevive diez años a un cáncer que finalmente lo mata, que
lo mata al cabo de esos diez años, y si testó en favor de su confesor, ¿valdrá
la disposición testamentaria si se hizo el testamento nueve años antes de la
muerte y no valdrá si se hizo un mes antes? Me parece que una interpretación de
ese jaez es absurda e incongruente con la razón de ser de la norma.
Bien
diferente resultará el supuesto si, cuando testa, el sujeto ya padece la
enfermedad que ha de llevarlo a la tumba, pero aún no lo sabe. Aquí sí tiene
pleno sentido combatir una interpretación puramente y ciegamente literalista
del art. 752 y matizar la interpretación a la vista del fin razonable de la
norma. Si cuando testa el sujeto no sabe que padece la enfermedad en cuestión,
no se encontrará en aquella especial situación de vulnerabilidad o debilidad de
su voluntad y, por tanto, de nada tiene que protegerlo el referido precepto.
Que cualquiera y en cualquier situación ordinaria de la vida y hasta hallándose
o creyéndose perfectamente sano pueda ser víctima de las añagazas y las
interesadas maniobras de confesores, parientes, iglesias y variados grupos o
conciliábulos no es asunto que al Derecho testamentario preocupe, más allá de
aquellos casos en que puedan probarse genuinos vicios de consentimiento al
testar. Claro que es posible engatusar y engañar de variadas formas al que va a
testar, y también por eso se explican algunos simpáticos detalles de las
relaciones y dinámicas de muchas familias y píos grupos. Lo que sí han de tomar
en consideración los confesores en particular es que deben darse prisa y no
esperar a que el testador llegue a su enfermedad última para que los beneficie
con algún sustancioso legado a cambio de alguna promesa de dichosa
trascendencia.
En
resumen, y volviendo al hilo central de este primer supuesto, que la enfermedad
sea la última no significa que dicha enfermedad tenga necesariamente que ser la
causa eficiente de la muerte del testador. Pues la concurrencia de una causa
distinta, como era en nuestro ejemplo aquel accidente de tránsito, no sana la
invalidez de aquella disposición testamentaria hecha cuando el que dispuso
sabía que estaba aquejado de una enfermedad que probablemente podía matarlo y
acabaría matándolo.
b)
Una enfermedad mortal no curadal puede no
ser la enfermedad que acabe llevando a alguien a la muerte. Dicho de otro
modo, alguien puede tener, simultánea o sucesivamente, varias enfermedades
mortales, o tenidas por mortales, y morir solamente como consecuencia de una de
ellas. Es fácil imaginar un caso. Al sujeto S se le ha diagnosticado un cáncer
de páncreas, se le ha dicho que no hay curación y que su expectativa de vida es
de tres meses. A los tres días hace testamento y dispone un legado a favor de
su confesor. Al cabo de un mes, y hallándose en pleno uso de sus facultades
mentales, sufre un infarto que le provoca la muerte dos días más tarde,
determinándose por los médicos que dicho infarto es absolutamente independiente
de aquel cáncer que padecía y del tratamiento que para el mismo estaba
recibiendo. Además, en esos dos días que transcurrieron entre el infarto y la
muerte, tuvo S conciencia plena y posibilidad de alterar su testamento
anterior.
¿Debemos
entender, en este supuesto, que vale aquella disposición testamentaria
favorable al confesor? Nos hallamos ante una nueva dimensión de lo que pueda
entenderse por “última enfermedad”. Lo primero que me parece que hay que
destacar es que no resulta muy razonable darle a la expresión un sentido
puramente cronológico. “Última enfermedad” no debe ser necesariamente la
enfermedad última que alguien padece antes de morir, aunque no sea la
enfermedad que le provoque la muerte. Pensemos que S sufre aquel cáncer de
páncreas y que, según el dictamen médico, su vida no durará más de dos meses
desde el diagnóstico. Cuando faltan apenas tres días para que el plazo fatídico
se cumpla, S padece un resfriado o una gripe invernal. Y los médicos acertaron
plenamente, pues al cabo de esos tres días y cuando se alcanzan aquellos dos
meses, S muere por causa exclusivamente de aquel cáncer. Mas, cronológicamente,
su última enfermedad no fue dicho cáncer, sino el resfriado o la gripe. Solo
que esa enfermedad última no fue la que le causó la muerte. ¿Tiene algún
sentido mínimamente razonable sostener que, puesto que aquella gripe concurrió
al final y aunque causalmente no importara, la disposición testamentaria en
cuestión vale porque el cáncer que mató a S no fue su “última enfermedad”? Si
así lo vemos, parece que nos estamos tomando a chufla el Código Civil y que
interpretamos sus normas más por diversión que para aplicarlas cabalmente.
c)
Tercer supuesto. A S se le ha diagnosticado un cáncer y se le ha prescrito de
inmediato tratamiento, si bien no se sabe cuál pueda ser el resultado de dicho
tratamiento. Las posibilidades de que la muerte por razón de ese cáncer no
pueda evitarse son altas. Durante el tratamiento, S se ve afectado por una
gripe que en circunstancias normales se le habría curado con facilidad. Pero
debido a la debilidad que lo aqueja, de resultas del cáncer y de su
tratamiento, aquella gripe, sumada a estos otros padecimientos, le provoca la
muerte. La diferencia con el caso anterior está en que aquí sí damos por
sentado que hay concurrencia causal de
la gripe en la muerte, en que es la suma de cáncer y gripe lo que resulta en
muerte, mientras que por sí la gripe no habría matado a S y del cáncer no
sabemos si se habría curado o habría terminado en muerte. Añadamos que S había
testado y hecho un legado en beneficio de su confesor cuando supo de su cáncer,
pero antes de su gripe y de la fatal interacción de las dos enfermedades.
Hemos
quedado en que el enfoque puramente cronológico nos lleva a absurdos. También
parece claro que si una enfermedad anterior se ha curado y para nada influye en
la muerte posterior, debida a una enfermedad por completo distinta o a cosas
tales como un accidente, nada puede obstar, desde el punto de vista del art.
752 CC, a la validez plena de las disposiciones testamentarias hechas cuando se
tenía aquella enfermedad de antes. Pero en este tercer supuesto hay, para la
muerte, concurrencia causal de dos
enfermedades que no son cronológicamente simultáneas, el cáncer, que es
anterior, y la gripe, que es posterior. ¿Importa la cronología? No, debe
importar la vulnerabilidad provocada por el conocimiento anterior por el
testador de que tenía una enfermedad que podía con alguna probabilidad seria
causarle la muerte al cabo de algún tiempo. Y tiene que bastar que esa enfermedad
no se haya curado. Que no se haya curado no significa que efectivamente tenga
que ser al fin la causa de la muerte, sino que pudiera seguir siendo una causa
verosímil de la muerte cuando el sujeto murió, aunque sea por una causa
distinta, como un accidente. Porque mientras aquella enfermedad no se sane no
desaparece la vulnerabilidad o debilidad emocional del sujeto, vulnerabilidad o
debilidad que es la que razonablemente debe estar tomando en cuenta el art. 752
CC.
En
resumen, según la interpretación que aquí se propone, aquellas disposiciones
testamentarias aludidas por el art. 752 no
valen aun cuando la enfermedad que el testador sufría cuando las realizó no sea
ni la causa efectiva de la muerte, ni la causa única de la muerte, y aunque
dicha enfermedad no sea cronológicamente la última que tuvo esa persona antes
de morir. Solamente tienen validez esas disposiciones cuando la enfermedad
que se padecía al testar no fue ni podía ya ser la que causó o co-causó la
muerte.
Pero
todavía podemos agregar algún matiz. Así que trabajemos con un cuarto supuesto.
d)
S testa a favor de su confesor o de cualquiera de los individuos o entidades
aludidas por el art. 752 CC cuando está bajo los efectos de una leve gripe o de
un resfriado de lo más normal. Al día siguiente de firmado el testamento,
surgen complicaciones con esa gripe o tal resfriado, médicamente se enreda la
situación y acaba por eso muriendo S. ¿Podríamos defender que aquellas
disposiciones no valen porque se testó cuando ya había empezado la que sería
última enfermedad? No suena razonable entenderlo así, porque, en los hechos del
caso, no hay vulnerabilidad ninguna de S cuando testa, ya que aunque se sepa
con gripe no puede sospechar racionalmente (y al margen de que sea más o menos
aprensivo) que esa gripe acabará provocándole la muerte. Igual que antes he
dicho que no es de recibo pensar que no vale la disposición testamentaria
hecha, por ejemplo, a favor de confesor o pariente del mismo dentro del cuarto
grado por quien ya tiene un cáncer pero no sabe todavía que lo tiene. Ese
tampoco es subjetivamente vulnerable en ese instante de testar, no es (todavía)
víctima propiciatoria para confesores arteros. Y de estos quiere defender el
art. 752, si algo de sentido teleológico hemos de rescatar de tal norma.
Volvamos
ahora al texto de la sentencia de marras y recordemos su párrafo capital a los
efectos de lo que en este punto hemos venido hablando. Después de recordar que
la testadora falleció “en pleno uso de sus facultades mentales, pudiendo haber realizado
cualquier modificación de su última declaración testamentaria, como así hizo
cuando realmente quiso”, y que en todos los testamentos anteriores había
insertado alguna cláusula en beneficio de su iglesia, se dice que “sobre todo,
y de manera determinante (…) en el presente caso no se da la necesaria conexión
temporal (…) en la dinámica de aplicación del precepto. En efecto, como señalan
ambas instancias, el momento de otorgamiento del testamento objeto de la litis
no se corresponde con el padecimiento de la última enfermedad grave de la
testadora, sino con una dolencia crónica de problemas cardíacos que venía
arrastrando la testadora desde hacía más de diez años; resultando la causa de
la muerte, año y medio después de dicho otorgamiento, los trastornos derivados
de una complicada operación de cadera, agravados por la edad de la paciente y
por su [sic] ya citados problemas cardíacos” (f.d.3).
Y
otra vez debo reiterar que sin atención
minuciosa a los hechos malamente podremos interpretar y aplicar las normas con
algo de seso y de buen fundamento. No
sabemos exactamente qué causó la muerte de Rosaura, simplemente se nos
indica que hubo una operación de cadera que se complicó, que era vieja y que
tenía unos inconcretos “problemas cardíacos” que se remontaban ya a diez años
atrás. Tampoco estamos en condiciones de
afirmar con el respaldo de dictaminadores expertos si esos problemas cardíacos
podrían haber llevado a la muerte en algún momento posterior y aunque no se
hubiera operado doña Rosaura de la cadera, ni si las complicaciones de la
operación de cadera habría por sí bastado para matarla, dada su edad y aunque
no estuviera enferma del corazón.
Entonces,
¿qué sabemos y cómo podemos decidir en serio con lo que sabemos? No se puede. Y por eso, en mi modesta
opinión, las demás razones que avalan el fallo son razones que pesan bien poco.
- Se nos indica que los
padecimientos cardíacos ya estaban en Rosaura ocho años antes de hacer el
testamento, pero no veo en qué parte del texto del art. 752 del CC se señala
que la disposición testamentaria nada más que carecerá de efecto si el
testamento se ha hecho al principio de la “última enfermedad”. No, lo que en el
artículo se lee es “durante” la última enfermedad.
-
Se aprecia que desde que testó hasta que murió (un plazo de casi dos años)
Rosaura conservó íntegras sus facultades mentales y pudo cambiar el testamento,
supongo que al ver que la muerte tan temida se retrasaba. Pero tampoco se ve en
parte alguna del art. 752 CC que las disposiciones ahí aludidas recobren sus
efectos válidos si el testador tuvo luego tiempo de cambiarlas y condiciones
intelectuales para cambiarlas. Eso es de cosecha del Tribunal.
-
Se insiste en que Rosaura, que era dada a renovar sus testamentos, ya había
hecho ocho antes que este de ahora y que en todos favorecía de una manera u
otra a su iglesia. Como si eso importara para lo que aquí toca discutir. Pues,
en primer lugar, se deja en una sospechosa oscuridad qué beneficios eran esos
de antes y si, por ejemplo, iban también o no a favor de la orden religiosa del
confesor; y, en segundo lugar, hay un detalle del que todo depende y que, si
antes no concurría, hace intrascendente para el caso ese dato de los
testamentos anteriores: no importa si en los testamentos de antes se contienen
legados a favor de unos o de otros, o incluso del confesor, de la iglesia, de
los sobrinos del que la confiesa o del lucero del alba; lo que cuenta es si se
hicieron durante la última enfermedad. Porque si en los ocho anteriores había,
supongamos, legado a favor del confesor, pero no concurría la enfermedad de
referencia, esos legados anteriores no tenían tacha y eran válidos. Y si cuando
el noveno sí se daba ya el padecimiento de enfermedad relevante a efectos del
art. 752, entonces es este legado el que no vale y no se puede entender sanado
porque fueran válidos los de antes. ¿O qué teoría de la validez y la nulidad
manejamos si no?
2. Los otros argumentos de la sentencia.
En
lo que llama “directrices de interpretación” del art. 752 CC, da el Tribunal,
en el fundamento de Derecho segundo, tres pautas que paso a analizar
brevemente.
a)
Empieza indicando que la finalidad de una norma como esa está en “preservar la
voluntad realmente querida por el testador (voluntas testandi) de posibles e
ilícitas captaciones de la misma”. Creo que es una expresión equívoca y un
tanto problemática. De lo que se trata, y seguramente es lo que la sentencia
quiere expresar, es de que en la formación de la voluntad del testador no
incidan los intereses de los confesores, que pueden aprovecharse de la
vulnerable situación en la que con motivo de su enfermedad aquel se encuentra.
El que, por ejemplo bajo la insinuación de pasaje para la gloria eterna, testa
en beneficio de su confesor quiere realmente ese contenido para su testamento,
pero tal vez lo quiere porque alguien, ese confesor, lo está manipulando o está
jugando con su estado de ánimo. Cabría que el Código Civil lo hubiera dejado a
resultas de la prueba, pero lo que en el art. 752 se hace es cortar por lo
sano, como si en el fondo operara una presunción irrebatible de manipulación:
no tendrán efecto las disposiciones hechas durante la última enfermedad a favor
del confesor y de todas esas personas o entidades a él vinculadas. Por algo
será y por algo se habrá querido atajar tan terminantemente ese peligro.
Pero
si luego vienen nuestros jueces y entienden que lo que importa es la verdadera
voluntad del testador y hasta toman en cuenta cómo esa voluntad ya se expresaba
más o menos coincidentemente en testamentos anteriores, el riesgo de
tergiversación de la norma y de su sentido es grande. Porque, insisto, no se
trata de si la voluntad del que testa es voluntad verdadera, que lo será aunque
esté un tanto manipulado, o más aun por eso, sino de que la norma quiere
proteger a todos los testadores enfermos frente a cierto peligro, peligro para
ellos y para los otros posibles herederos: el peligro representado por los que,
pudiendo estar interesados en la herencia, tienen esa peculiar posibilidad de
condicionar la voluntad del testador psicológica o emocionalmente débil debido
a la enfermedad.
b)
Con base en la sentencia de la misma Sala de 28 de abril de 2015, se nos hace
saber que la interpretación literal de las normas no debe llevar a atribuirles
significados discordantes con su finalidad y función[1].
Contundente y poco discutible aserto. Pero no. El problema interesante se
planteará cuando se constate una discrepancia fuerte entre lo que literalmente
dice una norma y el fin de esa norma. Por ejemplo, si la razón de ser de una
norma fuera la protección de la infancia frente a determinado peligro y esa
norma, por algún fallo expresivo, dijera que los niños no deberán ser de
ninguna manera protegidos de ese peligro. Pero ese no es el caso en nuestro
caso[2].
Aquí no tenemos una interpretación literal posible que se oponga a la finalidad
que al precepto asignemos, sino que la expresión literal que importa es
“durante su última enfermedad” y son varias las interpretaciones que caben en
cuanto a qué enfermedad deba contar como la “última”; o, incluso, sobre hasta
dónde alcanza el “durante”. Y como, de propina, ya se han encargado nuestros
jueces de que no sepamos si el padecimiento cardíaco de Rosaura fue su
enfermedad “última” o si como última enfermedad debe más bien contar la que
provocó que hubiera de ser sometida a una operación de cadera (¿o sería un
accidente el que dio pie a la necesidad de esa operación? No lo sabemos), la
atención al fin de la norma nos ofrecerá un argumento teleológico para escoger
entre interpretaciones posibles de dicha norma, todas ellas compatibles con su
tenor literal, no para oponerse a su sentido literal. A no ser que en el fondo
asome algo de mala conciencia del Tribunal porque piense que su opción casa mal
con las interpretaciones posibles del texto de la norma y quiera curarse en
salud persuadiéndonos de lo poco que importan el texto o la literalidad cuando
están claros los objetivos. Pero me temo que aun menos claros que el texto
están los objetivos o las consecuencias que de los objetivos hayan de seguirse.
Ya se ve que al Tribunal le parece que queda aquí bien a salvo la auténtica
voluntad de doña Rosaura y que eso es lo que pretende el art. 752 CC, mientras
que a un servidor, modestamente, le parece que lo que la norma busca es librar
a doña Rosaura y a todos los posibles testadores enfermos de los riesgos ciertos
que para ellos y para otros posibles herederos representan los confesores,
emocionalmente tan cercanos, que saben tantas cosas y que al librar del pecado
mediante el sacramento que administran, expiden pasaportes para la salvación
eterna.
Quede
en lo anterior insinuado otro posible desacuerdo de fondo, un desacuerdo
terminante y definitivo: ¿a quién o qué interés podemos entender que quiere
proteger a fin de cuentas el art. 752 CC? El Tribunal Supremo, en esta
sentencia, ve claro que se trata del interés del propio testador, el interés de
que la voluntad que en las cláusulas testamentarias se recoge sea su interés
real y verdadero. A mí me cuesta creer que no sea real y verdadera la voluntad
expresada en la cláusula testamentaria que instituye un legado a favor del
confesor que le promete rezar muchísimo por la salvación del alma del que
testa. No, con esa norma se está amparando a los que con esas disposiciones
pierden, que son los otros posibles herederos, los que no han tenido oportunidad
de dorarle al testador la píldora o no han querido usar esa posibilidad cuando
la tuvieron. No se trata tanto de que el muerto esté contento al ver que sus
bienes los tiene ahora quien él en verdad quiso, sino de que las eventuales mañas
de alguien tan próximo al testador vulnerable y en quien tanta confianza y
esperanza este deposita no frustren las legítimas expectativas de posibles
herederos honestos. Así que si hablamos de fines supuestamente claros que
imperen sobre la dicción de la norma, en esta norma y en muchas habrá mucho que
hablar. No vamos a aplicar ahora a los fines igual de engañosamente aquel dicho
que antes se aplicaba a los textos, el de que “in claris non fit interpretatio”
o “interpretatio cessat in claris”. Que un juez no quiera ver o no sea capaz de
ver en una norma más que un fin posible no quiere sin más decir que únicamente
un fin quepa asignar razonablemente a esa norma.
Rechazo,
pues, la rotundidad con que en la sentencia se afirma lo siguiente: “la
finalidad de la norma no es otra que la preservación de la libre voluntad
querida por el testador” (f.d. 2). Por eso habría que descartar “una
interpretación en clave literal o dogmática que desnaturalice la ratio (razón)
y función que informa al [sic] precepto”. No creo, insisto, que ese sea el
único fin posible de la norma o el fin más claro de la norma. Porque también
por ese camino podemos llegar al absurdo: si lo que la norma dice poco debe
contar ante la evidencia de ese fin que dogmáticamente se afirma, resultará que
deberá respetarse siempre la plena validez de cualquier disposición
testamentaria beneficiosa para los sujetos aludidos en el art. 752, salvo que
se pruebe que hubo efectiva manipulación de la voluntad del testador,
haciéndolo expresar en el testamento lo que en verdad no quería expresar.
Consecuencia: el confesor gana siempre, pues vaya usted a probar en algún caso
que durante la confesión manipuló la conciencia del otro. Pero hay más. Esa
prueba es poco menos que una prueba diabólica, ya que se ha de acreditar no sólo
la maniobra torticera del confesor, sino también el contenido auténtico de la
voluntad del testador, haciendo ver que era distinto lo que en puridad quería
de lo que finalmente quiso y dijo. Una completa quimera. Con un aditamento: si,
a fin de cuentas, resulta que su consentimiento no era tal y firmó lo que no
quería decir ni firmar, el artículo 752 CC resulta ocioso, ya que ese
testamento es atacable por razón del vicio de consenso que lo aqueja.
c)
Entre col y col, lechuga. Siguiendo el signo de los tiempos y el imperio de las
modas, el Tribunal menciona la interpretación constitucional y la ponderación.
Cómo no, y que no se diga. Leamos: “debe señalarse que la valoración de esta
causa de incapacidad relativa para suceder no escapa de la debida
interpretación flexible conforme a la realidad social y a los valores del
momento en que se produce. De ahí que en la actualidad la obligada
interpretación constitucional del precepto extienda su aplicación no sólo a los
sacerdotes católicos, sino también a los de cualquier otra confesión religiosa”
(f.d. 2).
Esta
sí que es buena. Veamos, sin demorarnos en exceso en el comentario de lo que
casi se comenta solo:
-
Si el art. 752 habla del “sacerdote” que “hubiese confesado”, ¿cómo se va a
extender eso a “sacerdotes” de “cualquier otra confesión religiosa”? ¿Hay
confesores en las otras confesiones religiosas que no tienen confesión? ¿O
acaso, aun sin confesión, debemos entender extensible la “incapacidad” a
cualesquiera otros ministros de cualquier otro culto, en uso de una perversa
analogía que, para más inri, vendría, al parecer, sentada por imperativo constitucional?
-
Se alude a “los valores del momento” como rectores de una interpretación
necesariamente “flexible”. Lastimosamente, no sabemos cuáles son esos valores.
Porque si se trata de todo el conjunto de los valores constitucionales, dan, en
casos como este, tanto para un roto como para un descosido, y me temo que bien
poco nos aclararán.
-
Lo mismo en lo referido a la aludida “realidad social”. La realidad social es
la realidad social, claro que sí, y ahí estará, pero se me escapa qué contenidos
suyos nos pueden ofrecer alguna claridad a la hora de interpretar el art. 752 y
solucionar el caso de autos.
Y
veamos este otro brindis: “conforme a la necesaria interpretación sistemática
del precepto, también debe puntualizarse que su incidencia en el plano de la
ineficacia testamentaria tampoco escapa a su debida ponderación por el criterio
de conservación de los actos y negocios jurídicos que esta Sala tiene
reconocida, no sólo como mero canon interpretativo, sino también como principio
general del derecho, con una clara proyección en el marco del Derecho de
sucesiones en relación con la voluntad manifestada por el testador (favor
testamenti)”.
Ya
salió la ponderación, ya la mentaron. No podía faltar. Es la sal de cualquier
guiso jurídico en esta época.
Pero
vayamos a lo serio y sin muchas vueltas.
-
La última parte del párrafo recién citado es engañosa. No estamos ante un
problema de interpretación de los términos de un testamento, de modo que deba
la duda resolverse a favor de la voluntad conocida del testador. No, para nada.
El testamento es claro y su interpretación no ofrece dudas. Lo que aquí se
dirime es la interpretación de la ley,
concretamente del art. 752 CC. Y para la interpretación de la ley, de un
artículo del Código Civil, la voluntad de tales o cuales sujetos bien poco
puede contar. Hábil maniobra de despiste ha sido esa, pero no nos ha
despistado.
-
El llamado principio de conservación de los actos jurídicos puede obrar como
regla interpretativa utilizable para dirimir entre diversas interpretaciones
posibles de un precepto, eligiendo aquella interpretación que permita salvar la
validez del acto jurídico en cuestión, frente a la interpretación alternativa,
que acarrearía su nulidad. Pero ni se trata de un criterio que se pueda lanzar
contra la literalidad del precepto interpretado, haciendo que en virtud de ese
principio sean válidos actos que norma en mano nunca podrían o deberían serlo,
ni exonera de dar la debida justificación argumentativa de la interpretación
así referida. Es decir, entre interpretaciones bien fundadas esa regla interpretativa
o principio de conservación de los actos jurídicos puede dirimir, pero jamás
puede dar preferencia a interpretaciones no fundadas o sacadas alegremente de
la manga. O, por decirlo todavía de una manera más, si aquel principio de
conservación va a ser empleado para sanar actos que con ninguna interpretación
razonable o suficientemente fundada pueden ser vistos como válidos, apaga y
vámonos. Se habrá consumado, al fin y después de tan denodados intentos, el
propósito de convertir toda norma legal en papel mojado y de hacer de los
principios señores supremos de lo jurídico; de los principios tal y como el
juez de turno quiera entenderlos, claro. Por ejemplo, entre jueces bien
católicos ya podrán los confesores heredar tranquilos y en razón del principio
de conservación de los testamentos. Ni más faltaba.
[1]
Este es el tenor de ese párrafo (f.d. 2): “En esta línea, y en orden a las
directrices de interpretación del precepto, conviene destacar la doctrina
jurisprudencial de esta Sala contenida en la sentencia de 28 de abril de 2015
(núm. 776/2014) que, a propósito de la interpretación normativa, señala el
carácter instrumental que presenta la interpretación literal de la norma, de
forma que no debe valorarse como un fin en sí misma pues la atribución de
sentido y alcance, objeto del proceso interpretativo, sigue estando o
respondiendo también a la propia finalidad y función que informa la norma”.
[2]
Ni tampoco propiamente el caso de aquella sentencia de 28 de abril de 2015 que
se cita y cuya dificultad interpretativa es sumamente peculiar, entre otras
cosas porque concurren en la norma de referencia problemas graves de traducción
de una Directiva europea. Sea como sea, en dicha sentencia se acaba muy
razonablemente diciendo esto: “aunque instrumentalmente la interpretación
literal suela ser el punto de partida del proceso interpretativo, no obstante,
ello no determina que represente, inexorablemente, el punto final o de llegada
del curso interpretativo, sobre todo en aquellos supuestos, como el presente
caso, en donde de la propia interpretación literal no se infiera una atribución
de sentido unívoca que dé una respuesta clara y precisa a las cuestiones
planteadas (…). En estos casos, por así decirlo, el proceso interpretativo debe
seguir su curso hasta llegar a la "médula" de la razón o del sentido
normativo, sin detenerse en la mera "corteza" de las palabras o
términos empleados en la formulación normativa”.
Querido Juan Antonio: ¡magnífico y exhaustivo comentario, como siempre! En general, tiendo a concordar con tus conclusiones, aunque a menudo por recorridos argumentativos diversos. No creo que sea así esta vez. No porque me convenzan los tortuosos argumentos del TS (llenos de "red herrings" como eso de la ponderación, la realidad social, la cuestión de la interpretación del testamento, el principio de conservación del acto jurídico). Sino por otra razón.
ResponderEliminarEn general no me gusta la hermenéutica originalista, la lectura de la ley _ad mentem legislatoris_. Sé que con el Código Civil tales interpretaciones son aún más problemáticas que con una ley de hace 3 años, porque la mente de D. Manuel Alonso Martínez y sus colaboradores es de otra época. Pero su obra sigue vigente, con muchísimas modificaciones.
Hay que reconocer que este supuesto de hecho también nos parece de otra época. Es uno de esos supuestos otrora frecuentes y hoy circunscritos a círculos estrechísimos de personas y familias de mentalidad anticuada y obsoleta. De modo que no parece inapropiado aplicar a tal supuesto, de suyo reminiscente de tiempos pretéritos, la interpretación original verosímil de la ley aplicable.
Ahora bien; ¿qué quería decir el legislador de 1889 con la oración "No producirán efecto las disposiciones testamentarias que haga el testador durante su última enfermedad en favor del sacerdote..."? ¿Cuál era SU intención?
Efectivamente la de proteger a los herederos forzosos frente a una debilidad del testador que cediera, en unos momentos de angustia, viendo próxima la muerte, y queriendo salvar su alma con una obra de caridad sugerida por el confesor, siempre que en esa sugerencia pudiera presumirse intención interesada. Efectivamente esa posible presunción la ley la hace juris et de jure.
No creo que cuente para nada si el testador muere por efecto o no de esa última enfermedad. El legislador no entra en tales disquisiciones. Normalmente (en 1889) una enfermedad (presuntamente grave, porque si no la hipótesis es absurda) que es última es una enfermedad normalmente mortal, que se padece inmediatamente antes de morir (aunque luego se muera por otra causa), de la cual uno no se cura entre otorgar el testamento y fallecer.
Pero ese legislador de 1889 no puede ni imaginar diagnósticos oncológicos que prevean la muerte para dentro de unas semanas, de unos meses o de unos años. Ni puede entender por "enfermedad" una dolencia crónica que, al cabo del tiempo, acabe siendo mortal. Su concepto de última enfermedad tiene que ser el de un mal somático más o menos súbito, al menos en su inicio, de duración bastante limitada, de peligrosidad mortal y que se produce, efectivamente en el período de tiempo (no dilatado) que precede al fallecimiento.
La captación maniobrera de la voluntad del testador por el miedo al más allá de suyo, efectivamente, no viene desvirtuada sin más por el transcurso del tiempo. Pero eso es abstracto. Psicológicamente sí parece que lo que se quiere evitar es un testar, en perjuicio de otros herederos, ante la proximidad de la muerte, en momentos en los que la voluntad del testador, siendo válida, puede estar, así y otodo, indebidamente influida por la astucia del confesor.
¿Va a ser inválida la cláusula testamentaria si, habiendo otorgado ese testamento en tales supuestos, transcurren años entre el testamento y la defunción? No lo creo
Estimado Juan Antonio, al igual que Lorenzo Peña, coincido habitualmente con sus conclusiones y con el modo de justificarlas, pero no es hoy el caso.
ResponderEliminarEn cuanto comencé a leer su entrada y el tenor literal del articulo 752 CC, me pareció bastante evidente que el mismo se refiere al periodo inmediatamente anterior a la muerte, en los que un creyente católico puede flaquear psicológicamente y volverse vulnerable frente a un sacerdote interesado. No hace falta ser Antonin Scalia, "originalista" por excelencia del Tribunal Supremo estadounidense, para recordar, como ya lo ha hecho el amigo Lorenzo Peña, que el Código Civil es de 1889.
Por otra parte, es perfectamente legitimo cuestionar que el artículo 752 CC sólo se refiera a la confesión católica y no mencione otras confesiones e incluso entidades (como partidos políticos, ONGs, etc.) que pudieran ejercer una influencia decisiva en la voluntad del testador en un momento de debilidad (sin embargo, en mi opinión ello no justifica la interpretación extensiva que el Tribunal Supremo hace de tal disposición).
Como reflexión más general, quizá convendría cuestionar la limitación de la voluntad del testador que rige en nuestro derecho de sucesiones fuera de supuestos justificados como el del artículo 752 CC. La denominada "legítima", es decir, el porcentaje del caudal hereditario al que tienen derecho, excepto en situaciones tasadas, los ascendientes (un tercio) y los descendientes (dos tercios), constituye, en mi opinión, una restricción injustificada a la libertad individual, aunque este es un debate para otro día.